Contrapunto
Si atendemos a las cifras, parece que en España ha entrado el frenesí de la formación continua de los trabajadores. Solo en 2001 la Unión Europea subvencionó 159.000 cursos en los que se matricularon dos millones de trabajadores. Lo malo es que investigaciones policiales sobre una muestra del 5% de los cursos han estimado en un 15% el fraude de las subvenciones recibidas, y hay indicios de que 36.000 empresas que solicitaron subvenciones para formar a parados ni siquiera existían. El asunto ha dado lugar a una denuncia ante la Audiencia Nacional, en la que se podrán exigir responsabilidades a las organizaciones sindicales y empresariales que montan estos cursos, bien directamente o por subcontratación con otras empresas.
El fraude viene de años atrás. También en estos días un dictamen del Tribunal de Cuentas sobre la gestión que la patronal y los sindicatos hicieron de los fondos públicos destinados a formación continua de los trabajadores durante 1996-1998, revela no ya un cúmulo de irregularidades sino un fraude sistemático: presupuestos económicos y académicos inflados para obtener más subvención; costes falseados por importes muy superiores al precio de mercado; facturas que no corresponden a ninguna operación real; cursos subvencionados y nunca impartidos: basta tener en cuenta que de los 271.000 alumnos que en teoría se beneficiaron de los cursos, la Seguridad Social no llegó a identificar a casi 60.000, es decir, el 22%. Sin embargo, los beneficiarios de las subvenciones nutrían con estos trabajadores fantasmas los listados de alumnos, partes de asistencia, gastos de material, etc. El Tribunal reclama que patronal y sindicatos devuelvan 2,1 millones de euros, que se han volatilizado en cursos no justificados.
El diagnóstico del Tribunal confirma lo que se sospechaba y que pocos estaban interesados en investigar: que la formación continua se ha convertido sobre todo en un método de financiación continua para la patronal y los sindicatos, y en un maná para expertos en la simulación continua. Las organizaciones empresariales, que por un lado cantan las virtudes de la competencia y del mercado, por otro practican la caza de la subvención. Y los sindicatos como Comisiones Obreras y UGT, siempre alerta para denunciar la privatización de los recursos públicos, parecen muy tranquilos cuando los fondos públicos van a los aparatos sindicales.
En un sector en que las centrales sindicales participan en la utilización de los fondos públicos, lo menos que puede decirse es que han resultados unos gestores muy ciegos o muy autocomplacientes. Imaginemos qué habrían dicho CC.OO. y UGT si, por ejemplo, se descubriera que los centros de enseñanza concertada estuvieran cobrando subvenciones por aulas inexistentes; si rellenaran los listados de alumnos con estudiantes fantasmas; si justificaran los gastos con facturas falsas; si rebajaran las horas de clase o los programas exigidos… ¿No habrían clamado contra el fraude y la apropiación indebida de fondos públicos por parte del sector privado?
Sin embargo, los mismos que se presentan como celosos guardianes de los fondos públicos en este caso parecen menos preocupados del despilfarro que de su posible utilización política. Nadie niega que hay que mejorar la gestión de estos fondos, pero no hay voces que exijan responsabilidades. Según CC.OO., las irregularidades son meras «discrepancias administrativas»; Gaspar Llamazares, el coordinador general de Izquierda Unida, pide al gobierno que no utilice esta fiscalización «como materia de confrontación solapada» en su debate con los sindicatos; Rodríguez Zapatero, secretario general del PSOE, asegura que sería un error que se abra «un debate de deslegitimación» de las organizaciones sindicales o empresariales; UGT, para quitar hierro al asunto, destaca que el descubrimiento de estas irregularidades demuestra que esos fondos están bien controlados y que hay que aprovechar la ocasión para mejorar la gestión. Pero lo que habría que revisar es si se puede dejar la gestión solo en manos de los mismos que han estado confortablemente instalados en un sistema fraudulento.
Ignacio Aréchaga