Según Human Rights Watch, ahora hay unos 8.000 seres humanos apiñados en barcazas de escasa seguridad, espoleados por el hambre y la sed, y lo más grave: sin poder tocar puerto donde les socorran.
Deutsche Welle, 16-05-2015
Naciones islámicas, como Malasia e Indonesia, se han desentendido tanto de la suerte de sus correligionarios como de presionar efectivamente a Birmania
La escena no ha ocurrido en el Mediterráneo, sitio de tan malas nuevas en el tema migratorio, sino en el mar de Andamán, entre Myanmar (Birmania), Malasia, Indonesia y Tailandia. Los civiles que han emprendido la travesía (120.000 en los últimos tres años) son birmanos, pero su propio país les niega la ciudadanía: dice que son bengalíes musulmanes que llegaron durante la colonización británica, y por tanto, o aceptan vivir bajo la sandalia de la mayoría budista —esto es, sin derecho a inscribirse como ciudadanos, empujados a la pobreza más vil, y hostigados permanentemente por las fuerzas represivas, que en 2012 asesinaron a 140 de ellos y empujaron de sus tierras a más de 100.000—, o se largan en un bote a donde los admitan. O al fondo del mar. Da igual.
El asunto era, cuando menos, insólito. Mientras la UE alista medios para tratar de rescatar inmigrantes en el mar y arreglar con un sistema de cuotas de admisión —no sin ciertos egoísmos particulares—, el drama de miles de personas de otros continentes y culturas que huyen de la violencia y el hambre, allá en esa “finquita” que es el sureste asiático, y “entre vecinos”, los botes de musulmanes birmanos (rohingyas, como se autodenominan) eran peloteados de un sitio a otro, sin tener en cuenta ni aun el elemental principio humanitario de socorrer a los que van a la deriva en el mar. De hecho, naves tailandesas e indonesias remolcaron varias embarcaciones de refugiados fuera de sus aguas territoriales.
En este momento, la situación parece atenuarse —que no resolverse—, toda vez que Malasia e Indonesia, que no les permitían acercarse a sus costas, han aceptado a regañadientes dejarlos llegar y ofrecerles refugios temporales. Eso sí, ninguna nave malasia o indonesia se va a implicar en la búsqueda activa de los emigrantes en altamar, y si logran llegar, se les permitirá estar solo si la comunidad internacional se compromete a repatriarlos o buscarles otro refugio en el plazo de un año.
Vale tomar nota de los casos de Malasia e Indonesia. En ambos países, la religión predominante es el islam, y es la que —motivos económicos aparte— atrae a los rohingyas. En Birmania, la mayoría budista no les tiene demasiadas contemplaciones a estos minoritarios 200.000 seguidores del profeta, al punto de que un alto funcionario gubernamental que se atrevió a reclamar el fin de la violencia religiosa se ha ganado una temporada tras los barrotes, y la propia relatora de la ONU para los derechos humanos allí, que “sugirió” un poco más de respeto hacia los musulmanes, fue tildada de “zorra” (la palabra fue más fuerte, pero la omito). Además, el gobierno birmano ha legislado directamente contra la natalidad de los rohingyas, al dictar que, entre parto y parto, sus mujeres deben dejar transcurrir tres años como mínimo.
Los rohingyas se declaran ciudadanos birmanos de pleno derecho, algo que el gobierno y la mayoría budista les niega
La hostilidad es abierta. Pero Malasia e Indonesia, naciones musulmanas, miran hacia otro lado ante la suerte de sus correligionarios más desesperados. Irónicamente, en Australia, un sondeo de la Scanlon Foundation sobre cohesión social arrojaba en 2013 que el 45% de los inmigrantes malasios habían experimentado algún tipo de discriminación, y lo mismo el 39% de los trabajadores indonesios. Evidentemente no fueron noticias bien recibidas en Kuala Lumpur ni en Yakarta, pero lo asombroso es que, no queriendo el mal de los suyos, les importe un comino el destino de otros a quienes los une, en teoría, el vínculo de la misma fe.
No injerencia igual a indiferencia
Desde luego, la solución ideal no es paliar el problema ahora que están en el mar, como tampoco, en esta parte del mundo, la situación se arregla del todo llevando a suelo europeo a los que están a riesgo de sucumbir entre las olas. Como primer paso, como medida urgente, está bien, y es necesaria. Pero hay que ir a las raíces: a lograr el cese de la represión contra la minoría rohingya; a implicar al gobierno birmano en la solución, y eso, quienes mejor pueden hacerlo son los países de su entorno, pero no con la política del laissez faire que aplica la propia Indonesia: en su historial de votaciones en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, tiene el haberse opuesto en 2013 a una fuerte condena por parte de ese órgano, bajo el argumento de que era “muy pronto para actuar”, y ello, a pesar de que la Organización de la Conferencia Islámica presionó para que hubiera una declaración sobre el tema.
En diciembre de 2014, sin embargo, la Asamblea General de la ONU, además de hacer algún diplomático elogio de rigor a las autoridades birmanas, les reiteró su “grave preocupación por la situación de la minoría rohingya” y “exhortó” al gobierno a que protegiera los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos los habitantes del estado de Rakhine (donde tienen mayor presencia), y que se les permitiera “su acceso a la plena ciudadanía en condiciones de igualdad”.
Habría que ver, por otra parte, si fuera de la Asamblea General, en el Consejo de Derechos Humanos, aparecen las voces de los tradicionales adalides de todas las causas del sur contra el norte. ¿Qué sucede? ¿Dónde están los reclamos de condena, ahora que tres países no alineados —que ya aquí no se le ven las orejas a la OTAN por ninguna parte—, tres Estados miembros de un movimiento cuyo signo es una paloma con un ramo de olivo, se desentienden del archimanoseado principio de la “cooperación sur-sur” y tratan como escoria a tanta gente pisoteada?
Será que —como ya es tradición en las relaciones internacionales— cuando el delincuente es “de los nuestros”, su grave delito pasa por “falta menor”.