La guerra y los problemas de conciencia

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Contrapunto

Por mucho que digamos que el Estado español es no confesional, hay una inveterada tendencia a confundir problemas políticos con debates teológicos. Lo hemos comprobado una vez más por las reacciones que han suscitado las palabras del ministro de Defensa, Federico Trillo, al ser preguntado en Múnich si le crearía un dilema de conciencia apoyar una intervención militar en Irak mientras que Juan Pablo II se muestra contrario a la guerra. Según cuentan las agencias, Trillo reconoció que Juan Pablo II, como líder espiritual, «tiene todo el derecho a intentar una conciliación» y deseó que ojalá tenga éxito. No obstante, advirtió que las medidas a tomar corresponden a la ONU, que con su resolución 1.441 da una última oportunidad a Sadam de cumplir sus compromisos internacionales o atenerse a graves consecuencias. La ONU, agregó, es la «institución que encarna hoy la doctrina tradicional de la Iglesia sobre la paz y la guerra justa». Por tanto, concluyó, «como católico, no me causa ningún problema de conciencia» mantener una postura a favor de la intervención militar.

Cabría esperar que esta postura «no confesional» fuera comprendida por todos los que en otras materias -de costumbres o de bioética- acusan al PP de ser los «acólitos» de los obispos, aunque no empleen argumentos religiosos. Sin embargo, voces que en otras ocasiones exigen que un católico se olvide de su fe para actuar en política, se escandalizan ahora de que el ministro de Defensa no diga al Papa «¡a sus órdenes!». Hasta algunos moralistas expertos en tranquilizar a los fieles que «en conciencia» creen que pueden disentir de algún aspecto incómodo de la doctrina católica, se han subido ahora al púlpito mediático para enarbolar citas magisteriales que exigirían a todo fiel católico estar en contra del ataque a Irak. De repente ese esencial pluralismo típico de nuestra sociedad se convierte en carril único.

Ciertamente, es fácil justificar una sola solución cuando las cuestiones se plantean en términos maniqueos. Pero la disyuntiva no es estar a favor o en contra de la guerra. ¿Quién no va a preferir la paz a la guerra? La promoción de la paz es un deber inexcusable de cualquier político, católico o no. El debate está en qué medios hay que poner para lograr un desarme efectivo de ese gobernante tan poco pacífico como ha demostrado ser Sadam y qué coste social entraña, para que el posible empleo de las armas no cause males más graves que los que se pretende eliminar. La voz y la acción de Juan Pablo II está advirtiendo que el riesgo de males mayores causados por la guerra obliga a agotar todos los demás recursos. Y todo político sensato haría bien en ponderar las razones del Papa.

Desde el punto de vista político parece que hay razones suficientes para no apretar el acelerador de la guerra y dar más oportunidades a un acuerdo pacífico. Pero no hay que perder de vista que, también desde el punto de vista católico, la doctrina de la «guerra justa» no se mueve en el terreno de la casuística, sino del criterio prudencial. El propio Catecismo de la Iglesia Católica, tras exponer los criterios para una guerra justa, termina diciendo: «La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de los responsables del bien común». Y ante problemas que exigen decidir con criterios prudenciales es legítimo que aparezcan distintas posturas. Para valorar la de Trillo no estaría de más conocer sus «Diez razones para la paz», expuestas en un artículo posterior en El País (15 de febrero).

Ante una cuestión tan grave como la guerra, es natural que cualquier político se pregunte en conciencia si se dan las condiciones para una guerra justa. Pero nadie puede decidir por él. Si respetamos la objeción de conciencia al servicio militar -cuando existe- es porque pensamos que no cabe imponer a otro las propias convicciones en asuntos que tienen que ver con el recurso a las armas.

Desde el punto de vista político, lo importante es que la decisión sea acertada, no los posibles problemas de conciencia del gobernante hasta llegar a ella. Los conflictos de conciencia de Trillo son asunto personal suyo, importante para él pero sin interés para el debate político. Dejemos las mociones de censura para el César, y la conciencia para el encuentro entre el hombre y Dios.

Juan Domínguez

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