Recordando a Juan Pablo II
Juan Pablo II se adentra ya en la historia y se están multiplicado los comentarios, las reflexiones y los análisis que pretenden dejar constancia del hecho que impresionó en su día, que cambió una existencia o que, simplemente, se desea remarcar. A mí me gustaría resaltar una cualidad que me parece fundamental: su increíble capacidad de innovación, de abrir nuevos caminos, incluso de sorprender.
Para encontrar la raíz más honda de esta actitud creo que hay que retrotraerse hasta los años de su formación juvenil que, además, suponen en sí mismos una novedad. En efecto, Juan Pablo II, a diferencia de sus predecesores, fue un hombre de extracción secular. Transitó por la existencia como uno de nosotros aunque sus experiencias juveniles fueron probablemente más intensas: actor en una compañía juvenil que se reunía en secreto debido a la ocupación nazi, obrero para eludir los trabajos forzados en la empresa Solvay, estudiante de un seminario clandestino. El resultado de todo ello fue un alma de dureza diamantina veteada por una poderosa sensibilidad que se expresará en poesías hondas y hermosas, con fuerte carga intelectual. Escribe, por ejemplo, rememorando su vida como obrero: «Escucha el ritmo constante de los martillos, tan conocido, / yo lo proyecto en los hombres, para probar la fuerza de cada golpe. / Escucha. Una descarga eléctrica corta el río de piedra, / y en mí crece un pensamiento de día en día, / que toda la grandeza del trabajo está dentro del hombre».
Esta raíz, junto con sus prodigiosas dotes naturales de inteligencia y carácter, será la fuente de su tremenda capacidad innovadora, que pondrá completamente a disposición de Cristo.
Comencemos por su pensamiento. Juan Pablo II fue, en primer lugar, un filósofo profesional con un profundo conocimiento del pensamiento moderno (Buber, Ingarden, Lévinas, Ricoeur) y, en especial, de Hume, Kant y Scheler. Pero no se detuvo ahí; fue uno de los principales personalistas del siglo XX, capaz de crear la novedosa escuela de ética de Lublin y de escribir «Persona y acción», uno de los más importantes tratados de antropología del siglo XX en el que se plantea una revisión global del sistema tomista a la luz de la perspectiva personalista. Escribe, en efecto, en el prólogo de esa obra que se trata de un «planteamiento del problema completamente nuevo en relación a la filosofía tradicional ( ) que me ha empujando a emprender un intento de reinterpretación de algunas fórmulas características de toda esta filosofía». Esta obra fue publicada en 1969, siendo cardenal, un hecho realmente inusual, pero quizás lo es todavía más que, siendo ya Papa, publicara su deslumbrante investigación de antropología teológica, «Hombre y mujer los creó», en la que, a partir de una elaborada hermenéutica bíblica, desarrolla su originalísima teología del cuerpo que ha alimentado desde entonces la reflexión personalista sobre la condición del hombre y de la mujer.
Pero dejemos por ahora el mundo del pensamiento y avancemos hacia la acción. Aquí brilla de nuevo por su capacidad de romper moldes, cualidad que se asienta, como decíamos, en su profundo poso secular. Los viajes apostólicos son una primera muestra. La ruptura del aislamiento vaticano iniciada por Pablo VI, fue secundada por Juan Pablo II con una potencia tan abrumadora que le llevó a todos los rincones del planeta, siendo el hombre del siglo XX que más personas han visto con gran diferencia. Esos viajes han supuesto una enorme novedad: el acercamiento del Papa a todos aquellos que deseaban verlo y la magnificación, globalización y universalización de la figura del papado, algo que si bien está en su entraña teológica, nunca hasta ahora se había actualizado de una manera tan impresionante. La continuación de esos viajes en la vejez, a pesar de tremendos problemas físicos, dejó claro cuál era el motor que le impulsaba: su afán apostólico y el hecho tan simple de que -fue la respuesta que dio a un niño italiano que le preguntó por qué viajaba- «il mondo non è tutto qui» (el mundo no está todo aquí).
Pero no sólo viajó, también hizo viajar. El número de sínodos y de reuniones episcopales que promovió y a las que asistió es también asombroso. Cabría pensar que este activismo no era otra cosa que la manifestación de una energía incontenible, pero sería un craso error. Todas sus iniciativas fueron decisiones muy meditadas y con una profunda carga intelectual y teológica. En este caso, su designio era muy concreto: fomentar el espíritu de colegialidad auspiciado por el Concilio Vaticano II. Por eso -entre otros motivos, lógicamente- reunió a los obispos de los cinco continentes: para que se conocieran y pudieran vivir, de hecho, la colegialidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica y el nuevo Código de Derecho Canónico (el occidental y el oriental: otra novedad dentro de la novedad), son otras dos de sus grandes creaciones. El espíritu es el mismo: edificar la obra del Concilio Vaticano II. El nuevo Catecismo, como es conocido, no es otra cosa que la traslación doctrinal abreviada del Concilio Vaticano II y, del mismo modo, el nuevo Código es el magno proyecto que sustituye al anterior, una vez que la eclesiología de este último fue superada por la «Lumen gentium». Si nos adentramos en el terreno magisterial, la tendencia continúa, en primer lugar, con un cambio de perspectiva. Sin abandonar la necesaria defensa de la fe, el magisterio papal se desprendió definitivamente de una actitud temerosa y defensiva, fuente segura de apocamiento mental, para convertirse en una dínamo generadora de ideas para la inteligencia cristiana llegando, en ocasiones, incluso a ser fuente -no simplemente norma- de la teología. Junto a la perspectiva se innova también en los temas: Juan Pablo II ha escrito más sobre la familia que todos sus predecesores juntos, y con más profundidad (recordemos la «Familiaris consortio»); también ha producido una reflexión novedosa, incluso desde un punto de vista lingüístico, sobre la mujer («Mulieris dignitatem»), el capitalismo, la sociedad contemporánea y la solidaridad, el arte («Carta a los artistas»), los derechos humanos, la dignidad de la persona.
Pero todo esto, y aquí está la increíble grandeza de este Papa, no son más que unos pocos ejemplos de una lista que podría hacerse interminable. Pensemos en el enorme número de beatificaciones, fruto de la convicción de que debían actualizarse y diversificarse los modelos de santidad para hacerlos accesibles y atractivos al hombre contemporáneo; en su abierta relación con los medios de comunicación que ha superado por completo antiguas actitudes de secretismo por parte de la Santa Sede; en su obra literaria que incluye nada menos que un texto poético, «Tríptico romano», en el que se permite el lujo suavemente irónico de imaginar el cónclave que tendría lugar a su muerte; su increíble actividad ecuménica que le ha llevado, haciendo añicos barreras de siglos, a acercarse humildemente a todos los líderes religiosos que lo han deseado; su petición de perdón por los errores de la Iglesia, un difícil ejercicio de examen y de purificación colectiva que incluso muchos católicos han tenido dificultades en asimilar. Por modificar, ha modificado hasta el Rosario.
Me detengo ya para no agotar al lector. Es necesaria, sin embargo, una última reflexión, una somera referencia a lo que Juan Pablo II no ha cambiado: la posibilidad de que las mujeres accedan al sacerdocio, la doctrina moral de la Iglesia, los dogmas cristianos. Juan Pablo II no ha modificado en un ápice estos fundamentos por una cuestión muy sencilla: la necesidad de preservar la identidad. Ser cristiano significa poseer una identidad, y tener una identidad es tener límites. Los límites marcan lo que se es y, al mismo tiempo y por fuerza lo que no se es. Una identidad rica, como la cristiana, puede ampliar esos límites, adaptarlos, enriquecerlos, modernizarlos; pero su flexibilidad no es infinita. Los límites no se pueden cambiar de manera radical sin causar inevitablemente la dramática pérdida de la identidad. Y la línea roja que marca los lugares no manipulables la constituyen precisamente la fe y la moral cristianas. Si Juan Pablo II hubiera traspasado esas fronteras, tanto él como nosotros habríamos perdido nuestra identidad, pero eso, afortunadamente, es algo que no ha sucedido y que, de acuerdo con la fe de la Iglesia, nunca sucederá.
Juan Manuel Burgos____________________Juan Manuel Burgos es presidente de la Asociación Española de Personalismo.