Benedicto XVI recibió el 9 de diciembre a los participantes en el Congreso promovido por la Unión de Juristas Católicos Italianos, que se ha celebrado en Roma, dedicado al tema: «La laicidad y las laicidades».
El origen del concepto de laicidad, dijo el Papa, indicaba «la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente ni al clero ni al estado religioso»; en la Edad Media tenía un significado «de oposición entre poderes civiles y jerarquías eclesiásticas y, actualmente, el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito de lo privado y de la conciencia individual. De este modo, al término laicidad se ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía al inicio».
Tras poner de relieve que la laicidad se entiende hoy como «separación total entre el Estado y la Iglesia, sin que esta última tenga derecho a intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos», así como la «exclusión de símbolos religiosos de los lugares públicos», Benedicto XVI señaló que en este contexto hoy se habla de «pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En la base de esta idea existe una concepción a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral: una concepción en la que no hay lugar para Dios, para un misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todos los tiempos y en todas las situaciones».
El Papa subrayó que es necesario «elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y su ley moral, a Cristo y a su Iglesia el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete la legítima autonomía de las realidades terrenas».
Benedicto XVI recordó que la Iglesia no puede intervenir en política, ya que «sería una injerencia indebida», pero por otra parte, «la sana laicidad -aseguró- conlleva que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, limitado al ámbito privado», sino que «debe ser reconocida como presencia comunitaria pública. Esto supone que a cada confesión religiosa -siempre que no sea contraria al orden moral y no suponga un peligro para el orden público- se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto».
No es laicidad sino laicismo, añadió, «la hostilidad a toda forma de relevancia política y cultural de la religión; a la presencia, en particular, de todo símbolo religioso en las instituciones públicas», así como impedir «a la comunidad cristiana y a quienes la representan legítimamente el derecho a pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y juristas».
«No se trata -prosiguió- de una indebida injerencia de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Como estos valores, antes que ser cristianos, son humanos, no dejan indiferente y silenciosa a la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el ser humano y sobre su destino».
El Papa concluyó haciendo hincapié en la necesidad de «hacer comprender que la ley moral que nos ha sido dada por Dios, y que se manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como fin oprimirnos, sino liberarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios, el hombre está perdido y que la exclusión de la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las mismas bases de la convivencia humana. Estas bases, antes de ser de orden social y político, son de orden moral».