Congelar óvulos, la última inversión

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De vez en cuando las editoriales proponen libros testimonio sobre procesos vitales curiosos. Los más inofensivos cuentan cómo algunos dejaron de fumar o perdieron kilos; otros abordan cuestiones con alta carga emotiva, como la búsqueda de hermanos o padres perdidos, frutos de la adopción o la tecnología… Ahora le toca el turno a la congelación de óvulos y al libro de Sarah Richards, Motherhood Rescheduled (“Maternidad Reprogramada”), que la autora acaba de presentar con un polémico artículo: “Por qué congelé mis óvulos (y tú también deberías hacerlo)”.

La obra presenta la historia de la fertilidad de Richards, una mujer universitaria, que tras haber luchado por un buen trabajo y mantenido varias relaciones supera la línea de los 36 sin tener a la vista un hogar ni un hombre con el que compartir su sueño de ser madre. Desde esa fecha y hasta los 40, su vida gira en torno a una idea, casi una obsesión: congelar sus óvulos para tener asegurada la maternidad cuando encuentre tiempo y un compañero dispuesto a la aventura.

En sus líneas de presentación, publicadas en The Wall Street Journal, Richards explica con todo detalle y sentimiento cómo la congelación de óvulos “puso fin a la tristeza que sentía por estar perdiendo al hijo con el que siempre había soñado”. Los 50.000 dólares que invirtió a lo largo de dos años de visitas médicas le sirvieron, entre muchas cosas, para recuperar la seguridad en sí misma, frenar la urgencia por encontrar un novio y, convertir un futuro gris en algo aparentemente prometedor.

La protagonista y otras que pueblan el ensayo, que en ocasiones se acerca al alegato, parecen haber sustituido el romanticismo y el amor por el calendario y la calculadora; y tras la enorme inversión y los gastos de almacenaje del material congelado, da comienzo para cada una la cuenta atrás: buscar el padre ideal. A medida que los años pasan, la existencia de esos óvulos se convierte en una credencial, un ostentoso aval que revaloriza a la candidata y la sitúa en una nueva perspectiva frente a los posibles padres.

Uno de los casos describe la hoja de cálculo diseñada para la selección de candidatos, con información exhaustiva extraída de Internet, para no fallar en la elección ni perder un tiempo que naturalmente se ha vuelto precioso. La protagonista también aporta su final que comienza por una intensa relación a las cuatro horas de haber conocido al hombre ideal tras citarse a través de un portal de encuentros.

El ensayo no esconde el precio de los tratamientos, “prohibitivo para la mayoría de las mujeres”, ni la falta de experiencia médica, “ya que la mitad de los médicos que la practican nunca han descongelado con éxito los óvulos para intentar un embarazo”. Frente a esos obstáculos, Richards alaba la “apertura a la ciencia” que algunas de las mujeres demuestran cuando efectivamente las previsiones fallan y los congelados se sustituyen por óvulos comprados en Internet, después de tanta inversión.

En el ensayo hay muy poca reflexión sobre los motivos de encontrarse sin familia a los 36, algo que seguramente aportaría luces diferentes. Por todo balance se concluye que este cuestionable proceso va a ser como un “ecualizador de géneros”, condición que se ha atribuido ya a otras muchas técnicas artificiales de reproducción a lo largo de los años. El libro –que las clínicas habrán recibido como agua de mayo para su negocio floreciente– más bien parece una muestra del querer tenerlo todo controlado, incluso el lógico paso del tiempo sobre el organismo, hasta ahora monopolio de la cosmética y la cirugía.

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