Las raíces cristianas de Europa, las pretensiones del laicismo y los desafíos éticos que presentan los avances biomédicos fueron algunos temas de un coloquio entre el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y el historiador Ernesto Galli della Loggia, catedrático de la Universidad de Perugia y columnista habitual del diario «Corriere della Sera». Ofrecemos algunos pasajes del diálogo, que tuvo lugar el pasado 25 de octubre (1).
Joseph Ratzinger. El pasado mes de enero mantuve un diálogo con Habermas, el filósofo considerado en el mundo de lengua alemana como la quintaesencia del laico. Unos dos años antes había afirmado, ante la sorpresa de sus admiradores, que para un laico es muy conveniente estar atento a la sabiduría que se esconde en las tradiciones religiosas. Para él mismo había sido un descubrimiento. El mundo se encuentra en una situación en la que nos conviene movilizar todas las fuerzas morales para conseguir establecer una convivencia pacífica. Existen muchas posibilidades positivas, muchas esperanzas, pero también muchas amenazas y peligros.
El poder del hombre ha crecido hasta un límite inimaginable hace pocos años. Un poder que alcanza incluso a la posibilidad de la destrucción del propio planeta y que ha llegado hasta las raíces de nuestro ser: el hombre es capaz de producir el hombre en un laboratorio. El hombre no se ve ya como un don de la naturaleza, de Dios, sino que se convierte en un producto que se puede fabricar; y cuando se puede fabricar, se puede también destruir y sustituir con otras cosas.
Debemos añadir que con esta capacidad de producir no ha crecido igualmente nuestra capacidad moral. Esta me parece que es la fórmula más precisa para expresar el dilema de nuestro tiempo: el desequilibrio entre poder técnico (poder de hacer) y la capacidad de actuar con principios que garanticen la dignidad del hombre y el respeto de la criatura, del mundo.
Un vacío de identidad
Ernesto Galli della Loggia. Me parece que es posible encontrar un hilo conductor que une muchos aspectos de la situación actual. Se podría comenzar con la hipótesis de que la globalización marca un momento de crisis y ruptura de la secularización. Es decir, del proceso que Europa vive desde hace doscientos años y que ha visto la sustitución de la fe religiosa como orientación y guía para la mayor parte de los habitantes de una sociedad. Esta identificación religiosa se ha ido erosionando poco a poco y se ha sustituido por otras dos identificaciones: la ideológica y la nacional. Hoy, sin embargo, si no me equivoco, la globalización marca un proceso de desmoronamiento de estos dos sustitutos. En nuestras sociedades se está creando un gran vacío de identidad, y es precisamente el mundo político democrático el que reacciona con mayor dificultad: la identidad se siente como algo peligroso, ya que contrasta con la tensión universalista del pensamiento democrático.
Existen muchos aspectos que se pueden reconducir a ese vacío de identidad. Cito solo uno, porque me parece el más importante: el rápido y prepotente emerger de la temática de los derechos humanos como única posible señal de identidad de los pueblos de Occidente. No es una coincidencia que la Unión Europea se defina en su Constitución como un sujeto político que existe precisamente para sostener los derechos humanos; que su sustancia ideológica está en los derechos humanos, no en la democracia. Quizás es preciso preguntarse de dónde proceden los derechos humanos, pero me parece que se ha evitado formular esta cuestión porque existiría el problema, históricamente irrebatible, de que los derechos humanos nacen en el ámbito de la cultura y de la civilización judeocristiana. Pero esto no se puede decir, ya que el judaísmo y el cristianismo son religiones, y se ha decidido por mayoría que sería inoportuno. Así, según esta lógica, los derechos humanos existen prescindiendo de todo elemento fundante. Se bastan a sí mismos: son, de por sí, una identidad.
Habermas ha hablado muchas veces de «patriotismo constitucional», para contraponerlo al «patriotismo de los valores», fundado sobre valores de tipo histórico. Me parece que estamos ante algo que se parece al «patriotismo constitucional», a una identidad radicada en los procedimientos. El problema es que los otros protagonistas de la escena internacional no creen que los derechos humanos sean «procedimentales». Piensan, por el contrario, que son fruto de la cultura de Occidente; con mucha frecuencia, sobre todo en las sedes internacionales, ven en los derechos humanos un instrumento del imperialismo ideológico de Occidente.
La conciencia como pura subjetividad
Joseph Ratzinger. El puro positivismo de los derechos humanos como tal no puede ser, en ningún sentido, la última palabra. Tal vez sea suficiente para una Constitución, pero para nuestro debate cultural humano, para nuestro encuentro con las demás culturas, es insuficiente. Este positivismo es, sin embargo, solo la fachada de un dilema más profundo. Como no existen ya grandes inspiraciones para nuestros grandes principios éticos, para la dignidad humana, se llega al positivismo. De hecho, también el «patriotismo constitucional» de Habermas es positivismo. En nuestro debate dijo que la Constitución de por sí produce moralidad. Pero eso no es verdad: tiene necesidad de fuerzas que la precedan. Tenemos que reencontrar y despertar estas fuerzas.
El relativismo puede aparecer como algo positivo, en cuanto invita a la tolerancia, facilita la convivencia entre las culturas, reconocer el valor de los demás, relativizándose a uno mismo. Pero si se transforma en un absoluto, se convierte en contradictorio, destruye el actuar humano y acaba mutilando la razón. Se considera razonable solo lo que es calculable o demostrable en el sector de las ciencias, que se convierten así en la única expresión de racionalidad: lo demás es subjetivo. Si se dejan a la esfera de la subjetividad las cuestiones humanas esenciales, las grandes decisiones sobre la vida, la familia, la muerte, sobre la libertad compartida, entonces ya no hay criterios. Todo hombre puede y debe actuar solo según su conciencia.
Pero «conciencia», en la modernidad, se ha transformado en la divinización de la subjetividad, mientras que para la tradición cristiana es lo contrario: la convicción de que el hombre es transparente y puede sentir en sí mismo la voz de la razón fundante del mundo. Es urgente superar ese racionalismo unilateral, que amputa y reduce la razón, y llegar a una concepción más amplia de la razón, que está creada no solo para poder «hacer» sino para poder «conocer» las cosas esenciales de la vida humana.
Con derechos por ser humanos
El profesor Galli della Loggia ha mencionado la cuestión de si el derecho natural puede ser una respuesta a este problema. Sabemos bien que el mundo de hoy está convencido de que no. Para la Iglesia, la visión de un derecho natural, inscrito en la misma criatura humana, era el medio para poder dialogar con cuantos no comparten la fe. Ahora, incluso el concepto de naturaleza se ha reducido a lo puramente empírico, a lo que se puede observar con la ciencia. Por tanto, «naturaleza» no indica ya nada de lo que es específicamente humano.
Quizás nos puede ayudar tener presentes dos hechos de la época moderna con los que el concepto de derecho natural, que viene de la antigüedad, renació y se reforzó. El primero fue el descubrimiento de América: ¿estas gentes, que no están bautizadas, tienen derechos o no? ¿Hay que respetarlos como sujetos de derecho, o al estar fuera de nuestra esfera no tienen derechos y podemos hacer lo que queramos? Al final, en medio de muchas dificultades, venció la postura de considerar que sí tienen un derecho porque son personas humanas, y como tales tienen el derecho inscrito en su ser humano. Esta no era una doctrina occidental, sino justamente la defensa de los no occidentales contra Occidente.
El segundo hecho fue la división de las confesiones en Europa: había que buscar entre los Estados la paz no solo jurídica sino también moral. Se comprendió que, aunque en la fe estábamos divididos, compartimos la naturaleza humana, que indica comportamientos morales fundamentales. Pienso que no debería ser tan imposible comprender que no es una invención católica, sino la respuesta a los desafíos del ser humano: el reconocimiento de que el hombre, antes de todas las constituciones, tiene derechos; que el Derecho debe conformarse a los derechos y no los derechos a la Constitución. Me parece de gran importancia esta constatación con el fin de volver a ganar un concepto comprensible y aceptable que pueda ser la plataforma para una visión ética común.
Llego ahora al problema de si la tradición cristiana es compatible con el concepto de libertad desarrollado en la modernidad, en el laicismo. Pienso que es muy importante superar un malentendido concepto individualista para el cual solo existe, como portador de libertad, el sujeto, el individuo. Es un planteamiento equivocado desde el punto de vista antropológico porque el hombre es un ser finito, un ser creado para convivir con los demás. En consecuencia, su libertad debe ser necesariamente una libertad compartida, de modo que se garantice para todos la libertad. Eso supone la renuncia a la absolutización del «yo» e implica la existencia del derecho común, de la autoridad. Es un gran error considerar la autoridad como enfrentada a la libertad. En realidad, una autoridad bien definida es la condición de la libertad.
El discurso público no puede prescindir de la verdad
Ernesto Galli della Loggia. El cardenal Ratzinger ha citado el antiguo antagonismo entre iusnaturalismo y positivismo, que está en el núcleo de la reflexión del liberalismo desde hace dos siglos. Antes de referirme a ello, quisiera subrayar por qué hoy existe interés por estas cuestiones, también por parte de quien tiene la etiqueta de «laico». Pienso que el vacío de identidad, al que antes me refería, lleva a considerar el papel constante que el hecho espiritual ha tenido en la construcción de la identidad de las culturas y de los pueblos. Incluso un no creyente no puede dejar de interrogarse sobre cómo el hecho religioso es un trámite fundamental en la relación con el pasado, que es el corazón de la identidad histórica de todo pueblo.
También aquí se pone hoy en discusión el papel de la fe cristiana. Creo que la poca atención a las raíces cristianas se debe a un hecho histórico importante ocurrido en los últimos decenios: de todas las confesiones cristianas, el catolicismo es la única que ha quedado en pie. Desde el punto de vista teológico y organizativo, todas las demás prácticamente han desaparecido como fuerzas políticas activas en la escena del mundo. Mientras el cristianismo se presentaba como una articulación de confesiones, algunas de ellas históricamente muy diversas del catolicismo (es más, a veces incluso hostiles), esa misma variedad de posiciones hacía difícil aislarlo y contrastarlo. Desde que el catolicismo ha asumido el papel de preeminencia absoluta, con respecto a las demás confesiones cristianas, han crecido las manifestaciones de hostilidad hacia él.
Sobre la contraposición entre iusnaturalismo y positivismo hay que decir que el liberalismo clásico era iusnaturalista. Pensaba que los derechos del hombre, la libertad humana, se fundan sobre un elemento natural que hace al hombre libre. De finales del siglo XIX en adelante se ha afirmado que la libertad es solo un hecho de derecho positivo: si hay una ley que establece la libertad, ese es el verdadero origen de la libertad. Personalmente, me adhiero a la idea del iusnaturalismo porque es evidente el problema que subyace: si la libertad se apoya sobre el derecho natural, se apoya sobre algo enormemente más sólido que la simple decisión de un parlamento, de un poder que lo mismo que hace una ley puede hacer otra.
Liberales vs. libertarios
Esta división [entre iusnaturalismo y positivismo] remite a otra, que hoy es de importancia primaria dentro del pensamiento liberal y que tiene mucho que ver con la relación entre pensamiento laico y religión. En el liberalismo han existido siempre dos libertades, frecuentemente en contraste: la libertad de los liberales y la libertad de los libertarios. Para el liberalismo clásico, la libertad era limitación del Estado y, sobre todo, libertad frente al arbitrio. Una protección ante el arbitrio que solo la ley, instrumento que se aplica a todos, puede garantizar. La libertad de los libertarios está muy bien definida por Jeremy Bentham: «Toda ley es un mal porque toda ley es una violación de la libertad».
El problema es que cuando los liberales pensaban en la libertad de los individuos, pensaban en la humanidad europea que tenían delante, que era cristiana. No imaginaban que el progreso de la ciencia dilataría enormemente las posibilidades de la subjetividad.
Esta ampliación de la subjetividad ha llegado hasta el punto de que el individuo es dueño, o casi, de decidir las modalidades de la generación humana. Es decir, de cuanto era ámbito de la eternidad de la naturaleza. El hecho de que también esto haya entrado en el terreno de la disponibilidad del sujeto repropone la cuestión de la protección ante el arbitrio.
Los viejos liberales conocían únicamente el arbitrio del poder y del soberano, pero me pregunto si la voluntad subjetiva no puede presentarse también con un fuerte carácter arbitrario cuando puede tomar decisiones como las que permite el progreso científico. Pienso que no nos podemos limitar a decir: «este campo es complejo, cada uno tiene su verdad, todas son aceptables siempre que no hagan mal a nadie, aceptamos el principio de que no es posible definir ninguna verdad».
El discurso público debe estar animado de una tensión hacia la verdad cuando se trata de las fronteras entre libertad y arbitrio en ciertos temas. El ideal de una sociedad justa se apoya sobre la idea de que la verdad está en la justicia y la mentira en la injusticia. Lo que me sorprende como laico es que, cuando se habla en Italia de la ley de fecundación asistida, la posición predominante por el lado laico suele ser la de decir que resulta ocioso interrogarse sobre el bien y el mal, sobre lo justo y lo injusto, sobre lo verdadero y lo falso a propósito de esos temas.
Defensa de la racionalidad
Joseph Ratzinger. Hay dos cosas que, en mi opinión, debemos defender como gran herencia europea. La primera es la racionalidad, que es un don de Europa al mundo, también querida por el cristianismo. Los Padres de la Iglesia han visto la prehistoria de la Iglesia no en las religiones sino en la filosofía. Estaban convencidos de que «semina verbi» no eran las religiones sino el movimiento de la razón comenzado con Sócrates, que no se conformaba con la tradición.
Esa necesidad de salir de la cárcel de una tradición que ya no es válida abrió las puertas al cristianismo. Tenemos algo que es comunicable y ante lo cual la razón, que lo estaba esperando, sale al encuentro. Es comunicable porque pertenece a nuestra naturaleza humana común. La racionalidad era, por tanto, postulado y condición del cristianismo y permanece como una herencia europea para confrontarnos, de modo pacífico y positivo, con el islam y con las grandes religiones asiáticas.
El segundo punto de la herencia europea es que esta racionalidad se convierte en peligrosa y destructiva para la criatura humana si se transforma en positivista, si reduce los grandes valores de nuestro ser a la subjetividad. No queremos imponer a nadie una fe que solo se puede aceptar libremente, pero -como fuerza vivificadora de la racionalidad de Europa- la fe pertenece a nuestra identidad. Se ha dicho que no debemos hablar de Dios en la Constitución europea para no ofender a los musulmanes y a los fieles de otras religiones. La verdad es exactamente la contraria: lo que ofende a los musulmanes y a los fieles de otras religiones no es hablar de Dios y de nuestras raíces cristianas, sino más bien el desprecio de Dios o de lo sagrado.
Esa actitud nos separa de las demás culturas, impide una posibilidad de encuentro: expresa la arrogancia de una razón disminuida, que provoca reacciones fundamentalistas. Europa debe defender la racionalidad, y en este punto también los creyentes debemos agradecer la aportación de los laicos, de la Ilustración, que ha de permanecer como una espina en nuestra carne. Pero también los laicos deben aceptar la espina en su carne: la fuerza fundante de la religión cristiana en Europa.
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(1) El encuentro fue organizado en Roma por el Centro de Orientación Política. La síntesis que se ofrece se ha realizado partiendo de la amplia transcripción del diálogo publicada por el diario «Il Foglio» (27 y 28 de octubre de 2004).