Ante la difusión de algunas visiones antropológicas que sostienen que la distinción entre hombre y mujer es una «construcción» cultural, y que por tanto cuestionan la necesidad de la familia compuesta de padre y madre o equiparan la homosexualidad a la heterosexualidad, la Santa Sede ha publicado una Carta sobre la identidad de la persona humana en sus dimensiones masculina y femenina.
El documento, elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobado por el Papa y firmado por el cardenal Joseph Ratzinger, es un estudio de siete mil quinientas palabras (37 páginas) «sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo». El texto está escrito con un lenguaje expositivo, de tono elevado, a veces casi poético, especialmente cuando trata de la antropología bíblica. No obstante ese rigor, y a pesar de que está exento de afirmaciones que podrían ser tachadas de «moralismos», algunas reacciones a la publicación demuestran que no será de fácil aceptación.
Rivalidad entre los sexos
La novedad de la Carta con respecto a otros documentos de Juan Pablo II como «Mulieris dignitatem» (1988) y la «Carta a las mujeres» (1995), es que responde a dos tendencias bastante difundidas. La primera «subraya fuertemente la condición de subordinación de la mujer a fin de suscitar una actitud de contestación. La mujer, para ser ella misma, se constituye en antagonista del hombre. A los abusos de poder responde con una estrategia de búsqueda del poder. Este proceso lleva a una rivalidad entre los sexos, en el que la identidad y el rol de uno son asumidos en desventaja del otro, teniendo como consecuencia la introducción en la antropología de una confusión deletérea, que tiene su implicación más inmediata y nefasta en la estructura de la familia».
La segunda tendencia es consecuencia de la primera: «para evitar cualquier supremacía de uno u otro sexo, se tiende a cancelar las diferencias, consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural. En esta nivelación, la diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria. El obscurecerse de la diferencia o dualidad de los sexos produce enormes consecuencias de diverso orden. Esta antropología, que pretendía favorecer perspectivas igualitarias para la mujer, liberándola de todo determinismo biológico, ha inspirado de hecho ideologías que promueven, por ejemplo, el cuestionamiento de la familia a causa de su índole natural bi-parental, esto es, compuesta de padre y madre, la equiparación de la homosexualidad a la heterosexualidad y un modelo nuevo de sexualidad polimorfa».
Reconocimiento de la diferencia
El documento precisa que aunque la raíz inmediata de esta tendencia se coloca en el contexto de la cuestión femenina, «su más profunda motivación debe buscarse en la tentativa de la persona humana de liberarse de sus condicionamientos biológicos. Según esta perspectiva antropológica, la naturaleza humana no lleva en sí misma características que se impondrían de manera absoluta: toda persona podría o debería configurarse según sus propios deseos, ya que sería libre de toda predeterminación vinculada a su constitución esencial».
Una vez definido el problema, el documento propone algunos aspectos esenciales de la antropología cristiana, fundados en la Sagrada Escritura, y explica porqué la Iglesia habla de «colaboración activa entre el hombre y la mujer, precisamente en el reconocimiento de la diferencia misma». El capítulo más extenso del documento está dedicado a una reflexión sobre los dos pasajes del Génesis que narran la creación del hombre y la mujer. Se destacan tres aspectos: el ser humano es una persona, como hombre y como mujer; el cuerpo humano, en su masculinidad o feminidad, está llamado a existir en la comunión y en el don recíproco; aunque estén obscurecidas por el pecado, estas disposiciones originarias del Creador no podrán ser nunca anuladas.
«La igual dignidad de las personas se realiza como complementariedad física, psicológica y ontológica», con una armónica relación que «sólo el pecado y las ‘estructuras de pecado’ inscritas en la cultura han hecho potencialmente conflictivas. La antropología bíblica sugiere afrontar desde un punto de vista relacional, no competitivo ni de revancha, los problemas que a nivel público o privado suponen la diferencia de sexos».
Armonizar familia y trabajo
La última parte del documento está dedicada a la actualidad de los valores femeninos en la vida de la sociedad y de la Iglesia. Se mencionan su «capacidad de acogida del otro,» su papel insustituible en la vida familiar y social. Es en la familia «donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias».
Esto implica, además, que las mujeres «estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales». El documento afirma que no se puede olvidar que la combinación de familia y trabajo asume, en el caso de la mujer, características diferentes que en el del hombre.
«Se plantea por tanto el problema de armonizar la legislación y la organización del trabajo con las exigencias de la misión de la mujer dentro de la familia. El problema no es solo jurídico, económico u organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto. Se necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia. En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente. Por otra parte, las que deseen desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el equilibrio personal ni la armonía familiar».
Fecundidad no solo biológica
Se pone de relieve que aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, «ello no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La vocación cristiana a la virginidad -audaz con relación a la tradición veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas- tiene al respecto gran importancia. Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico.»
«Así como la maternidad física le recuerda a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde no hay generación física».