Se cumplen en estas fechas los cien años de La llamada de lo salvaje, la obra maestra de Jack London (1876-1916), ese escritor incombustible: sólo en España ha habido 70 reediciones de libros suyos desde 2000. Con su producción y con su propia vida –llevaba la aventura en la sangre– ha contribuido a devolver a la narrativa el eco de la voz legendaria de la que han arrancado todas las literaturas (el eco de los poemas épicos, de los ciclos de sagas, de los cantares de gesta…). Pero es evidente que también fue víctima de las contradicciones de un siglo que pareció haber perdido la noción de límite.
Jack London nació en San Francisco el 12 de enero de 1876, hijo natural de un astrólogo ambulante que había abandonado poco antes a su pareja, Flora Wellman. La bahía de San Francisco era todavía, en aquel momento, el Wild West, la frontera sin ley. Pocos meses después del parto, Flora Wellman se casó con un veterano de la guerra civil, John London, que es quien dio a Jack su apellido.
Marinero y vagabundo
Jack pasó su infancia y adolescencia en Oakland, en la costa interior de la bahía, frente a San Francisco. Su experiencia de la vida fue forzosamente precoz. Muy pronto abandonó los estudios y se puso a trabajar. «A los diez años debuté en la vida como vendedor de periódicos», cuenta en John Barleycorn, una novela autobiográfica. Luego se empleó en una bolera, trabajó de barrendero, descargó hielo… A los quince años adquirió una pequeña embarcación, y con ella realizó durante tres meses fructíferas incursiones piráticas en los criaderos de ostras de la bahía, al amparo de la noche.
Con diecisiete años fue admitido como marinero en una nave pesquera y se fue ocho meses a pescar focas por los mares de Hawai, Japón y Alaska. Con dieciocho se alistó en una marcha de protesta de obreros en paro que debía recorrer el país de oeste a este. Se separó del grupo mucho antes de llegar a Washington, y vagabundeó solo durante largas semanas por Chicago, Nueva York y otras ciudades del Midwest y del Atlántico.
Frustrado y sin horizontes claros, regresó a California a través de Canadá después de una traumática experiencia de un mes de presidio al norte del estado de Nueva York. Por unos años se mantuvo en el dique seco, mientras el alcohol y la miseria iban arruinando prematuramente su vida.
El joven Jack London, sin embargo, era tan ambicioso como vicioso, y su ávida inteligencia no había pasado inadvertida en la biblioteca pública de Oakland, en la que, a pesar de todo, había gastado tantas horas como en los bares. Con la ayuda de la bibliotecaria y de algunos jóvenes burgueses cultivados -entre ellos Mabel Appelgarth, su primera novia, y Bess Maddern, su primera mujer-, Jack se puso a estudiar. En pocos meses completó la enseñanza secundaria, y en el verano de 1896 ingresó en la universidad. También por entonces se inscribió en un partido de izquierda, el Socialist Labor Party, con el que en 1901 y 1905 se presentará a las elecciones locales como candidato a alcalde de Oakland.
El infierno blanco
Abandonó la universidad después del primer semestre. Su situación económica le obligaba a compaginar el estudio con el trabajo, y el esfuerzo no compensaba la escasa satisfacción que la vida académica podía deparar a un hombre de acción como él.
En julio de 1897 empeñó sus escasas posesiones y zarpó rumbo a Alaska. Acababa de estallar la segunda fiebre del oro, y una masa enloquecida de soñadores estaba confluyendo en un nuevo Eldorado, el río Klondike, un afluente del Yukon, en el extremo noroccidental de Canadá. Muchos se rindieron a la primera dificultad, pero no Jack London. Después de una azarosa travesía por pasos de montaña y corrientes fluviales, Jack llegó finalmente a su meta, Dawson City.
Pero llegó a la vez que el invierno. Nada era posible intentar allí en aquella estación, fuera de buscar refugio en una cabaña. En uno de sus cuentos, To Build a Fire, describirá meticulosamente, años más tarde, lo que es morir de frío a consecuencia de un paso en falso durante una travesía solitaria por la nieve a sesenta grados bajo cero. Jack London evitó ese trance, pero en cierto momento estuvo a punto de morir de escorbuto. Desde entonces, escarmentado y debilitado, esperó el deshielo con la única idea de volver a casa.
En junio de 1898, con otros dos compañeros igualmente dispuestos a no pasar otro invierno como aquel, descendió en canoa por el río Yukon hasta el mar. Era una fuga de perdedor, pero en ella encontró Jack London su redención, porque el diario que redactó durante aquellos días lo convirtió en escritor. Ya antes había escrito algunos relatos y artículos ocasionales, pero fue entonces cuando decidió que la literatura iba a ser su oficio.
Extravagantes proyectos
Los esfuerzos de Jack London por abrirse camino como escritor a la vuelta del Klondike quedarán luego inmortalizados en Martin Eden, otra novela que tiene bastante de autobiografía. Sus originales eran sistemáticamente rechazados por las revistas y las editoriales, pero él no renunciaba a seguir escribiendo. Se trataba, en la mayoría de los casos, de relatos breves inspirados en sus experiencias de mar y de hielo.
En febrero de 1899 apareció finalmente una narración suya en una revista, y el 7 de abril de 1900, el mismo día de su boda con Bess Maddern, salió de la imprenta su primer libro, la colección de cuentos The Son of the Wolf. Después habrán de pasar sólo tres años para que Jack London se convierta en una celebridad mundial. El libro que lo hizo famoso, La llamada de lo salvaje, narra la historia de Buck, un perro al que la brutalidad humana y la ley de la naturaleza («devorar o ser devorado») llevan de California a Alaska y transforman de animal doméstico en jefe de una manada de lobos.
Con la fama llegó el dinero. Jack se encontró de pronto con medios a su disposición. Ya no tenía por qué limitarse a ir a remolque de la vida: había llegado la hora de la aventura por cuenta propia. En seguida se separó de la sedentaria y convencional Bess Maddern y la sustituyó por Charmian Kittredge, una mujer cinco años mayor que él y no particularmente atractiva, pero sí decididamente solidaria con sus extravagantes proyectos. Beauty Ranch, el fantasioso rancho que fue formando desde 1905 en Glen Ellen, no lejos de Oakland, y el Snark, un barco con el que pretendía realizar un largo viaje alrededor del mundo, fueron los dos proyectos más notables.
Ambos fracasaron. El rancho resultó, económicamente, una catástrofe, pero además la caprichosa mansión con la que Jack y Charmian pretendían enjoyarlo, The Wolf House, fue pasto de las llamas el 22 de agosto de 1913, cuando las obras del edificio estaban a punto de concluir. La construcción del Snark fue igualmente un desastre financiero, y su vuelta al mundo, iniciada en abril de 1907 en San Francisco, terminó de modo poco glorioso en Australia en el otoño del año siguiente, después de una trayectoria errática por el Pacífico que cerca estuvo de cobrarse la vida de Charmian.
Un rico endeudado
A pesar de su prolífica producción literaria, Jack London se encontraba cada vez con más deudas. Sólo en los últimos años de su vida fue capaz de enjugarlas. Lo que el aguerrido escritor socialista no había conseguido nunca por medio de contratos editoriales y encargos periodísticos lo consiguió entonces a través de las fórmulas más prosaicas del capitalismo: se vendió a la prensa amarilla de Hearst, a los productores de Hollywood, a los anunciantes de tabaco, de moda masculina, de pastillas de menta…
Jack London sostenía que había hecho su fortuna sin explotar a nadie y que por tanto era rico pero no capitalista, pero las relaciones con sus camaradas de partido no podían ser buenas. De hecho estaban ya muy deterioradas antes de que -desde Hawai, donde se encontraba por motivos de salud- se diera de baja del partido en marzo de 1916. Curiosamente, no fue la reticencia antiburguesa del movimiento obrero americano lo que adujo para romper con él, sino, al revés, su actitud dialogante con el sistema y su falta de espíritu revolucionario. Aun bendecido por la fortuna, Jack London no sólo no era capitalista, sino que, según parece, seguía creyendo en la revolución proletaria.
Jack London no vivió para ver el triunfo de una revolución como la que -en teoría- él auspiciaba, que al cabo se verificaría en Rusia en 1917. Murió en Glen Ellen, a consecuencia de una uremia, el 22 de noviembre de 1916.
Una filosofía de la vida
En 1903, pocos meses después de su salto a la fama con La llamada de lo salvaje, Jack London se animó a publicar en la prensa algunos consejos para jóvenes aspirantes a escritores. «Hay tres cosas fundamentales», declaraba al final de su brillante artículo, a modo de resumen: «buena salud, trabajo y una filosofía de la vida. Añadiría también una cuarta: sinceridad. Sin ésta, las otras tres no sirven de nada». Esto último dice mucho sobre lo que era, para él, eso que llamaba «filosofía de la vida» de un escritor. «No importa lo equivocada que pueda ser tu filosofía de la vida, siempre que tengas una y la tengas bien asumida», había escrito en ese mismo artículo.
Es en estos dos últimos aspectos, la filosofía de la vida y la sinceridad, donde la obra de Jack London ofrece más cancha al comentario y a la crítica. Pero también los dos primeros -la salud y el trabajo- merecen atención. En relación con la salud, en el caso de Jack London hay ciertamente una marcada coincidencia entre sus cada vez más frecuentes achaques -inseparables de sus excesos- y la menguante calidad literaria de sus novelas.
En cuanto al trabajo, desde luego Jack London predicó no sólo de palabra, sino con el ejemplo. En sólo diecisiete años publicó cincuenta libros, amén de otros quinientos textos de menor longitud (relatos, artículos, manifiestos, etc.) sobre temas asombrosamente diversos.
Con inspiración y sin ella
Inevitablemente, entre todo ese corpus hay elementos de valor muy desigual. «Yo no tengo relatos sin terminar», confesó una vez, en una entrevista: «invariablemente termino todo lo que comienzo. Si es bueno, lo firmo y lo mando para publicar. Si no es bueno, lo firmo y lo mando para publicar». Con ganas o sin ganas, con inspiración o sin ella, Jack London tomaba todas las mañanas papel y pluma y escribía mil palabras antes de comer. Cuando se encontraba sin ideas, las encargaba a otros: Sinclair Lewis, un escritor que más tarde, en 1930, se convertiría en el primer Nobel norteamericano, es uno de los varios ghostwriters a los que Jack London compró tramas para desarrollar y publicar luego con su propia firma.
Nunca había ocultado que escribía por dinero. Y si se sentía incómodo cuando en los últimos años de su vida, los de su declive físico y espiritual, se le comparaba con los dos autores de literatura de consumo entonces más en boga, Edgar Rice Burroughs (el creador de Tarzán) y Zane Grey, era principalmente porque éstos vendían mucho más que él. Sin embargo, varias de sus novelas son piezas clásicas de la literatura americana y mundial: sobre todo, La llamada de lo salvaje (1903) y Martin Eden (1909), pero también El lobo de mar (1904), Colmillo blanco (1906) y John Barleycorn (1913); y lo mismo se puede decir de muchos de sus relatos breves.
La llamada de lo salvaje está publicada en más de ochenta lenguas, pero además el título ha tenido tal éxito que se ha convertido -tanto en inglés como en muchos otros idiomas- en una frase hecha que hoy en día resulta familiar a infinidad de personas que desconocen la existencia de la novela. En La llamada de lo salvaje brillan con fuerza extraordinaria los tres rasgos que, según Alex Kershaw, biógrafo de Jack London, definen la narrativa del escritor californiano: el lirismo de las descripciones, el patetismo de las situaciones de conflicto y la familiaridad y verosimilitud con que aparece representado lo exótico.
Primero blanco, luego socialista
El flanco más vulnerable de Jack London es, decididamente, su sistema de ideas. A partir de sus lecturas de juventud, Jack London había elaborado un cóctel filosófico que contenía elementos no sólo heterogéneos sino contradictorios: Marx, Spencer, Darwin, Nietzsche… No es posible combinar lucha de clases, evolucionismo, nihilismo y racismo sin que salten chispas. Y en más de una ocasión saltaron.
El mismo Jack London que había encandilado a los socialistas de todo el mundo con Gente del abismo (1903), su informe sobre los bajos fondos de Londres, se demostraría en otras ocasiones un racista repugnante: por ejemplo, en los reportajes que escribiría en Corea sobre los primeros episodios de la guerra ruso-japonesa (1904), o en los que mandaría desde Veracruz sobre la revolución mexicana (1914). En una reunión de su partido en Oakland, poco después de volver de Extremo Oriente, manifestó tal desprecio por la raza amarilla que uno de sus contertulios se sintió obligado a recordarle el viejo slogan de Marx: «Trabajadores de todos los países, uníos». La réplica de Jack London, inmediata, fue acompañada de un puñetazo en la mesa: «¡Qué demonios! ¡Primero soy blanco, y sólo después soy socialista!».
De hecho, el socialista Jack London, militante de la lucha contra la alienación social y económica, justifica la alienación racial, para la que no hay posibilidad de emancipación (Jack London sólo redime en sus novelas a dos categorías de personajes: el hombre blanco –el varón blanco– y el perro lobo). En los Cuentos de los mares del Sur (1911), con sus reiteradas referencias al “inevitable hombre blanco”, y en novelas como El valle de la luna (1913), el racismo de Jack London no sólo se insinúa, sino que se hace explícito y ofensivo.
Jack London soñó, en sus momentos de euforia, con ser padre de siete hijos varones de pura raza anglosajona. Racismo y sexismo van entrelazados en Jack London, como en tantos otros. Jack fue cruel e insensible con Bess Maddern al separarse de ella; con Mabel Appelgarth, su antigua novia, al retratarla grotescamente -en un momento en que estaba muriendo de tuberculosis- en el personaje de Ruth Morse, la musa frágil y pusilánime de Martin Eden; con Anna Strunski, su desinteresada colaboradora de los primeros años, al utilizarla como pararrayos de sus dificultades conyugales. Pero la vida se burló de los patriarcales sueños de Jack London. Bess Maddern le dio dos hijas, y la mayor de ellas, Joan, publicaría, pasados los años, el libro Jack London and His Times (1939), con el que iba a ensombrecer para siempre la memoria de su padre, de quien había recibido un trato frío y cínico. De Charmian Kittredge sólo tuvo Jack un bebé –también niña– que murió a los dos días de nacer.
De perros y hombres
«No hay novelas de mesas ni de animales, pues cuando se hace la novela de un perro es para hablar indirectamente de la condición humana», escribió telegráficamente Ernesto Sábato, pensando, sin duda, en Jack London. En realidad, las novelas de perros de Jack London nos hablan del propio Jack London. Sus amigos lo llamaban The Wolf (El Lobo), y como Buck o Colmillo Blanco, que atraviesan -cada uno en un sentido- el confín entre la vida salvaje y la civilización, Jack London es un ser que con su vida y con sus ideas pretende saltar la valla, pasar la línea de contención de la condición humana; más aún, anularla.
Jack London es el gran antagonista de Herman Melville, la otra referencia obligada de la épica norteamericana. En Moby Dick, el capitán Ahab también pretende transgredir el orden de la naturaleza, pero es castigado. Buck y Colmillo Blanco, en cambio, cruzan impunemente la frontera. Martin Eden no es sólo un rebelde que franquea los estrechos límites que el mundo (la tradición, en este caso, más que la naturaleza) le ha impuesto, sino un dios de sí mismo que con su suicidio palingenésico expresa orgullosamente su señorío sobre las condiciones de la existencia. Va mucho más allá del sano no conformarse con las convenciones del momento: Martin Eden se sitúa conscientemente por encima del bien y del mal.
La diferencia entre Melville y London no es sólo la diferencia entre la costa atlántica y el Pacífico o entre el siglo XIX y el XX. Es también la diferencia entre la Biblia (“en Dios vivimos, nos movemos y existimos…”) y Nietzsche (“Dios ha muerto”).
Hay algo que Jack London parece no querer aceptar y que Herman Melville, evidentemente, acepta: el hecho difícilmente rebatible de que el hombre es un ser limitado. Y quizá hoy en día la mística del progreso se reconoce más en London que en Melville. El científico que aspira a fabricar androides en serie, el adicto al trabajo que no tiene más regla que la de rebasar sus propias posibilidades, el deportista que se entrega a los anabolizantes… y mucha gente común sin freno y sin medida son nuevos Prometeos que han convertido su vida en un desafío a los límites de la creación: seguramente hay más kamikazes en vuelo sobre nuestras cabezas de los que imaginamos.
Pero no parece que la ley de la selva haga progresar a la humanidad, sino la del bien común y el respeto de los derechos humanos. En realidad, tampoco es el prometeísmo lo que hace inmortal a Jack London, sino el cuadro de grandeza y miseria de su aventura humana y literaria.