El éxodo continuo de emigrantes hacia los países desarrollados puede parecer una pérdida para los países de origen. Pero la contrapartida es un flujo creciente de remesas de divisas que contribuye a elevar el nivel de vida de sus familiares en el país y que se está convirtiendo en una importante ayuda al desarrollo. Lo que ahora se plantea es cómo lograr que esas remesas sirvan también para financiar inversiones y crear empleo.
No es fácil saber el volumen de las remesas de emigrantes, pues una parte no pequeña se realiza por canales no oficiales. Pero incluso ateniéndose a las cifras contabilizadas, es evidente su crecimiento y su importancia para las economías de los países de origen. En 2003, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones, las remesas oficiales ascendieron a 93.000 millones de dólares, una cifra que supera en un 30% a la ayuda oficial al desarrollo que ofrecen los países ricos y que equivale en torno a la mitad de las inversiones extranjeras directas.
En algunos países en desarrollo, el dinero que envían a casa los emigrantes se ha convertido en la fuente más importante de divisas, por encima de las inversiones, los préstamos o las exportaciones. En países de América Latina como Nicaragua, El Salvador, Haití o Ecuador, las remesas pueden suponer entre el 10% y el 15% del PIB. Para México, los 9.900 millones de dólares que envían los mexicanos del extranjero es una cifra superior a la que gastan los turistas que vienen al país, y como fuente de divisas solo es superada por las exportaciones de petróleo.
Japón, que durante mucho tiempo se ha resistido a la inmigración, no va teniendo más remedio que aceptar trabajadores extranjeros por la falta de mano de obra. Actualmente los extranjeros solo suponen el 1,5% de la población empleada, pero se están convirtiendo en una fuente importante de remesas. Y estos trabajadores remitieron a sus países de origen -por canales oficiales y extraoficiales- 900.000 millones de yenes, cifra superior a los 857.000 millones que Japón dedicó el año pasado a la ayuda al desarrollo.
La mayor parte del dinero que envían los emigrantes va directamente al bolsillo de familiares de baja renta, y es empleado en mejorar su consumo, en bienes más duraderos o en la construcción de una casa. Todo esto supone un impulso para las economías de los países de origen. Pero, dada la importancia y la continuidad de estos flujos, ahora se trata de aprovechar mejor el potencial de las remesas para favorecer el desarrollo económico.
Brunson McKinley, director general de la Organización Internacional para las Migraciones, señalaba en un reciente artículo («International Herald Tribune», 12-VIII-2004) algunas sugerencias. En primer lugar, reducir el coste de los envíos de dinero, que actualmente oscila entre un 13% y un 20% del importe total. Una mayor competencia entre las empresas dedicadas a este servicio podría reducir mucho estas comisiones desorbitadas. También los países de origen deberían esforzarse en facilitar que los emigrantes y sus familias dispusieran de acceso a los servicios bancarios.
Los gobiernos de estos países deben promover soluciones prácticas para que parte de las remesas se canalicen hacia inversiones que creen empleo e infraestructuras. En México el gobierno federal y los de algunos Estados se han comprometido a aportar una cantidad por cada dólar que inviertan los emigrantes en infraestructuras como carreteras, hospitales o escuelas. En Filipinas el gobierno hizo una oferta especial de 100 millones de dólares en bonos del Estado para lograr que los emigrantes canalizaran parte de sus ahorros hacia inversiones públicas.