Contrapunto
No es fácil hoy día en España que la publicación de una obra de ficción dé pie al linchamiento mediático de su editora, a pedir su cese inmediato de un cargo político y a la retirada del libro. Está uno tan acostumbrado a oír alabanzas de la literatura transgresora y provocativa que cuesta creer que todavía haya algo que despierte los instintos censores y el lanzamiento de fatwas políticas. Pero sí, lo ha conseguido Miriam Tey, directora general del Instituto de la Mujer, bien es verdad que al amparo de las trifulcas propias de unas elecciones, lo que tiene menos mérito.
Miriam Tey es copropietaria de la editorial El Cobre y, antes de asumir su cargo político el pasado marzo, publicó un libro de relatos de Hernán Migoya bajo el tópico título Todas putas. En uno de los relatos, El violador, escrito en primera persona, un psicópata intenta justificarse cínicamente. El hecho de que un personaje de ficción defienda tal atropello ha sido motivo suficiente para que la editora haya sido acusada de favorecer la apología de la violencia contra las mujeres. Una asociación feminista dice que va a pedir la intervención del fiscal general del Estado y el secuestro judicial del libro, nada menos. Los partidos de izquierda capitalizaron el caso para ver si les caía algún voto más, y exigieron el cese inmediato de Tey. Colectivos feministas aseguran que solo había buenas directoras del Instituto de la Mujer antes del PP, es decir, cuando procedían de sus filas.
No deja de ser curioso que el polémico relato se hubiera publicado hace tres años en catalán en una antología de cuentos de humor negro, sin despertar ningún escándalo. Quizá entonces no se olvidó que los personajes perversos también pueden tener su voz literaria. O tal vez el relato era tan mediocre que pasó sin pena ni gloria. Pero a nadie se le ocurrió que las ideas del editor se identificaran con las de un personaje de ficción creado por otro. Sin embargo, en época de elecciones no estamos para bromas ni de humor negro.
Pasadas las elecciones, todo quedará en agua de borrajas. Pero sí ha servido para advertir que el elogio de la literatura transgresora está muy bien, mientras no viola lo que cada colectivo considera intocable. Como dice una de las comentaristas del suceso, «en el tema de la violencia de género, tolerancia cero; no se puede admitir ni una broma, ni una ironía». Bien, pero algo así debieron de pensar los ayatolás de Irán cuando mandaron a la hoguera los Versos satánicos de Salman Rushdie, por hacer bromas con el Corán.
Hernán Migoya no es Salman Rushdie, y seguramente la literatura española podría haberse ahorrado esta obra, sin perder nada. Pero una cosa es el buen gusto de Miriam Tey como editora y otra su competencia para un cargo político.
Lo más llamativo del asunto es el tipo de argumentación esgrimido por feministas varias y el partido socialista para exigir su dimisión. Un hecho de su actividad privada, anterior e independiente de sus responsabilidades políticas, la descalificaría para el cargo. Las reacciones recogidas en El País (21 de mayo) piden coherencia sin fisuras: quien edita libros como ese «está claro que no ha interiorizado el espíritu del cargo que ocupa»; «Tey no tiene legitimidad para defender los derechos de las mujeres»; «para desarrollar ciertos cometidos hay que tener una unidad de vida, una coherencia»; «no es de recibo estar trabajando por una causa en un despacho y hacer algo en contra de eso en la vida privada».
Me parecía estar escuchando a los obispos, cuando defendían hace algún tiempo el derecho de la Iglesia a prescindir de algunas profesoras de religión cuya vida privada no era coherente con la doctrina que debían exponer en clase. Pero entonces las mismas voces que hoy piden coherencia entre desempeño público y vida privada defendían lo contrario. Decían que la continuidad en el puesto docente no debía ser afectada por un hecho de la vida privada, como el casarse con un divorciado o sostener determinadas ideas contrarias a la doctrina católica. Las voces que hoy han conseguido la retirada del libro aseguraban que se estaba violando el derecho constitucional a la libertad de cátedra. Gentes que hoy piden el cese inmediato de Miriam Tey mantenían entonces que el despido atentaba contra el derecho al trabajo, sin que este pudiera verse cuestionado por actividades personales de índole privada.
Los obispos pueden estar tranquilos: no predican en el desierto. Incluso puede decirse que sus émulos hilan más fino: no solo exigen coherencia entre actuación pública y vida privada, sino también entre ficción y realidad.
Ignacio Aréchaga