México. Seis meses de huelga lleva la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la mayor de América Latina, con 270.000 alumnos. La mecha de la huelga se encendió cuando el rector, Francisco Barnés de Castro, comentó a unos periodistas su intención de incrementar las tasas de matriculación de los simbólicos quince centavos anuales a 150 dólares para bachillerato y de veinte centavos a 200 dólares para licenciatura. Las familias que ganasen menos de 435 dólares mensuales, cuatro veces el salario mínimo, quedarían exentas del pago, y los fondos aportados por quienes pudieran pagar se destinarían a becas y bolsas de estudio para los más pobres.
Barnés dijo que no habría aumento de tasas académicas si el Congreso otorgaba un presupuesto suficiente para sufragar las necesidades de la universidad. Esto significaba duplicar el presupuesto de la UNAM, pero el aumento que aprobó el Congreso apenas supuso un 18,7% más que el del año anterior. El gasto por alumno universitario en México es 5.071 dólares anuales, muy por debajo de los 8.130 dólares que destinan como media los países de la OCDE.
Ante la insuficiencia presupuestaria, Barnés siguió adelante con su propuesta de elevar las tasas. El Consejo Universitario aprobó el Plan Barnés, con la única modificación de reducir la subida a la mitad. La medida se aplicaría únicamente a los alumnos que ingresasen a partir de ahora, para elevar paulatinamente los recursos de la institución. Otras universidades públicas de México tienen fijadas tasas significativas.
Quienes se opusieron a la subida argumentaron que sólo incrementaría un 3,9% los ingresos de la universidad, mientras que aumentaría el índice de abandonos. No faltó quien calificó la medida como un intento neoliberal de «privatizar» la universidad.
La huelga empezó el 20 de abril. Ante la presión, el Consejo Universitario aceptó dar marcha atrás. Pero el Consejo General de Huelga aprovechó la ocasión para ampliar sus reivindicaciones, exigiendo la entrada a la universidad sin examen de admisión y la ausencia de límite de permanencia en las aulas, pidiendo además, como condición para seguir con las negociaciones, la renuncia del rector.
Los huelguistas más radicales, que han tomado las instalaciones, impiden el acceso y rechazan cualquier posibilidad de diálogo, como lo han demostrado en reiteradas ocasiones.
El gobierno se niega a intervenir porque el fantasma del 68 campea por las aulas universitarias (el Ejército mató entonces a unos 400 estudiantes para disolver el movimiento estudiantil) y el país se encuentra en plena campaña electoral. El presidente Zedillo ha señalado que la ley no puede aplicarse ciegamente, pero recuerda que aplicar la ley a quien la infringe no es un acto contrario a la democracia. Mientras tanto, centenares de miles de estudiantes esperan a que unos cuantos «paristas» (como se llama a los promotores de la huelga) se decidan a dialogar con verdadero ánimo y las autoridades tomen cartas en el asunto.
De seguir las cosas como están, los estudiantes verán impedido el ejercicio de su derecho a la educación superior, el presupuesto -no precisamente abundante- se irá gastando y la UNAM se verá sumida en una profunda crisis, que puede ser su sepultura. Algunos autores, como Krauze, esperan que el fenómeno de los «paristas» constituya el último resabio de la generación del 68 y que la nueva generación señale el advenimiento de la sociedad democrática.
Xavier Ginebra Serrabou