En la actualidad, aproximadamente 100 países recurren al uso de la tortura y los abusos contra prisioneros, y todos ellos incorporan médicos en la ejecución de estas prácticas. A los profesionales sanitarios se les asignan diversas formas de participación: sugiriendo la manera de reducir al mínimo las cicatrices, certificando que los prisioneros sean aptos para resistir los abusos, vigilando los signos vitales durante el maltrato, o dando su aprobación para intensificar el ensañamiento.
Entre un tercio y la mitad de los sobrevivientes de torturas declaran haberlas sufrido bajo supervisión médica; un número que no incluye a los que no llegan a advertir la complicidad del médico y a aquellos cuya muerte, causada por la tortura, recibe sin embargo -voluntariamente o bajo coerción- la certificación clínica de muerte natural. El artículo de The Lancet denuncia que son muchos más los médicos que participan en torturas que los involucrados en programas de rehabilitación para el tratamiento de quienes han sufrido este tipo de abusos.
Puntos clave que deben revisarse
La Declaración de la Asociación Médica Mundial (WMA), aprobada en Tokio en 1975 y sometida desde entonces a varias revisiones, ha constituido una referencia sobre el tema. Este documento condena la participación médica en la tortura, en cualquier forma de trato cruel, inhumano o degradante, o en acciones que disminuyan la capacidad de la víctima para resistirlo. Se trata de un texto que sirve como modelo para muchos códigos médicos, y si bien la WMA lo ha actualizado en 2006, parece necesario volver sobre su redacción para clarificar en el futuro la conducta y los deberes de los médicos en los países donde se producen violaciones a la integridad física de los prisioneros. Los autores del artículo de The Lancet, Steven Miles, del Centro de Bioética de la Universidad de Minnesota, y Alfred Freedman, del New York Medical College, destacan cuatro puntos fundamentales para la revisión del código deontológico.
Primero -dicen-, ha de procurarse una definición autorizada de la tortura y de todo aquello que constituye un tratamiento cruel, inhumano y degradante. De este modo se podrá armonizar este código ético con las normas de derecho internacional y, en consecuencia, conformar la responsabilidad de los médicos con la misma legislación.
En segundo lugar, la revisión debería incorporar algunas iniciativas recientemente sancionadas por varias sociedades clínicas, como la de dar publicidad obligatoria al certificado de defunción en todos los casos en que muera un detenido y tal como dispone la Convención de Ginebra para los prisioneros de guerra, entendiendo que los certificados falsos o que no se publican ocultan la tortura.
La sanción contra un médico brasileño, cuya titulación fue suspendida por falsificar el certificado de defunción de una víctima de tortura, es precisamente uno de los contados ejemplos de exigencia de responsabilidad médica por estos abusos, así como el juicio contra veinte médicos nazis en los procesos de Nuremberg y la expulsión de seis miembros de la Sociedad Médica Chilena por su colaboración con el régimen de Pinochet.
El tercero de los puntos que según los articulistas de The Lancet debe tomar en cuenta la Declaración de Tokio es la recomendación de formas para establecer la responsabilidad profesional y criminal de los médicos por amparar vejámenes a prisioneros, sin que puedan sustraerse de esta obligación los que huyan del país en donde se cometieron los abusos e intenten luego obtener las licencias que les permitan ejercer la profesión en otra parte. Será necesario, además, extender tales responsabilidades a los psicólogos, enfermeras y otros profesionales sanitarios.
Finalmente, se señala que la Declaración debería poder ser entendida por cualquier persona con doce años de educación, pues la versión actual requiere de una formación superior para abordar los complejos términos en que está redactada.
Los autores concluyen que “la comunidad médica resulta clave en la campaña contra la tortura”, pues “los médicos y sus sociedades deben actuar responsablemente para promover la integridad de los prisioneros, el acceso a las prisiones, los medios para identificar el abuso, y para involucrar en el tema a la sociedad civil”.