Contrapunto
Quizá sea un efecto bola de nieve, quizá sea una astucia de este Papa mediático, pero con cuatro audiencias generales en julio y agosto ha conseguido que en la prensa se hable del cielo, del infierno, del purgatorio y del diablo más de lo que últimamente se predica de estas realidades en bastantes iglesias. Muchos comentaristas han mostrado su perplejidad ante lo que consideran una «revisión» de la doctrina oficial sobre el Más Allá. Algunos que normalmente tachan al Papa de conservador, parecían molestos por una presentación de la doctrina que trastocaba sus esquemas mentales. Y otros hasta interpretan que Juan Pablo II ha hecho una «rebaja» de la escatología, obligado por «el acoso de la ciencia», como si la ciencia investigara sobre el otro mundo.
Es verdad que Juan Pablo II tiene la habilidad de dar brillos nuevos a la doctrina cristiana de siempre. Pero es poco serio decir que el Papa ha reinventado el Más Allá. Lo que más ha llamado la atención es la afirmación de que el cielo, el purgatorio y el infierno no son lugares, sino estados de vida. «El cielo -ha dicho Juan Pablo II-, descrito con tantas imágenes, no es una abstracción ni un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con Dios». Quizá alguno tiene aún la idea del cielo como de una inmensa y confortable sala de estar. Pero, sin ir más lejos, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta ya el cielo no como un lugar, sino como un estado de vida: «Vivir en el cielo es ‘estar con Cristo’… El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él» (nn. 1025-1026).
Aunque la Divina Comedia y la imaginería tradicional hayan dejado una honda huella en nuestra cultura, no puede decirse que Juan Pablo II prive de dramatismo a la situación de los condenados. Las imágenes de la Biblia, explica el Papa, presentan el infierno como «la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría». Y el propio Juan Pablo II cita el Catecismo de la Iglesia católica, que dice: «Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033). Opinar que con esto se suaviza el drama de la condenación es pensar que sólo el sufrimiento físico es temible.
Del mismo modo, Juan Pablo II se mueve en un terreno perfectamente tradicional cuando afirma que «los que terminan su vida terrena en apertura a Dios, pero de modo aún imperfecto, necesitan una purificación», que es lo que la fe enseña mediante la doctrina sobre el Purgatorio. Quien desee confrontarla, puede leer el Catecismo, que dice que «la Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del estado de los condenados» (n. 1031).
A otros les ha parecido una innovación triunfalista que Juan Pablo II diga que «nosotros creemos que Jesús ha vencido definitivamente a Satanás y nos ha liberado de su temor». Pero es disculpable que repita una convicción compartida desde el tiempo de Jesús y los Apóstoles. Lo cual no excluye que siga habiendo lucha entre el bien y el mal en este mundo, pero implica que ya sabemos cuál es el resultado final.
En cualquier caso, la habilidad del Papa ha estado en sacudir la modorra veraniega recordando las realidades últimas en esos momentos en que todos procuramos sacar el máximo partido a este mundo. Y el hecho de que no haya dejado indiferente a la opinión indica que es una tecla que podría tocarse con más frecuencia. Falta hace. La extrañeza de ciertas reacciones revela el estado fósil de los conocimientos religiosos de algunos comentaristas, que podrían descubrir un sinfin de «novedades» en el Catecismo de la Iglesia Católica. Si no, cualquier día algún comentarista se asombrará de que ahora los mandamientos de la Ley de Dios pasen a ser diez.
Juan Domínguez