Semblanza
El 20 de mayo en París, a los 92 años, moría serenamente durante el sueño Paul Ricoeur, uno de los filósofos más grandes del siglo XX. Moría como él había querido, sin sufrimientos traumáticos, sin perder la conciencia. Y, también como él había querido, su muerte se hizo pública sólo después de que se celebraran sus funerales en la parroquia protestante. Quería que la ceremonia religiosa conservase una atmósfera de intimidad y de contemplación.
Paul Ricoeur nació en 1913 en Valence (Francia) en el seno de una familia protestante, aunque perdió a sus padres muy pronto. Ya desde joven, e impulsado por su profesor Roland Dalbiez, presintió la vocación filosófica y decidió seguirla. Su carrera académica fue interrumpida por la II Guerra Mundial. Movilizado en 1939, fue hecho prisionero al año siguiente y así pasó el resto de la guerra.
Posteriormente comenzó su ascenso en la filosofía. Profesor de filosofía general en la Sorbona en 1965, se trasladó después a la joven Facultad de Letras de la Universidad de Nanterre, en la que llegó a ser decano en 1969. Ese momento, sin embargo, marcó el comienzo de una época muy difícil en su vida. La violencia generada por el mayo del 68 le llevó a dimitir en 1970 y algunos ataques provenientes de la «intelligentsia» francesa (una acusación de plagio por parte de Lacan, su derrota frente a Foucault en la elección a miembro del Colegio de Francia) le condujeron prácticamente a un exilio en los Estados Unidos. Recaló en la Universidad de Chicago, donde recibió una acogida cálida y respetuosa que le permitió rehacer su vida y empezar una nueva carrera hasta el punto de que afirmó que «enseñar en Estados Unidos ha salvado mi vida, literalmente». Posteriormente, su pensamiento y su figura volvieron a tener prestigio en Francia y en todo el mundo, prestigio que se incrementó progresivamente hasta su muerte (recibió más de 30 doctorados «honoris causa»).
Si bien resulta relativamente sencillo hacer una memoria biográfica de su vida, sintetizar su empresa intelectual es mucho más difícil. Ricoeur no sólo no se adscribió de manera definida a una escuela de pensamiento, sino que evolucionó y afrontó temas muy diversos a lo largo de su dilatada vida, amén de que parte de su pensamiento está escrito en diálogo y en respuesta a las obras de otros autores. Hay, sin embargo, algunos puntos firmes que sí se pueden resaltar.
Fue, ante todo, un discípulo directo del filósofo personalista Emmanuel Mounier, llegando a vivir en la comunidad que él creó y participando activamente en la revista «Esprit». Más adelante, sin embargo, se distanció del personalismo al estimar que había agotado su periplo intelectual, aunque dejaba como legado la noción de persona. Por eso, su relación posterior con los pensadores personalistas fue algo ambigua; no se adscribió expresamente a esa corriente pero estuvo siempre muy cercano a ellos tanto intelectual como vitalmente (fue, por ejemplo, presidente del comité científico de la revista personalista más importante de Italia). Estuvo también muy influido por el existencialismo cristiano de Gabriel Marcel, por Karl Jaspers y por la fenomenología de Husserl, que se convirtió en su método básico de acceso a la realidad.
Su etapa de creación intelectual se inició con una poderosa meditación sobre lo voluntario y lo involuntario, que se amplió después al tema del mal, uno de las cuestiones que le inquietaron continuamente a lo largo de su vida. De aquí surgió uno de sus textos más importantes: «Finitud y culpabilidad» (1960). Posteriormente comenzó a reflexionar sobre el inconsciente y el psicoanálisis; pero, sobre todo, inició su gran meditación sobre la hermenéutica, bajo la influencia de Gadamer, que le llevó a elaborar algunos de sus textos más relevantes como «El conflicto de las interpretaciones» (1970).
A partir de esa fecha, comienza a hacerse ya visible la influencia americana que le condujo a una extensión o aplicación de la hermenéutica al lenguaje cotidiano, en la línea de Austin y Searle, dando lugar a su obra principal «Tiempo y relato», 3 vols. (1983-1985) en la que afronta una amplia temática: cuestiones lingüísticas, la huella que el pasado deja en nosotros, el conocimiento histórico. Quizás, de todos modos, su aportación más importante es su noción de «identidad narrativa»: «yo soy lo que yo me cuento», mi identidad no se me da automáticamente, no la puedo conocer sin la intermediación de las palabras, que la inventan y al mismo tiempo la descubren.
En los años posteriores, realizó una fecundísima labor: dio a conocer en Francia a relevantes filósofos políticos norteamericanos como John Rawls y Michael Walzer, realizó estudios sobre Harendt, Freud, Lévinas, Taylor, publicó sobre temas teológicos, desarrolló su pensamiento ético, etc. Pero su última gran obra, sin lugar a dudas, es su difícil libro «Soi-même comme un autre» (1990), un poderoso intento de elaborar una ontología de la persona.
Todas estas referencias no son, sin embargo, más que meros apuntes de una obra inmensa que incluso Derrida temía sintetizar. A nosotros nos queda la tarea de analizar, decantar y asimilar este poderoso legado, permeado todo él de una poderosa tensión ética y de una pasión sincera por la filosofía con mayúscula, dos de los rasgos más significativos de este insigne pensador a quien tuve el honor de conocer en Nápoles hace ya algunos años.
Juan Manuel BurgosPresidente de la Asociación Española de Personalismo