La intolerancia admisible

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El pasado noviembre, el movimiento Occupy Vancouver –versión canadiense de Ocupa Wall Street– decidió protestar contra el sistema organizando un “fuego sagrado” a las afueras de una galería de arte. Para ello, hubo que contar con la ayuda de los indígenas de Canadá.

Cuando los bomberos acudieron a serenar los ánimos, explica Rex Murphy en una columna del National Post, los activistas exigieron respeto. Los bidones de aceite, alegaron, contenían “fuego sagrado”; en consecuencia, extinguirlo constituiría una grave ofensa a la espiritualidad indígena.

Murphy no cuenta cómo acabó la cosa. No obstante, un vídeo de YouTube permite hacerse la idea de que la presencia de policías y bomberos tenía que ver más con razones de orden público que religiosas. El fuego descontrolado, por muy sagrado que sea, pinta poco en medio de una multitud agitada.

La tolerancia no cubre a todos

Murphy hace notar cómo, entretanto, algunos activistas del movimiento Occupy London dieron rienda suelta al vandalismo en la Catedral de San Pablo de Londres. En el interior del templo y en uno de los pórticos aparecieron varios días excrementos y pintadas con mensajes blasfemos.

Es cierto que los activistas de Vancouver y de Londres no eran los mismos. Pero cabe imaginar a dónde habría ido a parar el prestigio de Occupy London si se hubieran dedicado a lanzar proclamas contra la fe de las minorías religiosas de la City. La intolerancia contra los cristianos se acepta; la segunda, no.

De ahí que Murphy concluya: “Sería más agradable para todos si los cristianos de Occidente, que ofrecen respeto, tolerancia y consideración hacia las creencias ajenas, fueran tratados con la misma educación y cortesía que los demás”.

Tolerancia para descalificar

La tolerancia selectiva permite tachar de “intolerantes” a quienes exigen respeto de forma pacífica hacia sus creencias religiosas. Lo hemos visto recientemente en el caso de la pieza teatral Golgota Picnic, que caricaturiza la Pasión de Jesucristo (cfr. Aceprensa, 26-12-2011).

Magali Lagrange, de la BBC, no tuvo inconveniente en abrir su crónica sobre la obra de teatro con una frase desconcertante: “Desde su estreno el pasado miércoles y durante cinco días, grupos de católicos integristas han manifestado y rezado cada noche delante del teatro para denunciarla”.

Cuando uno lee la noticia entera y ve las fotos de la manifestación publicadas en otros medios, la pregunta surge inevitable: lo de “integristas” y “ultracatólicos” (otro adjetivo empleado en el artículo), ¿es por las pancartas a favor del respeto a la libertad de creencias o por los rezos nocturnos?

Sorprende, en cambio, que Lagrange no ponga un sólo “pero” al autor de la obra que ha tenido la cansina ocurrencia de presentar “una visión provocadora de los Evangelios”.

La irresponsable intolerancia de Voltaire

Voltaire fue más coherente que muchos pregoneros actuales del pluralismo: ni siquiera se molestó en ocultar sus prejuicios contra la religión. Quizá porque tenía pocas ganas de tolerar algo que consideraba una superstición y un fastidio para el progreso.

Pero me temo que su Tratado sobre la tolerancia hoy sería políticamente incorrecto, tanto por el contenido como por el tono burlesco. Basta leer las invectivas contra los mártires, esos “hombres oscuros” (capítulo IX); los jesuitas y los franciscanos (capítulo XVIII) o la Virgen María (capítulo XX) para preguntarse cómo ha llegado al hit parade de los campeones de la tolerancia universal.

Puestos a buscar un modelo de tolerancia, el escritor latino Lactancio (240-320 d.C.) parece una figura más atractiva. Miembro del séquito de Constantino y gran apologista cristiano, Lactancio tiene en gran estima su fe.

Así como Voltaire considera que estaba haciendo un favor a la Humanidad al mofarse de las creencias cristianas, Lactancio podía haber aprovechado su posición y su amistad con Constantino para promover lo que considera un bien social para todo el Imperio: la fe cristiana.

Pero como esa misma fe le enseña a apreciar la libertad y la conciencia de los demás, lo que hace es formular una doctrina de la tolerancia en la que sostiene –entre otras cosas– que la coerción en cuestiones de fe contradice la naturaleza misma de la creencia religiosa (cfr. Aceprensa, 18-05-2011).

Da la impresión de que, con el tiempo, en las sociedades pluralistas ha terminado por cristalizar la irresponsable concepción de la tolerancia defendida por Voltaire: esa que permite presentarse ante los demás como tolerante y, a la vez, burlarse de los cristianos.

Paradójicamente, los expulsados por Voltaire del banquete de la tolerancia encuentran en el Magisterio de la Iglesia una llamada constante a proponer la fe cristiana a la libertad del hombre. “La Iglesia propone, no impone nada: respeta las personas y las culturas, y se detiene ante el sagrario de la conciencia”, escribió Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris Missio.

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