La opción de despenalizar las drogas como vía para frenar los altos niveles de criminalidad asociados al tráfico de estas sustancias, es una idea que se va colando en las corrientes de lo “políticamente correcto”, máxime cuando quienes la apoyan van precedidos del prestigio de poseer un Nobel, o de haber comandado la más alta instancia de la ONU en materia de derechos humanos…
En una fatal aplicación de la regla de “si no puedes con tu enemigo, únete a él”, la Comisión Global sobre Política de Drogas (CGPD), integrada por figuras como el ex secretario general de la ONU, Koffi Annan, exmandatarios de México, Colombia (1), Brasil y Chile, y el novelista peruano Mario Vargas Llosa, entre otros muy conocidos, arroja la toalla al afirmar que “el método más efectivo para reducir los extensos daños causados por el régimen mundial de prohibición de drogas y para promover los objetivos de salud pública y seguridad, es controlar las drogas a través de una regulación legal responsable”.
Según las recomendaciones esbozadas por la organización —que espera influir en un cambio de ópticas durante la Sesión Especial de la Asamblea General de la ONU sobre Drogas en 2016—, sería ya hora de permitir e incentivar “experimentos de regulación legal” con drogas como el cannabis y la hoja de coca, para lo que se debería aprender de los éxitos y fracasos de la regulación del alcohol y el tabaco, un emparentamiento de casos —“si estas sustancias adictivas se permiten, ¿por qué no las otras?”— que solo ve las hipotéticas bondades del laissez-faire.
Puestos a comparar, los miembros de la CGPD no reparan en las dificultades que ya entrañan el tabaco y el alcohol para la sociedad, entre ellas la carga económica que representan tales adicciones para los sistemas de salud —en hospitalización de pacientes afectados directa o indirectamente por el consumo o por accidentes derivados de este, en intervenciones quirúrgicas, en tratamientos, etc.—, ni observan su negativa incidencia en las tasas de productividad.
La frecuente alusión a términos como “marihuana de uso terapéutico” está provocando que una mayoría de adolescentes en EE.UU. no vean el estupefaciente como un peligro para la salud
Si estas son las marcas que van dejando las aceptadas drogas “blandas”, ¿cómo serán las provocadas por una despenalización general de las que poseen un poder alucinógeno y alienante aun mayor?
Cómo saltarse las reglas (ya laxas)
Un experimento de regulación del tipo del que pide la CGPD tiene lugar ahora mismo en Cataluña. Al amparo de la ley antitabaco de 2011, promulgada por el gobierno del PSOE y que avalaba la creación de espacios privados para fumadores, varios grupos procannabis interpretaron que la legislación solo excluía a las drogas “duras”, no a la marihuana, y así se formaron clubes cuyos requisitos de pertenencia se limitan a que el interesado sea mayor de edad y que acredite ser ya fumador, pues no se permite el proselitismo ni la publicidad.
De resultas, solo Barcelona cuenta con 160 locales donde se consume cannabis —la meca de los coffee shops, Amsterdam, tiene unos 190—, y en toda Cataluña los socios rebasan la cifra de 165.000. Sin embargo, contrario al dogma de que la regulación puede suponer un golpe al tráfico ilegal y a sus efectos, el carácter tolerado de estos sitios no implica que todo marche en orden.
Así, en agosto, el ayuntamiento barcelonés ordenó la suspensión inmediata de 49 clubes por “deficiencias” en su funcionamiento. Entre las irregularidades detectadas se enumeró la publicidad y captación de clientes, principalmente entre los turistas; la venta de la droga a menores de edad y a miembros ajenos a los clubes, la presencia de traficantes, el expendio de otros estupefacientes, molestias a los vecinos, etc.
Al otro lado del Atlántico, el estado norteamericano de Colorado aporta indicios por el estilo. Según el informe anual de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) correspondiente a 2013, en dicho estado, que legalizó el uso del cannabis “con fines médicos”, han aumentado los accidentes automovilísticos en que aparecen involucrados conductores que dan positivo en pruebas de detección de esa droga, así como también va a alza la cifra de adolescentes que ingresan en centros de rehabilitación para tratarse de su adicción “médica” a la marihuana (cfr también Aceprensa, 11-06-2014).
La JIFE no comulga en absoluto con las iniciativas de despenalización del cannabis por parte de algunos países —“pondrían en grave peligro la salud pública y el bienestar de la sociedad”— y es exhaustiva en su reporte acerca de los perjuicios provocados por la drogodependencia, que van más allá de los causados al consumidor.
La CGPD pide una regulación semejante a la del tabaco y el alcohol, pero tales adicciones ya son una carga para los sistemas de salud e inciden negativamente en la productividad
¿Antídoto contra el narcotráfico?
Meses atrás, la interminable cola de coches que intentaban ingresar a territorio español desde Gibraltar avanzaba a paso de tortuga, toda vez que la Guardia Civil ponía su mayor empeño en detectar los cargamentos ilegales de cigarrillos que, de pasar, se venderían en España a menor precio que el de los estancos y sin impuestos de ningún tipo. Pérdidas para el Estado, para los estanqueros, para el sector del tabaco español…
Curiosamente, hablamos de un producto de consumo legal. No hay autoridad que se dedique a perseguir a los fumadores ni a los expendedores legales, y sin embargo, los grupos criminales hallan la manera de lucrarse de él, creando redes que lo produzcan, transporten y saquen en venta “bajo radar”. Quizás no haya ejemplo más sencillo que este para desmontar el mantra de los defensores de la despenalización de las drogas, de que, reguladas estas de una buena vez por el Estado, el crimen organizado perdería espacio y vería “minados” su poder y sus ganancias. Solo que “el diablo nunca duerme”, dicen los mayores…
En tal sentido, además de que el tráfico ilegal no desaparecería, tampoco tendrían por qué atenuarse las consecuencias del consumo de estupefacientes en la seguridad pública. Al presente, un 17,5% de los reclusos en EE.UU. afirman haber cometido delitos con el propósito de obtener dinero para comprar drogas. Es lo que la JIFE define como delito “económico-compulsivo”, el que suelen incurrir los drogodependientes para garantizarse un suministro estable del narcótico. En Reino Unido, se calcula que este tipo de transgresiones suponen un costo anual de 20.000 millones de dólares, una carga mayormente derivada de los casos de fraudes y robos.
De la “felicidade” a la esquizofrenia
Además de los efectos negativos en la seguridad pública y la paz social, el hilo de los estupefacientes que se consumen más o menos clandestinamente en una ruidosa discoteca europea o en la lujosa bañera de un millonario actor norteamericano —que después saldrá en las portadas acompañado del titular “Sobredosis”—, lleva, por una parte, al deterioro del medio ambiente, en especial de las zonas boscosas de países en vías de desarrollo.
Así, en Bolivia, Perú y Colombia, el cultivo del arbusto de la coca ha ocasionado la tala de vastas extensiones de selva, mientras que la elaboración del narcótico en esos mismos sitios no es excesivamente respetuosa de los protocolos sobre desechos peligrosos, con lo que los componentes químicos utilizados en el proceso son arrojados indiscriminadamente a los suelos y las aguas, que quedan así contaminados.
El otro extremo del hilo va a parar a la salud humana. La paulatina asociación, incentivada por los medios, que se va haciendo entre drogas como el cannabis y la terminología médica —de ahí la marihuana de “uso terapéutico”—, está incidiendo en que se tenga mayor temor a los efectos cancerígenos del tabaco que a los del cigarrillo de marihuana. Una encuesta de 2013 en EE.UU., arrojaba que el 60% de los adolescentes considera que el cannabis no es dañino para la salud.
La mala noticia es que sí lo es, y en grado aún mayor que el tabaco. En 2002, cuando el gobierno británico coqueteó con la posible despenalización de la posesión de marihuana, la neuróloga británica Susan Greenfield, ex directora de la Royal Institution of Great Britain, argumentó que dicha droga interfiere en la comunicación eléctrica y química entre las neuronas, por lo que su consumo reduce la memoria, la coordinación y la capacidad de concentración, además de que puede desencadenar la esquizofrenia.
Con estos datos, se entiende que la situación solo puede ir a peor si, como pide la CGPD, las sustancias estupefacientes —no solo la que en Brasil llaman con humor planta da felicidade— pasaran a estar reguladas estatalmente. Sería el “sello de garantía” a una mercancía engañosa, que a día de hoy ocasiona anualmente 211.000 muertes a nivel global (2) y gastos por 35 000 millones de dólares en tratamientos hospitalarios, y eso que solo los recibe uno de cada seis drogodependientes.
De levantarse las barreras, muy poca esperanza quedaría de que esos pésimos números disminuyan alguna vez.
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NOTAS
(1) Entre los miembros de la CGPD está el expresidente colombiano César Gaviria, bajo cuyo mandato (1990-1994) se ultimó al capo Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín. La colaboración entre fuerzas del gobierno y antiguos sicarios del narcotráfico logró el descabezamiento de la organización, si bien los matones que participaron en la operación engrosaron después un temido grupo paramilitar: las Autodefensas Unidas de Colombia, y el cartel rival del de Medellín, el de Cali, gozó de mayor espacio para seguir con su actividad delictiva.
(2) En Europa, la edad promedio de las personas que fallecen como resultado del consumo de drogas se sitúa en los 35 años.
Diferenciar entre los eslabonesNi “dejar hacer”, ni reprimir a ciegas: mejor contar con políticas diferenciadas que atiendan, en lo posible, a la particularidad. Sería válida, en este sentido, la sugerencia de la CGPD acerca de desestimar las operaciones de “mano dura” dirigidas indiscriminadamente contra todos los eslabones de la cadena: productores, traficantes y consumidores. La Comisión propone que los recursos legales se enfoquen en atajar a los elementos más violentos, perturbadores y problemáticos del mercado, sin llegar a militarizar las acciones y sin penalizar a los campesinos, que tienen en esos cultivos un medio de supervivencia. En cuanto a la desincentivación del consumo, existen ya algunas experiencias de interés, como la del programa HOPE, aplicado en Texas, que ofrece a ciertos reclusos con problemas de drogadicción la libertad condicional si se comprometen a la abstinencia, controlada mediante el requisito de tener que llamar cada día a un número telefónico y preguntar si ese día corresponde el chequeo individual. |