La oleada de niños y adolescentes centroamericanos indocumentados que llegaron al sur de EE.UU. en el verano de 2014, tenía detrás de sí una bestia que la acosaba: la violencia, los altos niveles de criminalidad imperantes en sus países de origen. Quien se arriesga a tanto con tan pocos años es porque lo tiene claro: mejor morir intentando alcanzar a un sitio seguro, que hacerlo bajo los golpes de machete con que las pandillas –las tristemente famosas maras– se deshacen de sus rivales, o de gente inocente que no pagó el “impuesto”, o de cualquiera que transite por el lugar equivocado.
La situación, sin embargo, está empezando a cambiar en algunos sitios, como Honduras. Allí, con el apoyo de la Agencia de EE.UU. para el Desarrollo Internaci…
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