Eudora Welty (1909-2001) nació en Jackson (Mississippi) y fue una de las escritoras más prolíficas y admiradas del pasado siglo. Mientras en Estados Unidos se celebra su centenario por todo lo alto, en España dos editoriales publican sus Cuentos completos (Lumen) y la novela que le valió el premio Pulitzer en 1973, La hija del optimista (Impedimenta).
“A lo largo de toda su carrera, Welty profundizó a través de cuentos cortos y novelas en el mundo de las relaciones personales, con una prosa cuidadosamente elegida para retratar fidedignamente las vidas y emociones de sus personajes, mujeres y hombres del sur de Estados Unidos. Los libros de Welty están repletos de maestros, familias, vendedores ambulantes, trabajadores y jóvenes estudiantes…”. Así recordaban a nuestra autora las agencias de noticias tras su fallecimiento el 23 de julio de 2001.
Su larga vida le permitió hacer inventario de diversos cambios sociales -así la Gran Depresión- durante casi una centuria de plena consagración literaria, que le hizo acreedora de todos los honores (además del premio Pulitzer, recibió la Legión de Honor francesa o la Medalla de la Libertad).
“Cuentos completos”
Empecemos por el primero, la aportación más prominente del año Welty en España. En un solo volumen, Lumen (2) ha reunido los cuatro títulos que Welty nos legó en su faceta como narradora de cuentos (Una cortina de follaje -1941-, La red grande -1943-, Las manzanas doradas -1949- y La novia del Innisfallen -1955), así como otras dos historias breves, ¿De dónde viene la voz? y Demostración, que en su día no fueron recogidas en las citadas colecciones.
Abarcan, pues, un período de aproximadamente veinte años, que se inicia en 1936, cuando Welty publicó en la revista Manuscript su primer cuento, Muerte de un viajante, y concluye con los relatos de La novia del Innisfallen.
¿Qué encontramos en estas cerca de mil páginas? Para empezar, un universo singular y emocionante, localizado con la ayuda de un exacto y puntilloso GPS en los anónimos rincones de Nueva Orleans, Mississippi y aledaños -y, en particular, en esa Yoknapatawpha “femenina” que fue la Morgana de Las manzanas doradas y también de su novela Boda en el Delta. El singular viaje recorre peluquerías, jardines, estaciones ferroviarias, cocinas, circos y bosques…
Finales abiertos
Gracias a Welty y a sus finales abiertos, aprendemos que las mejores historias son aquellas que quedan en suspenso y nos suspenden, y que muchas conversaciones que parecen no resolver nada en realidad nos lo están contando todo. La autora tiene el don de escuchar y la facilidad de reproducir los giros y expresiones de la calle, hasta el punto de que, en no pocas ocasiones, parece que la palabra se hace barro y cobra vida ante nuestros ojos.
Apuntaba Harold Bloom en Cómo leer y por qué que “de Turguéniev a Eudora Welty y otros posteriores, los cuentos se abstienen de hacer juicios morales”. El lector inteligente agradece que no se lo den todo trillado. ¿Qué mejor forma que dialogar libremente con un libro, sin las lazadas de la doctrina a que tan acostumbrados nos tienen los autores de best-sellers?
Con su característico talento para las imágenes, es posible leer muchos de estos cuentos casi como poemas (por ejemplo, Una cortina de follaje), o jugar a distinguir qué hay de realidad y qué de ficción en el impresionante y caleidoscópico fresco de los MacLain, Stark, Morrison, Carmichael, Spights o Moody, las principales familias de Morgana, protagonistas de Las manzanas doradas.
Los más de cuarenta relatos que componen estos Cuentos completos son de dimensiones tan variables como heterogéneos sus argumentos. Desde los que no llegan a las diez páginas a esa suerte de novela corta que es El recital de junio, Welty sale airosa de todas las pruebas. Técnicamente, y aunque prima la voz de la tercera persona, propia de una observadora neutral, no falta algún coqueteo con la primera.
Pegados a una misma realidad
¿Y de qué van? Del desarraigo del hombre y de su lucha por asirse a la tierra, de su soledad y de las mil formas de embaucarla, de sus esperanzas y desalientos. Si tomamos como referencia el primero de los volúmenes, que publicó a los 32 años, advertimos una galería de tipos de lo más curiosa y, podríamos decir, barroca: en Lily Daw y las tres damas, la protagonista es una débil mental que dice haberse comprometido con un músico para casarse; en Un recorte de prensa, un matrimonio discute sobre una noticia referida a un asesinato; en El hombre petrificado, varias mujeres hablan de un violador; en La llave, una pareja de sordomudos sueña con un viaje que cambie sus perspectivas; en Keela, la muchacha india tullida, un indio se disfraza de mujer para un cruel espectáculo de feria; en Por qué vivo en la oficina de correos, una hija discute con su familia tras el regreso de su hermana y su sobrina, y se traslada a vivir a una estafeta…
Una mezcla, en fin, de rareza y cotidianeidad, de violencia y sosiego, de ira y aplomo, que encontramos perfectamente expuesta en el diálogo que sostienen William Wallace y Virgil, al comienzo de La red grande. El primero es un marido que una noche sale de juerga y, al volver a casa, se encuentra con una nota en la que su mujer le dice que ha ido a suicidarse al río; el segundo es su compañero de correrías. Tras leer la nota, William va a la casa de Virgil y le dice: “He perdido a Hazel. Ha desaparecido. Ha ido a ahogarse al río”, a lo que éste replica: “Vaya, eso no es propio de Hazel”. La frialdad y la cordura con que ambos acometen la tarea de dragar el río contrasta con el drama del suicidio, que les sobrecoge tan solo por el inmenso miedo que la mujer sentía al agua. “Se habrá tirado de espaldas”, la justifica Virgil.
“La hija del optimista”
A la par que descollaba en su carrera como cuentista, Welty proseguía la publicación de novelas de mayor aliento, como La novia del bandido (1942), Boda en el Delta (1946), El corazón de los Ponder (1954), Losing Battles (1970) y La hija del optimista (1972), a lo que hay que agregar sus sobresalientes ensayos The Eye of the Story (1978) y One Writer’s Beginnings (1984).
La hija del optimista, que felizmente ha rescatado Impedimenta (3), es un canto a la vida que viene a confirmar lo que ya apuntara Richard Ford: “Eudora Welty es, junto con William Faulkner, Carson McCullers, Truman Capote o Tennessee Williams, uno de los grandes monstruos sagrados de la literatura americana”. La historia es sencilla. El juez McKelva cae enfermo, y su hija Laurel, viuda de un oficial muerto en la guerra, y su segunda mujer, la egoísta e insoportable Fay, lo cuidan, esperanzadas primero por las palabras del doctor (“Se está limpiando. Creo que al final tendremos un ojo que al menos verá un poquito”), y acongojadas, más tarde, por su inesperada muerte (“No pude salvarlo. Se ha ido; y justo cuando por fin el ojo se le estaba curando”).
Eudora Welty expone la historia de una asunción, no ya de muerte, sino de la memoria y el pasado; y lo hace con un pulso y una ausencia de morbo del todo admirables. El conflicto principal presenta las diferencias entre la hija del juez y su segunda mujer -más joven que la hija-, que la autora va desmenuzando en las cuatro partes del drama con una claridad portentosa.
Welty no necesitaba demostrar nada. A sus 63 años, el dominio de la fluidez narrativa y el peso de sus observaciones eran tan sólidos que la novela parece ir gestándose ante nuestros ojos, confirmando, página a página, que los temas más atemporales y necesarios -así la muerte, la angustia de la soledad o la incomunicación…- pueden residir en historias tan banales o anónimas como la de esta crónica familiar.
Philip Roth, otro autor inmenso que comparte con Eudora Welty (y Saul Bellow) el haber sido publicado en vida por The Library of America, ha profundizado también en la naturaleza de estos duelos en títulos como Elegía; pero, en nuestra opinión, su pesimista mordacidad reduce la complejidad del alma humana, regodeándose en sus bajezas. No sucede así con Welty, más leal a sus criaturas literarias o tal vez un poco más comprensiva.
Priman los diálogos
Como en sus cuentos, los diálogos priman sobre las descripciones, y no faltan los elementos autobiográficos; por ejemplo, el cultivo de flores por parte de Becky, la madre de Laurel, o las referencias a la biblioteca del juez McKelva (“puede que no les importara realmente lo que leían, o no siempre; lo que verdaderamente les gustaba era el aliento vital que brotaba de aquellos libros”).
De regreso a su Mount Salus natal, en Mississippi, Laurel se verá en la necesidad de ajustar cuentas con el pasado y comprenderá que este “ya no puede ayudarme ni hacerme daño, no más que mi padre en su ataúd”, y seguirá adelante, con la inexcusable y noble promesa de “honrarlo y darle el trato que merece”. Su recapitulación le lleva, en fin -y pese a sus recelos iniciales-, a cargar sobre sus hombros con otro “equipaje de amor para la tierra” que le reconcilia con su difunto padre y con sus no siempre atinadas resoluciones.
La hija del optimista es una novela llena de humanidad y cariño, que ofrece lo mejor de la prosa de Welty, así como una síntesis de su ideario: el mejor favor que podemos hacer a los que ya no están es sobrevivirlos y seguir pensando en ellos, por mucho que haya quien, como Fay, se dejen llevar por una amnesia voluntaria, hija de su declarado oportunismo, o se resignen a la soledad. Para Welty, los recuerdos viven en “el corazón que puede vaciarse y llenarse de nuevo”; y el suyo fue, desde luego, lo suficientemente amplio para ampararlos a todos.
El hecho de que hoy celebremos su centenario confirma lo acertado que fue su planteamiento.
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NOTAS
(1) Puede leerse en España en la traducción de Miguel Martínez-Lage con el título La palabra heredada, Montesinos (1988).
(2) Cuentos completos. Lumen. Barcelona (2009). 992 págs. 28,90 €. T.o.: Complete Short Stories. Traducción: José Manuel Álvarez Flórez.
(3) La hija del optimista. Impedimenta. Madrid (2009). 232 págs. 19 €. T.o.: The Optimist’s Daughter. Traducción: José C. Vales.