Toda Rusia en un relato corto

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Cien años después de su muerte, Antón Chéjov sigue siendo uno de los autores más leídos en todo el mundo. Considerado por muchos como el maestro del relato corto contemporáneo y el padre del teatro moderno, sus obras suelen ser parábolas sobre la infelicidad basadas en las vidas de personas cercanas y solitarias. Chéjov se acerca a esta realidad con piedad, huyendo de la retórica y con una cierta dosis de pasividad, sin apenas proporcionar respuestas. El escenario es la Rusia de finales del siglo XIX, pero trascendió las circunstancias históricas concretas en la que se mueven sus personajes para convertirlos en símbolos universales de la condición humana.

No sabemos cómo habría reaccionado Chéjov a la victoria de la Revolución Comunista en Rusia. Por su sentido de la independencia y de la autonomía personal, tanto en el plano personal como colectivo, y por su rechazo de la omnipresencia de la política, lo más seguro es que no hubiese encajado bien en un sistema totalitario, donde hasta la literatura debía programarse y cumplir una didáctica función social. Lo que sí conocemos es la reacción de los dirigentes comunistas sobre sus libros. Tras la Revolución, fue considerado la personificación de las tendencias destructivas de la literatura rusa. ¿Su delito? Atreverse a describir, desde una perspectiva pesimista, los lados oscuros de la vida rusa.

En cambio, a partir de 1930 se le ve como un precursor. Como sus relatos ofrecían una imagen negativa del ser humano y de la sociedad, su intención -decían los comunistas- era anunciar el mundo nuevo que se instalaría en Rusia después de la Revolución. Sin embargo, poco le importaban al pueblo estas consideraciones estéticas. Chéjov ha sido siempre un autor muy leído y representado en toda la Unión Soviética porque, quizás sin proponérselo, ha sabido conectar con los resortes más íntimos de lo que se define como el alma rusa. Su literatura no tiene el afán totalizador de Tolstói; ni rastrea tampoco en las complejidades atormentadas del ser humano, como hacía Dostoievski. Relato a relato, consigue perfilar el rostro auténtico de una Rusia que muestra signos de cambio pero que todavía sigue en lo familiar y en lo costumbrista, apegada a sus tradiciones y enfermedades seculares.

Una infancia para olvidar

Antón Pávlovich Chéjov nació en 1860 en Taganrog, una localidad situada al sur de Rusia, en Crimea, pocos meses antes de la abolición de la esclavitud. Hijo de un pequeño comerciante, su padre le dio una educación piadosa y muy severa, que no recordara con mucho agrado («una infancia sin infancia»). En 1870, la familia se arruina y huyen a Moscú, todos salvo él, que se queda para finalizar sus estudios.

En 1876 consigue por fin viajar a Moscú. Allí se matricula en Medicina, pero muy pronto -las carestías familiares son una constante en esta etapa de su vida- tiene que aportar dinero para sacar adelante a los suyos. Compagina los estudios de Medicina con sus colaboraciones en diferentes revistas humorísticas. Desde sus inicios, fue un escritor compulsivo, con una increíble facilidad para descubrir personajes y trazar diálogos cómicos. Sin embargo, esa manera de escribir le estaba encasillando. En 1886 se aprecia un sustancial cambio en sus relatos gracias a que empieza a colaborar en la revista Tiempos Nuevos, que dirige Savorin, quien le recomienda que dé un giro narrativo. A partir de entonces, supera el humor a través de la sátira y del retrato de lo cotidiano.

Escritor consagrado

En 1890 toma una drástica decisión y decide viajar a la isla de Sajalín, a más de diez mil kilómetros de Moscú, donde se encuentran miles de prisioneros condenados a trabajos forzados. Los meses que pasa en este lugar inhumano suponen una bofetada para su concepción de la vida; a partir de ese viaje, Chéjov será todavía más pesimista y melancólico. En 1895 publicó La isla de Sajalín, un estudio documental, no literario, sobre la vida de los prisioneros, que tendrá una importante influencia años después en los libros que Solzhenitsin escribió sobre los campos de concentración comunistas.

En 1892, siendo un escritor famoso, se trasladó a vivir al campo. Allí se dedicó a escribir sus relatos, a concebir sus obras de teatro y a atender como médico, gratis, a los campesinos de la zona. Uno de sus primeros dramas, La gaviota, se representó sin éxito en San Petersburgo, lo que provocó que renegara del teatro. El posterior éxito de la misma obra en Moscú gracias a la insistencia y dirección de Constantin Stanivslasky, el fundador del «Teatro Artístico», supuso su consagración en 1898. Luego vendrían, entre otras, Tío Vania (1897), Tres hermanas (1901) y El huerto de los cerezos (1904), que le convirtieron en el padre del teatro moderno.

En 1901 contrajo matrimonio con la actriz Olga Knipper, que había interpretado diferentes papeles en sus dramas. Víctima de la tuberculosis, con la que tuvo que convivir durante bastantes años, Chéjov murió el 15 de julio de 1904 cuando se encontraba en un balneario alemán de la Selva Negra, en Badenweiler. Posteriormente, en un esperpéntico viaje de regreso de Alemania, fue enterrado en el convento moscovita de Novodevitchi. Al acabar su vida, había escrito más de 400 relatos cortos, 70 más extensos, 12 obras de teatro y 8 tomos de correspondencia.

Un prodigio de técnica

Su inicial contacto con el periodismo le sirvió para adaptarse a las exigencias de las publicaciones periódicas. En las primeras revistas humorísticas donde colaboró, debía entregar originales de longitud determinada y en plazo perentorio. Este fue su entrenamiento para su posterior concepción del cuento literario, que le separa de otros grandes escritores como Goncharov, Tolstói, Dostoievski y Turguénev, más tentados por la prosa grandilocuente. Chéjov se caracteriza por la economía expresiva, que no sólo aplica a la longitud de sus relatos sino también a la creación de personajes y a la esencia misma de la narración. Todo ello ayudado por un estilo frío, conciso y concentrado en pocos pero significativos instantes y un reducido número de personajes.

En sus primeros relatos hay una mayor tendencia a provocar la risa con las extravagancias de sus personajes. Más adelante, especialmente tras su viaje a Sajalín, abandona el humor para describir con una gran carga humanitaria las vidas sencillas de personajes sacados de la realidad. A menudo utiliza la sátira para describir sus condiciones de vida y las peculiaridades de su carácter. Otras, las más, retrata la miseria, las debilidades, las fantasías frustradas, la infelicidad. Para Mercedes Monmany, las claves de sus relatos son: «Observar, elegir y seleccionar fragmentos de la realidad, intuir, asociar. Su frialdad de observador científico y desapasionado, volcado en los detalles cotidianos, le hará desechar cosas inútiles en su laboratorio creativo; despojar más que añadir y acumular. Su menos siempre será más» (ABC, 10-VII-2004). Sus relatos no proceden de su mundo interior, ni busca con ellos ejemplificar sus conflictos personales. Siempre rechazó utilizar la literatura para vaciar la intimidad.

Cronista de su tiempo

«No inventes sufrimientos que no hayas experimentado y no pintes paisajes que no hayas visto», escribe a su hermano Aleksandr cuando éste le dijo que quería ser escritor. Este es un rasgo capital de sus relatos: la sensación de verosimilitud. Nada de lo que escribe procede de su fantasía, sino que todo tiene origen en la observación directa de la realidad. Eso hace que sus escritos sean tan cotidianos. Hay una preferencia por las grandes tragedias de los hombres débiles, que no acaban de encontrar su sitio en la vida. Eso da en muchas ocasiones una sensación de monotonía y de aburrimiento.

Melancolía, tristeza y, también, sensación de vacío. En la resolución de sus relatos, como se puede ver en uno de los más impactantes, El pabellón número 6, es donde más se nota la incredulidad de Chéjov, su ausencia de una visión trascendente, sobre todo cuando escribe de la muerte, uno de sus temas más repetidos. Ese vacío existencial, nunca crispado, se manifiesta también en los planteamientos, pues resulta evidente que no aporta soluciones. Tuvo una buena formación religiosa, que luego abandonó, aunque se sintió atraído por la peculiar religiosidad subjetiva, humana y crítica de Tolstói. A pesar de no ser creyente, sus relatos transmiten una mirada cristiana que procede de su detallado conocimiento de las historias bíblicas, una de sus reconocidas fuentes literarias.

La huella de Chéjov

Desde su muerte, su influencia es muy palpable en los escritores que cultivaron el cuento literario, en especial en los rusos (Maksim Gorki se consideró discípulo suyo), en los narradores hispanoamericanos (Quiroga imitó su concepción del cuento) y en la literatura norteamericana. Sus relatos trascienden la Rusia de su tiempo para convertirse en universales modelos de humanidad.

En este sentido, hay que destacar su huella en algunos de los grandes cultivadores del relato corto contemporáneo, como Katherine Mansfield y el norteamericano Raymond Carver. Carver es uno de los escritores que ha dado forma, junto con Richard Ford, a la tendencia denominada realismo sucio, que tanto está influyendo en muchos narradores actuales. En sus relatos, atrapa un trozo de la realidad de tantas vidas de personas anónimas que luchan por salir adelante pero que muchas veces, por indolencia, por falta de carácter o por incapacidad para superar los obstáculos, acaban echando a perder sus sueños y se limitan a aceptar lo que venga. Carver tiene en común con Chéjov ese atractivo por los personajes desvalidos, a los que mira y juzga con ternura y piedad. Incluso ha dedicado un relato a los últimos momentos de la vida del escritor ruso, Tres rosas amarillas, que ha dado título a una de sus recopilaciones de cuentos.

En español, quizá por una mala digestión de los modelos, el realismo sucio se ha covertido en una tendencia literaria muy distinta, pues los escritores que lo practican han eliminado precisamente la mirada piadosa y el tenue existencialismo de Carver y Chéjov para limitarse a reproducir, con una técnica cinematográfica repetitiva, escenas cutres y conflictos relacionados exclusivamente con las drogas, el sexo, el alcohol y las vidas marginadas.

El padre del teatro moderno

Su teatro pronto alcanzó gran popularidad en Rusia y fuera de Rusia. Todavía hoy sigue siendo uno de los autores más vivos, y en Rusia hay compañías y teatros especializados en llevar a la escena sus dramas. A Chéjov se le considera el padre del teatro moderno porque rompe con la tendencia decimonónica al decadentismo y la desmesurada acción, con intrigas y finales un tanto sobredimensionados. Sus dramas tienen un carácter estático, con especial atención a la calidad literaria de los diálogos, que concibe como discursos sin respuesta, pues los personajes hablan sin escucharse y sin entenderse.

Chéjov se consideraba como un dramaturgo realista. Para él, sus dramas eran «el espejo de la vida de la Rusia de finales del siglo XIX».

Pero, a diferencia de los relatos, su realismo teatral tiene una función bastante más simbólica, quizá por su acusado lirismo. Coincide con los relatos en contar la vida cotidiana de unos personajes sometidos al constante transcurrir del tiempo, mostrando sus ambiciones soterradas y analizando levemente algunas claves del comportamiento humano. En sus dramas, los personajes son más elevados (en La gaviota muestra a dos actrices y dos escritores) y también los conflictos y las ambiciones, en la órbita de la mentalidad burguesa. Pero, sin embargo, como los que pueblan sus narraciones, todos sienten la infelicidad y acarician la desgana y la abulia, que Chéjov sitúa en un momento crítico de sus vidas, casi siempre en la madurez. Es el tema, por ejemplo, de La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas y El huerto de los cerezos, sus dramas más valorados y representados, y donde se aprecia de manera más palpable su melancólico trasfondo metafísico.


Un clásico de las librerías

«La primera impresión que me dejaron los relatos de Chéjov fue una honda tristeza. A la vez, me asombraba la agilidad, la vitalidad literaria de su estilo», ha escrito Soledad Puértolas, responsable de la antología publicada en 1999 en Austral con el título Obras selectas, con sesenta relatos y diez novelas cortas. Los relatos de Chéjov siempre han tenido buena acogida entre los lectores españoles, lo que se nota en el número de ediciones.

En la editorial Alianza, en su colección de bolsillo, se han publicado diferentes colecciones de relatos como El pabellón número 6, La señora del perrito y El violín de Rostchild, además de la novela corta Mi vida. En Alba, en 2002, se publicaron en un volumen dos de sus relatos largos, La estepa y En el barranco. La estepa es la obra que le catapultó literariamente, tras sus incursiones humorísticas. Escrita en 1888, esta historia sobre la madurez del niño Yegorushka fue muy bien recibida por la crítica. Las ediciones de Alianza contienen pocos relatos, pero la suma de ellos es una muestra más que suficiente de la maestría narrativa de Chéjov.

Además de Soledad Puértolas, también José Muñoz ha publicado en Pre-Textos otra colección de relatos del autor ruso. La última antología en publicarse ha aparecido con motivo de la celebración de este centenario y ha sido publicada por Alba, con su habitual esmero y cuidada presentación. La selección, que contiene relatos desde 1883 hasta 1902, ha corrido a cargo de Víctor Gallego, traductor a su vez y uno de los mejores especialistas en la obra de Chéjov.

Otra selección que merece ser destacada es la que ha realizado el escritor norteamericano Richard Ford, Cuentos imprescindibles (Editorial Lumen). Es significativa su introducción, en la que se demuestra la pervivencia del mundo narrativo de Chéjov en la literatura contemporánea.

Y lo mismo sucede con su teatro, también habitualmente presente en las librerías españolas y que puede encontrarse, por ejemplo, en la colección de bolsillo de Alianza y en la reciente edición de su teatro completo en la editorial argentina Adriana Hidalgo.

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