Contrapunto
La resistencia, y no la rendición, es lo que siempre ha caracterizado al héroe. En cambio, el movimiento a favor de la eutanasia necesita presentar como héroes a quienes, aquejados de un dolencia sin curación, quieren arrojar la toalla en el ring de la vida. Son mostrados como casos ejemplares, precursores de otros muchos que podrían «morir con dignidad» si se despenalizara la eutanasia y se reconociera el suicidio asistido.
El último caso aireado por «El País» en estos días ha sido el de Madeleine Z., 69 años, aquejada de esclerosis lateral amiotrófica (ELA), que se quitó la vida el 12 de enero asistida por dos voluntarios de la asociación pro eutanasia «Derecho a Morir con Dignidad». La explotación periodística del caso ha seguido el recorrido habitual, pues la enferma estaba ya en contacto con el diario: noticia, relato de su decisión en un reportaje, entrevista, historia de su vida, editorial, ronda de preguntas a partidos políticos y reprimenda al gobierno por no tomar la iniciativa de despenalizar la eutanasia y responder así a una demanda social que se da por mayoritaria.
También Madeleine aseguraba que lo que iba a hacer es lo que otros enfermos incurables desearían poner en práctica: «Hay mucha gente como yo, pero no se atreven». ¿No se atreven? Más bien otros muchos se atreven a intentar vivir dignamente, dentro de sus condiciones limitadas.
Por eso es significativa la carta que Emilio Ferreres, presidente de la Asociación Valenciana de Esclerosis Lateral Amiotrófica, envió al citado diario al tercer día del ensañamiento mediático con la muerte de Madeleine. Nadie más indicado que otro enfermo de ELA para dar su opinión sobre el caso. «Estoy harto de que los héroes siempre sean los que ponen fin a su vida y no los que cada mañana nos levantamos y nos enfrentamos a la adversidad de la enfermedad. Yo padezco la misma dolencia (ELA) que Madeleine, soy joven, tengo hijos pequeños, mi afección la tengo en ambos brazos y cada día me doy cuenta de que voy perdiendo la capacidad de hacer cosas tan básicas como abrocharme un botón o coger una cuchara».
Pero en vez de sumar estas molestias para concluir que su vida de enfermo incurable es insufrible, «he buscado -dice- mi medicación en las pequeñas cosas que cada día todavía puedo hacer, como recibir un beso de mis hijos al irse a acostar por la noche, el olor de mi esposa y tantas cosas que sé que la enfermedad nunca podrá quitarme».
«Me duele -concluye Ferreres- que se magnifique y se relacione una discapacidad grave con la pérdida de la dignidad por vivir. ¿Y entonces para qué me vale mi lucha día a día? ¿Soy indigno? ¿Lo son aquellos que deciden vivir? Creo que el deber de los medios de comunicación, además de informar de hechos tan lamentables como el de Madeleine, también sería mostrar la tenacidad y la esperanza de miles de personas con una dependencia grave».
También cuando en 1998 se suicidó Ramón Sampedro -el tetrapléjico que durante años fue el caso emblemático del movimiento pro eutanasia- las asociaciones de Lesionados Medulares y Grandes Minusválidos publicaron un comunicado en el que manifestaban su respeto por las convicciones de Sampedro, pero aclaraban que «la gran mayoría de los discapacitados no sólo no las comparten, sino que muestran una actitud totalmente contraria a su pensamiento». La actitud de estos es «a favor de la vida y de la normalización socio-familiar de nuestro colectivo».
Frente a los que habían hecho una bandera de las ideas de Sampedro sobre la muerte digna, el comunicado afirmaba que «son únicamente opiniones muy particulares que no reflejan en absoluto las percepciones, sentimientos, intenciones e incluso objetivos que tiene globalmente nuestro colectivo».
En las declaraciones de Madeleine, que no sufría una invalidez total ni mucho menos, se advertía la resistencia a depender de la ayuda de otros, lo que ella identificaba con una pérdida de la dignidad. Pero si necesitar la ayuda de otros fuera indigno, ¿para qué se acaba de aprobar una Ley de Dependencia que confiere el derecho a recibir asistencia pública a toda persona que no puede valerse por sí misma?
Esta ley, aprobada con un consenso insólito, sí es una respuesta a una necesidad social, que facilitará la vida a los incapacitados y a sus cuidadores. Desde luego, exige un esfuerzo más solidario por parte de todos que el ayudar a suicidarse al que está cansado de la vida.
Ignacio Aréchaga