En las librerías abundan títulos sobre cómo criar y educar a los hijos, prueba de que cuentan con un público preocupado que busca los consejos de los expertos. Ahora hay también libros que examinan las razones del éxito de esos libros, como cuenta Patricia Cohen (International Herald Tribune, 8 abril 2003).
«Desde que se inventó la ciencia del desarrollo infantil, a principios del siglo XX, los expertos han ofrecido a los padres un popurrí de consejos sobre cómo criar al pequeño encanto -o monstruo-, con el resultado de que han creado tanta ansiedad y confusión como la que pretendían calmar». Ahora varios libros recientes explican el porqué de la proliferación de estos libros.
Los autores ofrecen distintas teorías, pero coinciden en un punto fundamental: los consejos sobre crianza de niños no son solo cuestión de puericultura; las corrientes culturales pesan más que la ciencia. Así lo dice, por ejemplo, Ann Hulbert en su libro Raising America: Experts, Parents and a Century of Advice About Children (Knopf): «Las recomendaciones de los expertos en puericultura no parecían basadas en datos ciertos: más bien cambiaban de rumbo y perspectiva al dictado de las tendencias sociales». Primero, los rápidos cambios sociales provocados por la industrialización dejaron a la gente desorientada. Entonces, escribe Cohen, «los reformadores pioneros declararon llegada la hora de que la ciencia tomara el mando, para criar niños bien preparados para el mundo moderno. La Era del Progreso estaba fascinada con la ciencia y la profesionalización, y no es extraño que la puericultura fuera reflejo de esas obsesiones». A la vez, los intelectuales querían sustituir «las viejas tradiciones y las prácticas religiosas por la lógica y la ciencia».
Así, «criar un niño se empezó a considerar algo demasiado importante para dejarlo en manos de aficionados». Valgan como ejemplo unas palabras pronunciadas en una conferencia organizada por la Casa Blanca en 1930: «Preparar a un niño para que se adapte al intrincado, complejo e interdependiente sistema social y económico que hemos desarrollado sobrepasa la capacidad individual de un padre» (Ray Lyman Wilbur, presidente de Stamford University).
Pero pasó el impacto inicial de la industrialización, sin que desaparecieran la ansiedad de los padres ni la actividad de los expertos. Algunos atribuyen tal ansiedad al aislamiento de las familias, que ya no tenían cerca a abuelos, tíos y vecinos de confianza a quienes recurrir. Según sostiene Frank Furedi (Universidad de Kent, en Gran Bretaña) en su libro Paranoid Parenting, acabó produciéndose una «ruptura de la solidaridad entre adultos»: cada uno se considera responsable solo de sus hijos, y los padres se encuentran solos. A esto se añade, dice Furedi, que los medios de comunicación crean angustia con informaciones sensacionalistas sobre los peligros que acechan a los niños en las impersonales ciudades modernas: violencia criminal, accidentes, emergencias sanitarias.
Si la ansiedad de los padres ha podido obedecer a distintas influencias, también los consejos de los expertos han ido cambiando con el tiempo. En términos generales, han oscilado entre dos polos: rigor y permisividad. El primer tercio del siglo XX fue la era del rigor, cuando los expertos pensaban que los mimos maternos no podían preparar a los niños para entrar en el duro mundo industrial que les esperaba. Tras la II Guerra Mundial, el péndulo se fue al otro extremo. Era la época en que el filósofo Theodor Adorno decía (en su libro La personalidad autoritaria) que los padres severos criaban futuros fascistas. En ese clima alcanzó éxito el Dr. Benjamin Spock, el experto más famoso de todos, con su enfoque suave y cordial, que predicaba más cariño que disciplina. Claro que Spock estuvo en el candelero durante tanto tiempo, que «a lo largo de los años cambió de postura con frecuencia -dice Cohen-, al paso de la modas», en relación con temas muy diversos: el trabajo de las madres fuera de casa, si tomar leche es beneficioso, o también la firmeza paterna (cfr. servicio 48/98).
Finalmente, ha aparecido una corriente anti-expertos. «Hoy uno puede leer libros con subtítulos como el que Furedi puso al suyo: Por qué no hacer caso a los expertos puede ser lo mejor para tu hijo. Los padres no son más ignorantes que los expertos, declara Furedi; de modo que podríamos desoírlos y obedecer a nuestro instinto. ¿Y cómo pueden los padres corrientes estar seguros de que eso es realmente lo acertado? -apostilla Cohen-. Porque se lo dice un experto».