Si el hombre, como alguien lo ha definido, es un «animal que cuenta historias», que aprende a distinguir el bien y el mal gracias en buena parte a los relatos, se comprende la importancia de quien elabora esos modelos de comportamiento. Hoy, por primera vez en la historia de la humanidad, la mayor parte de las «historias» que configuran la percepción de la vida cotidiana, no las cuentan ni los padres ni la escuela ni la comunidad religiosa. Esas historias son productos industriales y se elaboran en buena medida siguiendo las directrices del marketing.
Defender la necesidad de que el mundo de la comunicación no prescinda de los criterios éticos se ha convertido casi en un lugar común. El hecho de que se trate de una aspiración ampliamente compartida es quizás un síntoma de que, en este campo, abunda la superficialidad. En el ámbito de la información, la carencia de sentido moral es palpable no sólo cuando se difunden abiertamente mentiras y difamaciones, sino también cuando el único criterio de valoración del interés de la información acaba siendo lo morboso o lo sensacional.
También en actividades más creativas, como el cine o la publicidad, existe con frecuencia el prurito de pensar que las nuevas obras deben sorprender más, ser más fuertes que las anteriores, aunque sea a costa de explotar algunos aspectos degradantes, o de ridiculizar valores y realidades que significan mucho para millones de personas. Ante esos abusos, no sería realista, sin embargo, pensar que todo se resolvería con la imposición de códigos y reglamentos (aunque sean útiles y necesarios). Es preciso comprender que las consideraciones éticas no son un simple añadido a la hora de valorar la calidad de la información y de los productos de ficción.
La ficción, maestra de vida
Un libro publicado recientemente en Italia (1) aborda algunos de estos aspectos desde una perspectiva original. Aunque no pretenda ser un estudio sistemático de la ética de la comunicación, la obra de Gianfranco Bettetini y Armando Fumagalli, profesores de la Universidad Católica de Milán, parte de tres consideraciones de fondo. La primera es la convicción de que los valores, las opciones vitales, se pueden argumentar racionalmente (frente a quienes defienden que son simple cuestión de gustos); la segunda es la constatación de que los mass media no son nunca neutrales con respecto a los valores; y la última, que no se puede ver la ética como algo postizo, sino como un elemento constitutivo de cada acción humana en cuanto tal.
El libro aplica esas reflexiones a numerosos campos. Tal vez las más sugestivas sean precisamente las que se refieren a la ética de la ficción. Para muchos autores, las obras narrativas (literarias, cinematográficas, etc.) son verdaderas maestras de vida, porque -por decirlo de algún modo- saben tocar todas las teclas de la existencia humana. Algunos sostienen incluso que se podría mejorar la comprensión de otros ámbitos analizando el contenido de determinadas obras de ficción. Por ejemplo, considerar los efectos de las decisiones económicas en la vida de las personas a través de la novela Tiempos difíciles (Hard Times), de Dickens.
Ética de la «primera persona»
Y es que la narrativa no es sólo cuestión de lenguaje o de estilística, sino de creación de mundos, con personajes cuyas vidas nos interesan o con los que nos podemos identificar. Se entiende así a quienes sostienen que toda narración es implícitamente didáctica, ya que guía el deseo del lector o del espectador hacia unos escenarios, temas y objetos concretos, y no hacia otros. La narración ofrece una visión del mundo; me muestra también a las otras personas, de modo que puedo comprender mejor su vida. Me permite, en definitiva, una experiencia analógica que me «entrena» para la vida real.
Es significativo, en este sentido, que hasta el siglo XII tanto los filósofos griegos y romanos como los pensadores cristianos abordasen los temas de moral tomando como punto de partida las narraciones de los poetas y la literatura bíblica. La moral vista con los ojos del jurista es algo que se irá implantando más tarde, a partir del siglo XIV. Y más adelante, tras Hobbes y Hume, se pretenderá aplicar a la moral el modelo de las ciencias naturales.
Esos tres enfoques muestran la diferencia entre una ética de la «primera persona» y una ética de la «tercera persona» (la que ve con ojos de legislador o de observador). El único que se acerca a la práctica moral desde dentro es el modelo narrativo. De todo esto se deduce que la literatura o el cine de calidad tienen un papel importante en el proceso de comprendernos a nosotros mismos, a los demás y al mundo. Por eso, la narración es muy útil para la formación. Por la misma razón, a la hora de valorar un libro o una película no me puedo limitar a los aspectos formales, sino que debo juzgar todo el libro o el film: el punto de vista moral no es un añadido. Además, el «arte por el arte» no existe: es imposible hacer una obra que no implique, de algún modo, pensamiento.
Aprender de los clásicos
Desde esta perspectiva se advierte la diferencia entre presentar el mal y justificarlo. Se puede relatar un homicidio de tal modo que dé pena el homicida o la víctima; o de modo que induzca a aprobar o a rechazar el acto de violencia: con los mismos ingredientes se pueden construir historias muy diversas. Los grandes clásicos muestran la violencia, pero no se sirven de ella ambiguamente. Dostoievski en Crimen y castigo presenta el asesinato de Raskólnikov y las razones que le llevaron a cometerlo, pero no habla del delito de un modo tal que termine por debilitar su neta condena, e incluso por poner en duda si fue delito o no. Algunas investigaciones muestran que las acciones inmorales caen bien si el que las cumple es un personaje simpático.
Asimismo, si los medios de comunicación presentan constantemente casos límite, el efecto acabará siendo hacerlos más aceptables. Sobre todo cuando existe una difusa confusión entre lo «normal», lo más frecuente, entendido sociológicamente, y lo normal desde el punto de vista ético: lo que debe ser la norma de una conducta verdaderamente humana.
Flechazo y duración del amor
Tal vez así se entienda también mejor el problema de la representación del cuerpo y de la sexualidad, que no se reduce a cuestión de centímetros de piel expuesta. La sexualidad, para ser verdadera, necesita también de la intimidad. En este contexto, destaca el papel del pudor como protector de lo que sólo se da a la persona amada: con ella ya no hace falta el pudor. El espectador de una relación sexual ajena está fuera de la realidad de esa relación, que se acaba viendo dentro de una lógica de cosificación, apropiación y dominio. Además, teniendo en cuenta la realidad de la naturaleza humana, resulta objetivamente difícil la representación del desnudo artístico, aquella que no busca suscitar la pasión sexual.
Otro punto también sutil, pero importante, es el de la representación del amor que se hace en las historias de ficción. Desde hace quizás un siglo y medio, al menos en la cultura occidental, se suele presenta el amor como conquista. Es decir, se muestra el momento efímero de la elección, pero casi nunca aparece el elemento de duración y los innumerables detalles y gestos que lo integran y lo hacen posible. Los relatos subrayan casi exclusivamente el momento pasional, con lo que se priva al lector o espectador de recursos para valorar el matrimonio como institución. Se presenta la boda como fin y culminación de la película, pero no como comienzo. La idea de amor reducido al «flechazo» tiene origen novelesco. Sería deseable, por consiguiente, que la representación del amor esponsal tuviera más espacio en la literatura y en la ficción audiovisual.
Los límites de la creatividad
Posiblemente, la misión del artista en este contexto sea mostrar de modo creíble esa verdad sobre el hombre. Para algunos, por el contrario, la principal tarea sería dejar absorto al público, presentándole, por ejemplo, escenas cada vez más fuertes. Aunque suelan ser productos de los que nadie se acuerda pasadas unas semanas, si alguien levanta la voz contra esos excesos, de inmediato se alzan implacables los escudos corporativos y se invoca el fantasma de la censura.
El problema es si lo que algunos entienden por creatividad es el único valor. Pero incluso la misma experiencia demuestra que la creatividad totalmente libre no existe en la realidad. Hay límites que de hecho no se traspasan: por ejemplo, difícilmente se rodarían hoy películas que propugnaran planteamientos anti-ecológicos, o contra los hebreos o de apoyo al KKK.
En todo caso, hay que tener en cuenta las repercusiones que muchas de esas ideas (en algunos casos, auténticas perversiones) tendrán en el público. Y no se trata sólo de que, como suele decirse, algunas escenas «pueden herir la sensibilidad del espectador». Más peligroso es que, por su frecuencia y presentación, contribuyan a hacernos insensibles a comportamientos que rebajan la dignidad humana. Además, en los últimos años, con la multiplicación de los canales, el uso del mando a distancia hace que incluso una buena parte de lo que se ve en televisión sean trozos de programas o películas, carentes de todo contexto: de este modo se pierden los matices y el sentido global.
Ante esos riesgos, un pensador como el filósofo Karl Popper no tenía dudas. Cuando invocaba el control social de los medios de comunicación, particularmente de la televisión, ponía el ejemplo de que no se puede atravesar Roma en un coche a doscientos kilómetros por hora.
Lejos de caer en un catálogo sobre lo permitido y lo prohibido, los planteamientos éticos, como los que defienden Bettetini y Fumagalli en el libro mencionado, dan el oxígeno de la autenticidad al mundo de la narrativa. La ética de la «primera persona» ayuda también a no caer en razonamientos del tipo «de todas formas, si esto no lo hago yo, lo hará otro». En realidad, no es lo mismo: no es lo mismo si roba otro o si robo yo. Si robo yo, me convierto en un ladrón. La acción me cambia. Si un programa degradante lo escribo yo, lo realizo yo, lo transmito yo… yo también me contamino.
Lo que la taquilla no manda
Está comprobado que las películas más taquilleras en todos los países son las calificadas para todos los públicos. No es cierto que los ingredientes que garanticen el éxito sean necesariamente el sexo y la violencia. Películas como Showgirls, Striptease o Lolita, por citar algunos casos de los últimos años, se puede decir que han fracasado en la taquilla, a pesar de que la prensa les haya dedicado gran espacio y promoción. Es muy frecuente también que en los festivales, las películas más aireadas sean esas que luego se olvidan enseguida, mientras que otras más valiosas, que se relegan a un segundo plano, tienen una vida mucho más larga.
A la gente le siguen gustando las historias con contenidos positivos. Una demostración de que retratar el bien de manera creíble tiene incluso su recompensa en el mercado la ofrece el caso de la serie La Biblia, posiblemente uno de los proyectos de ficción para la televisión más ambiciosos de los últimos años.
Matilde Bernabei, administradora delegada de la productora Lux, explica en una entrevista publicada en La Rivista del Cinematografo (julio-agosto 1999) que al comienzo del proyecto, «el primer drama fue constatar que no había en el sector especialistas creyentes. Sobre todo, personas que pudieran escribir las historias. De todos los que contactamos, ninguno era creyente, y los que se declaraban como tales, escribían pequeños desastres». La segunda decepción fue comprobar el ambiente escéptico, y en buena parte hostil, con que muchos ejecutivos de televisión acogieron el proyecto de una serie basada en «valores en los que no cree ya nadie».
El éxito de audiencia demostró que la sensibilidad con que los responsables de esos medios saben captar los intereses del público no era tan infalible como se creía. En el fondo, como ya denunció Medved en su libro Hollywood vs. America (ver servicio 167/92), la elite de los mass media que crea buena parte de lo que se ve en el mundo, forma una casta aparte que vive en una «realidad virtual» a veces muy lejana de los intereses del público. Por fortuna, parece que las sensibilidades están cambiando. La conclusión no es que «la taquilla mande», sino que no hay que achacar a la taquilla culpas que son de otros.
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(1) Gianfranco Bettetini y Armando Fumagalli. Quel che resta dei media. Idee per un’etica della comunicazione. Franco Angeli. Milán (1998). 334 págs. 38.000 liras (19,62 euros).