Roma. Una fe radicada en la unión con Cristo, que se traduzca eficazmente en la vida cotidiana, personal y social, y que transmita el carácter positivo de la fe. Ese fue el hilo conductor del discurso «programático» que Benedicto XVI dirigió el pasado 19 de octubre al IV Congreso Nacional de la Iglesia en Italia, celebrado en Verona. Aunque la prensa se hizo eco sobre todo de las repercusiones políticas -en un país donde los católicos están presentes en las dos coaliciones mayoritarias y antagonistas que definen la vida política-, el alcance del discurso del Papa fue mucho más amplio. Y las ideas que contiene se podrían aplicar en buena medida también a otros países.
El clima cultural
Como en otras ocasiones, el Papa presentó al inicio un rápido análisis de la situación cultural de nuestra época. El panorama italiano se caracteriza, como en el resto de Occidente, por la fuerte incidencia de una ola cultural laicista e ilustrada, que considera racionalmente válido sólo lo que se puede experimentar y calcular. En el plano del comportamiento, se define por haber erigido a la libertad individual como valor supremo. Se encierra a la ética en los confines del relativismo y del utilitarismo, pues se excluye todo principio moral que sea válido y vinculante. En ese esquema, Dios no tiene sitio ni en la cultura ni en la vida pública.
En la aplicación práctica de ese planteamiento, sin embargo, se acaba reduciendo al hombre a un simple producto de la naturaleza. Al final, se elimina de hecho lo que era el fundamento de esta visión del mundo: la reivindicación de la centralidad del hombre y de su libertad. «No es difícil ver que este tipo de cultura representa un corte radical y profundo no sólo con el cristianismo sino, más en general, con las tradiciones religiosas y morales de la humanidad». Una consecuencia es su incapacidad para establecer un verdadero diálogo con otras culturas, en las que la dimensión religiosa está fuertemente presente. Tampoco sabe responder a las preguntas esenciales sobre el sentido de la vida.
Deseo de esperanza
Esta corriente cultural muestra, por tanto, una profunda carencia y también un gran deseo de esperanza, que inútilmente se intenta disimular. El Papa observó que esta crisis -el peligro que supone romper con las raíces cristianas de nuestra civilización- ha sido advertida explícitamente por «muchos e importantes hombres de cultura, incluso entre aquellos que no comparten o practican nuestra fe». Y aquí cabe recordar los debates públicos que el entonces cardenal Ratzinger mantuvo con algunos de esos intelectuales.
La conclusión a la que llega el Papa después de ese breve análisis no es pesimista, pues sostiene que se trata de una situación propicia para que la Iglesia renueve su dinamismo. «Nos toca a nosotros -no con nuestras pobres fuerzas, sino con la fuerza que viene del Espíritu Santo- dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas e interrogativos de nuestra gente». Es un servicio que la Iglesia puede prestar no solo a Italia, sino al mundo entero.
Benedicto XVI no ofreció recetas ni tácticas sobre cómo articular el testimonio cristiano en los diversos ámbitos de la vida humana. Pero sí manifestó que es preciso que se haga visible el gran «sí» que supone la fe, «el gran ‘sí’ que Dios, en Jesucristo, ha comunicado al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia». Debe emerger que «la fe en el Dios de rostro humano trae la alegría al mundo. El cristianismo, en efecto, está abierto a todo lo que de justo, verdadero y puro hay en las culturas y en las civilizaciones, a todo lo que atrae, consuela y fortalece nuestra existencia».
El ejemplo de los primeros cristianos
Esa actitud no equivale a un simple adaptarse a las culturas, ya que siempre hará falta una labor de purificación, de saneamiento y maduración. En el plano intelectual es necesario, concretamente, «ampliar los espacios de nuestra racionalidad, volverla a abrir a las grandes cuestiones de la verdad y del bien». Y como el hombre no es sólo razón e inteligencia, es preciso también hacer patente el sentido del amor y del dolor. Recordando a Juan Pablo II, Benedicto XVI dijo que ante el poder del mal y del pecado, Dios no opone un poder más grande sino que «prefiere poner el límite de su paciencia y de su misericordia, un límite que es, en concreto, el sufrimiento del Hijo de Dios».
Poner en práctica la fe no es siempre fácil, e incluso puede resultar controvertido. Pero esos obstáculos no son una razón para el desánimo: «al contrario, debemos estar siempre preparados para dar respuesta (apo-logía) a quien nos pregunte por la razón (logos) de nuestra esperanza (…). Y debemos hacerlo en todos los frentes, en el campo del pensamiento y de la acción, de los comportamientos personales y del testimonio público». Para ilustrarlo, el Papa se refirió a la vida de los primeros cristianos. La primera gran expansión misionera del cristianismo en el mundo greco-romano fue posible gracias a «la fuerte unidad que se realizó, en la Iglesia de los primeros siglos, entre una fe amiga de la inteligencia y una praxis de vida caracterizada por el amor recíproco y por la atención solícita por los pobres y los que sufren».
Educar la inteligencia y la libertad
La unidad entre verdad y caridad sigue siendo, también en nuestra época, el camino para la evangelización. En este contexto, resaltó la importancia de la educación de la persona, tanto de la inteligencia como de la libertad y de la capacidad de amar, sin olvidar el recurso a la gracia de Dios. Solo así se podrá hacer frente al riesgo del desequilibrio entre el rápido crecimiento de nuestro poder técnico y el crecimiento, mucho más fatigoso, de nuestros recursos morales.
Una educación verdadera tiene necesidad de «despertar la valentía por las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que mortifica nuestra libertad, pero que -en realidad- son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para hacer madurar el amor en toda su belleza: es decir, para dar consistencia y significado a la misma libertad».
Desde esa perspectiva, añadió el Papa, es como se entienden los «no» de la doctrina de Cristo frente a «formas débiles y desviadas del amor o falsificaciones de la libertad», o intentos de reducir la razón sólo a los que es calculable y manipulable. «En realidad, estos ‘no’ son más bien ‘sí’ al amor auténtico, a la realidad del hombre tal y como ha sido creado por Dios».
En la vida pública
La última parte del discurso lo dedicó al testimonio de la caridad y a la responsabilidad civil y política de los católicos. Para los cristianos, la caridad no es simple beneficencia: «la caridad de la Iglesia hace visible el amor de Dios en el mundo y hace así convincente nuestra fe en el Dios encarnado, crucificado y resucitado». Sobre las formas organizadas de caridad, el Papa subrayó la importancia de que mantengan su perfil específico, libre de sugestiones ideológicas y de simpatías partidistas.
El pasaje más destacado por la prensa fue el que dedicó a la acción civil y política de los católicos, tema recurrente en la actualidad política desde que hace más de un decenio se abandonara en Italia el concepto de unidad política de los católicos en un mismo partido (Democracia Cristiana). El Papa subrayó que la Iglesia «no es y no quiere ser un agente político. Al mismo tiempo, tiene un interés profundo por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia». La razón es que «Cristo ha venido a salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad, y por tanto el cristianismo y la Iglesia, desde el comienzo, han tenido una dimensión y un valor también públicos».
Con la distinción y autonomía recíproca entre Estado e Iglesia, entre lo que es del César y lo que es de Dios, Jesucristo ha traído una novedad sustancial a las relaciones entre religión y política, que ha abierto el camino hacia un mundo más humano y más libre. La libertad religiosa, «que advertimos como un valor universal, particularmente necesario en el mundo de hoy», tiene su raíz histórica en esa distinción.
Cuestiones no negociables
La contribución específica de la Iglesia en este campo se expresa en un doble nivel: por un lado, la doctrina social, argumentada a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano, que contribuye a que se pueda identificar eficazmente lo que es justo, de modo que pueda ser después realizado; y por otro, la atención por la formación de las conciencias, pues son necesarias «energías morales y espirituales que permitan anteponer las exigencias de la justicia a los intereses personales, o de una categoría social o incluso de un Estado».
Así pues, «la tarea inmediata de actuar en el ámbito político, para construir un orden social justo en la sociedad, no es de la Iglesia como tal, sino de los fieles laicos, que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad». El Papa señaló algunos campos que requieren una especial atención y trabajo: la guerra, el terrorismo, la lucha contra el hambre, la sed y algunas epidemias. Añadió que es preciso hacer frente, con la misma determinación y claridad de intenciones, al «peligro de decisiones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos radicados en la naturaleza del ser humano». Mencionó concretamente las que se refiere a la «tutela de la vida en todas sus fases, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada sobre el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, ofuscando su carácter peculiar y su papel social insustituible».
Guía de navegación
La única referencia por así decir «interna» a la vida de la Iglesia la hizo al final del discurso. Además de insistir en que para un cristiano lo esencial es su unión con Cristo, dijo que es preciso «resistir a la ‘secularización interna’ que amenaza a la Iglesia de nuestro tiempo, como consecuencia de los procesos se secularización que han marcado profundamente la civilización europea».
Si se consideran por separado cada uno de los temas abordados en el discurso, la intervención del Papa no ha presentado «novedades», pues son contenidos de los que ya ha hablado en otras ocasiones, y que incluso ha desarrollado durante años. Tal vez la novedad está en la abundancia y la conexión de las cuestiones entre sí: un elenco que convierte a este discurso en una especie de cuaderno de navegación que guiará la actividad de la Iglesia en Italia durante los próximos años. Y que ofrece, sin duda, orientaciones significativas para otros países.
Diego Contreras