Benedicto XVI ante el Encuentro Mundial de las Familias

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El término «familia» sirve hoy para englobar fenómenos tan distintos como el matrimonio de padre y madre con hijos, las parejas no casadas, las familias recompuestas tras un divorcio, la maternidad en solitario o las parejas homosexuales. ¿Cualquiera da lo mismo? Sin duda, en toda sociedad habrá siempre distintas situaciones familiares, arreglos y desarreglos fruto de vicisitudes personales, a veces provocadas, otras padecidas. Pero existen ya suficientes datos y experiencias para observar que determinados modelos de familia contribuyen a estructurar la sociedad, mientras que otros son fuente de problemas.

Por eso, un evento como el Encuentro Mundial de las Familias con el Papa Benedicto XVI no es solo una celebración festiva y emocionante. Es también un medio para relanzar un modelo de familia, que la Iglesia y la sociedad necesitan. En la convocatoria del Encuentro, el Papa habla del bien inestimable de «la familia, fundada sobre el matrimonio», y subraya que «de acuerdo con los planes de Dios, el matrimonio y la familia son insustituibles y no admiten otras alternativas».

Hoy día en que lo «alternativo» reivindica sus derechos, esto puede sonar a excluyente. Sin embargo, es solo la consecuencia de una elevada concepción del matrimonio y de la familia. Si la unión entre hombre y mujer se entiende solo como un «vamos a ver si esto funciona» y no como un amor para siempre; si los hijos son un extra optativo; si no se está dispuesto a sacrificar ninguna aspiración individual en bien de la familia, se comprende que para muchos hoy el matrimonio sea solo una formalidad prescindible, no mejor que la mera cohabitación sin compromiso.

Pero la idea del matrimonio que propugna la Iglesia católica, hoy por boca de Benedicto XVI, es bien distinta. Frente a la fragilidad del compromiso, en una sociedad reacia a los lazos duraderos y exclusivos, el Papa hace un llamamiento al amor total, sin reservas. Hablando del matrimonio en su libro «Dios y el mundo», decía: «La vida humana no es un experimento, ni un contrato de arrendamiento, sino la entrega del uno al otro. Y la entrega de una persona a otra solo puede ser acorde con la naturaleza humana si el amor es total, sin reservas».

En una sociedad acostumbrada al «si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero», esto suena a inversión arriesgada, sin fondo de garantías. Pero quizá sea el camino más seguro para lograr ese amor auténtico al que todos aspiramos. En su encíclica «Dios es amor», Benedicto XVI habla de esas dos facetas del amor: «eros» (deseo) y «agapé» (donación), que debe haber siempre en el matrimonio. Aunque el «eros» inicialmente es sobre todo deseo, explica el Papa, a medida que se acerque a la otra persona se centrará siempre menos sobre sí mismo, buscará cada vez más la felicidad del otro, se entregará y deseará «ser» para el otro: así se adentra en él y se afirma el momento del «agapé».

Esta superación del individualismo no es un ideal etéreo e inalcanzable, sino una aspiración muy humana. El sociólogo Zygmunt Bauman, que ha estudiado precisamente lo que llama el «amor líquido», la fragilidad de los vínculos humanos en el mundo de hoy, comentaba a propósito de la encíclica de Benedicto XVI: «Agapé, es decir, el verdadero amor, aquel que todos soñamos y del que todos tenemos necesidad para sentirnos salvados en un mundo caracterizado por su inseguridad, no puede ser más que altruista e incondicionado. Por ambas partes. Y el esfuerzo para llegar a esto tiene que partir siempre de mí. Es lo contrario de lo que sucede tantas veces hoy, cuando se vive con el temor de que el otro decida romper el lazo unilateralmente, porque no se considera satisfactoria la relación o simplemente porque se quiere experimentar emociones nuevas».

Ese amor incondicionado se proyecta naturalmente en los hijos. Y cuando hay un déficit de fecundidad es señal de que una sociedad está en declive, porque no mira el futuro con esperanza. Paradójicamente, son las sociedades más ricas las que invierten menos en hijos. La fecundidad media de la Unión Europea es de 1,5 hijos por mujer, en ningún país miembro la tasa alcanza el nivel de sustitución de las generaciones (2,1 hijos por mujer), y en diez -entre ellos España- está por debajo de 1,3. La Comisión Europea empieza a ver las orejas al lobo, aunque solo sea por el futuro de las pensiones, y los gobiernos están aprobando medidas que favorezcan la natalidad.

Pero no solo hay que adoptar una política pro familia por motivos económicos, sino también porque lo exige la propia dignidad humana. Por eso, al dirigirse hace unos meses a un grupo de quinientos parlamentarios del Partido Popular Europeo, el Papa señalaba tres principios «innegociables» que los católicos deben defender en la vida pública:

— «protección de la vida en todas sus fases, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural»;

— «reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa frente los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a desestabilizarla, oscureciendo su carácter particular y su papel social insustituible»;

— «la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos».

Son tres ámbitos en los que hoy el debate público se agudiza. Pero, junto a la acción ciudadana, también hay que cambiar de mentalidad, como advierte Benedicto XVI: «Hay una extraña desgana de futuro. A los hijos, que son el futuro, se los ve como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de nuestra vida. No se los percibe como una esperanza, sino como una limitación».

Frente a esta desgana, este Encuentro Mundial de las Familias se centra en la «transmisión de la fe», que empieza por la transmisión de la vida. Es un llamamiento a la esperanza. Las formas de familia pueden ser muy variadas, pero solo tendrán futuro las que puedan influir en la sociedad con sus hijos y con un modelo de vida atractivo.

Ignacio Aréchaga

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