Emotiva visita de Juan Pablo II a Polonia
Ha sido el viaje de las emociones, de los sobresaltos -para el Papa y para los periodistas-, del esfuerzo, de la esperanza. Ha sido también la ocasión de desmentir un tópico: puede ser que algunos se hayan dejado seducir por el consumismo, pero no es cierto que el país ya no escuche como antes a Juan Pablo II. Unos diez millones de personas (uno de cada cuatro polacos) han estado presentes en los distintos actos, y los medios de comunicación del país los han cubierto ampliamente. Polonia, semper fidelis -como ha recordado el mismo Papa-, se mantiene firme en la fe.
Las casas, calles y edificios públicos de las ciudades visitadas por el Papa -sedes de los partidos de izquierda incluidas- lucían banderas vaticanas y polacas. En este séptimo viaje del Papa a su patria -el número 87 fuera de Italia-, el país se ha volcado. Como Juan Pablo II, que ha visitado diecinueve ciudades en trece días (5- 17 de junio): un esfuerzo enorme para un hombre anciano que -como escribe Luigi Accatoli en el Corriere della Sera- «continuamente se exige a sí mismo hasta el límite de sus fuerzas».
En la octava jornada resbaló, cayó y se dio un golpe en la cabeza del que se repuso enseguida, pero que le dejó una visible herida en la frente. Cuando el viaje llegó al décimo día, el portavoz del Papa anunció que alargaría el viaje para ir a Armenia, a visitar al patriarca ortodoxo Karekin I, gravemente enfermo. Pero una fiebre, fruto del esfuerzo, de los cambios de temperatura -el día anterior había pasado del fuerte sol de la mañana en Lowicz a la humedad de la tarde en Sosnowiec-, de los viajes en helicóptero -más de veinte-, le obligó a guardar cama durante veinticuatro horas. Pero ya por la tarde se asomó a la ventana, para saludar a los jóvenes que le dedicaban una serenata. Y al día siguiente, ya estaba en pie, de nuevo en camino.
Tarde de recuerdos en Wadowice
Fue ese día -el de Wadowice- el más emocionante de todo el viaje. Juan Pablo II no será el «Papa invencible», como titulaba un periódico polaco, pero sí es un hombre que no se rinde. Encorvado pero feliz, por tercera vez en Wadowice desde que fue elegido Papa, Juan Pablo II vivió una tarde llena de recuerdos en su ciudad natal. Estaba pletórico, rodeado por sus paisanos, que le acogieron con desbordante cariño.
«La ciudad de mi infancia, la casa paterna, la iglesia de mi santo bautismo… Quiero atravesar estos umbrales hospitalarios, inclinarme ante mi tierra natal y sus habitantes, y decir las palabras con las que se saluda a los parientes al retorno de un largo viaje: ‘¡Sea alabado Jesucristo!’… Y la casa que se encuentra a mis espaldas, en la calle Koscielna. Y cuando miraba a través de la ventana, veía el reloj de sol y el texto: ‘El tiempo se va, la eternidad espera'».
Así iniciaba uno de los discursos más personales de su pontificado, en el que, mezclando el texto escrito con improvisaciones, hiló un recuerdo tras otro: las calles y los parques de Wadowice, el instituto, la librería, incluso la pastelería y los dulces que le gustaban, y las personas: sus compañeros de curso, de teatro -el Papa citó incluso Antígona, que había representado, entre otros clásicos-; su amigo judío, Jurek Kluger; los sacerdotes que estuvieron con él en el seminario: «Hay una crónica del corazón que no se desvanece», dijo.
Fue entonces cuando el Papa, respondiendo a los jóvenes que le cantaban Sto lat! («¡Que vivas cien años!»), dijo que eso era «más fácil de cantar que de realizar». La multitud le dijo: «¡Te ayudaremos!», y Juan Pablo II concluyó: «Dios quiera que esto se realice».
Confiar en la razón
Pero el viaje no ha sido nostálgico. Juan Pablo II ha llevado a Polonia un mensaje rico y preciso. El tema central de la visita era las bienaventuranzas, y el lema, «Dios es amor». De ello habló también a los profesores universitarios en Torun, la ciudad de Copérnico. Al final de un siglo de guerras, de ideologías totalitarias, de campos de concentración, el mundo necesita y busca la esperanza, pero sólo la encontrará en Cristo: «Para descubrir la esperanza hay que mirar a lo alto, mirar a Cristo, que ha enseñado a la humanidad la verdad más profunda sobre Dios, y al mismo tiempo sobre el hombre. Dios es amor; este amor, que es un Don, se da al ser humano mediante el acto de la creación y de la redención».
A los científicos recordó que para Copérnico, el descubrimiento del heliocentrismo -mucho antes que Galileo- no supuso más que un nuevo motivo para admirar aún más al Creador del mundo y de la razón humana. Separar la razón de la fe «es uno de los grandes dramas del hombre, y supone un gran daño no sólo para la religión, sino para la misma cultura (…). Hoy día se nos intenta convencer de que se ha terminado para siempre el tiempo en que se creía en la certeza del conocimiento de la verdad, y que estamos condenados a la total falta de sentido, a la provisionalidad de los conocimientos, al constante cambio y relativismo»; frente a esto, recalcó la «confianza que merece la razón humana y su capacidad de conocer la verdad, también la última y absoluta».
Homenaje a Solidaridad
El primer discurso «fuerte» de la visita fue en Gdansk. Casi veinte años después de aquel agosto de 1980, cuando los obreros de los astilleros Lenin se alzaron contra el partido comunista e impusieron al gobierno el primer sindicato libre en la historia del comunismo, el Papa rindió homenaje a Solidaridad: «Solidaridad abrió las puertas de la libertad en los países esclavizados por el sistema totalitario. Derribó el muro de Berlín, y contribuyó a la unidad de Europa, dividida desde la II Guerra Mundial. Nunca debemos borrar esto de nuestra memoria. Este acontecimiento forma parte de nuestro patrimonio nacional».
Palabras fuertes, pero no sorprendentes. El Papa ha negado siempre que personalmente haya tenido un papel decisivo en la caída del comunismo, pero ha reivindicado el papel central del cristianismo, Solidaridad y Polonia. Desde las procesiones de protestantes y católicos contra el régimen de Alemania del Este, que atravesaban las ciudades en muda protesta y terminaban en las iglesias para rezar por la libertad, hasta el movimiento sindical que sacudió los cimientos del sistema polaco, la fe ha estado Juan Pablo II- en la base del cambio.
En 1987, el Papa hizo su primera visita pastoral a Gdansk, y el contraste entre las dos estancias era un símbolo de los enormes cambios que se han producido en Polonia. Entonces gobernaba el general Jaruzelski, el movimiento sindical había sido destruido tras el golpe de Estado de diciembre de 1981, y el régimen se sentía lo suficientemente fuerte como para permitir al Papa que visitara la cuna del sindicato. La ciudad estaba tomada por la policía, los controles eran continuos, pero nadie podía callar al Papa, que ante un millón de fieles pronunció más de diez veces la palabra «Solidaridad» entre los aplausos delirantes de la muchedumbre. «Eran tiempos muy distintos; la nación se enfrentaba a otras experiencias y otros desafíos; yo hablé ante vosotros, pero en cierto modo ¡hablé en vuestro nombre!», decía esta vez el pontífice.
En el Parlamento
Polonia vive ahora en un régimen democrático, tiene un alto crecimiento económico, el casco histórico de Gdansk -una de las ciudades de la Liga Hanseática y con un rico pasado- ha sido restaurado, y la ciudad tiene el menor porcentaje de paro de todo el país (un 3%). Y mientras en 1987 el viaje acabó en una tirante entrevista entre Juan Pablo II y Jaruzelski, en 1999 hemos visto al Papa que, en el aeropuerto de Cracovia, invitaba al presidente Alexander Kwasniewski y a su mujer a subir al «papamóvil». Un gesto que refleja las nuevas relaciones entre Iglesia y poder político en la moderna Polonia.
El momento dedicado para pasar revista a estas relaciones fue el discurso del Papa al Parlamento polaco. Por primera vez, Juan Pablo II se dirigió a un parlamento nacional -sólo ha hablado ante el Parlamento Europeo y ante la Asamblea de las Naciones Unidas- para dar gracias al «Señor de la Historia» por los cambios que han tenido lugar en Polonia en los últimos veinte años.
El Papa citó el concordato entre Polonia y la Santa Sede, que, tras su aprobación por el gobierno y el Vaticano, estuvo sin ratificar por el Parlamento durante cinco años, hasta febrero de 1998. Reivindicó el derecho de la Iglesia a defender las bases éticas fundamentales de la sociedad: «La Iglesia, que bajo el poder totalitario intervino en numerosas ocasiones en defensa de los derechos humanos, también ahora quiere promover la construcción de la vida social y el orden jurídico sobre bases éticas sólidas». Y elogió de nuevo a Solidaridad.
«Somos conscientes de que el encuentro de hoy en el Parlamento no habría sido posible sin la firme protesta de los obreros polacos en la costa báltica, no habría sido posible sin Solidaridad, que emprendió el camino de la lucha pacífica por los derechos del ser humano y de la nación entera», dijo el Papa. Y añadió: «El recuerdo de los mensajes morales de Solidaridad tendría que influir hoy en mayor medida en la calidad de la vida en Polonia, en su estilo político, o en la manera de desempeñar cualquier otra actividad pública». Advirtió también que, tras la caída del comunismo, es preciso hacer frente a otro peligro, señalado en la encíclica Veritatis splendor: el peligro de una democracia sin valores, que fácilmente puede degenerar en un relativismo ético: «De vosotros depende ahora -dijo a los políticos presentes- qué forma concreta revestirán en Polonia la libertad y la democracia».
Misión de los laicos
Pero Juan Pablo II no atribuye sólo a los políticos la responsabilidad de edificar la vida social. En Siedlce recordó la vocación universal al apostolado de los fieles laicos. «Mucha gente en nuestro mundo, especialmente la juventud, está desorientada (…). Los laicos, viviendo en el mundo, podéis transformar activa y eficazmente el mundo con el espíritu del Evangelio. Sed sal que da sabor cristiano a la vida. Sed luz que brilla en las tinieblas de la indiferencia y el egoísmo».
El Papa volvió sobre el tema en Stary Sacz: «¿Qué hacer para que el hogar de familia, el colegio, la oficina, la aldea y la ciudad, y -en fin- todo el país sean morada de personas santas, que actúan por el amor, que son fieles a la enseñanza de Cristo con el testimonio de la vida cotidiana? (…) Hace falta valentía, no esconder la luz de la fe bajo el celemín. Hace falta, finalmente, que en los corazones de los fieles arraigue ese deseo de santidad que conforma no sólo la vida privada, sino también toda la vida social».
Para alcanzar la santidad se precisan unos medios, que el Papa recordó en su homilía -leída por el nuncio- en Cracovia. Por una parte, los sacramentos: «En el umbral del tercer milenio pido a todos mis compatriotas: conservad la buena tradición de la Misa dominical. Padres, mantened y cuidad la hermosa costumbre cristiana de acudir a la Misa dominical con vuestros hijos».
Otro medio indispensable es la meditación de la palabra de Dios. «Es necesario que nuestra generación sea un prudente constructor del futuro. Y prudente constructor es aquel que escucha la palabra de Dios y la cumple (…) ¡Entrad en el nuevo milenio con el libro de los Evangelios! ¡Que no falte en ningún hogar polaco! ¡Leedlo y meditadlo! ¡Dejad que Cristo os hable!». A continuación habló de la necesidad de ser fieles a la recta interpretación del Evangelio, pues hoy día «existe la tentación de interpretar la Sagrada Escritura sin tener en cuenta la secular Tradición de la Iglesia, empleando claves válidas para la moderna literatura o el ensayo. Esto es causa de peligrosas simplificaciones y falsificaciones de la verdad revelada».
Compromiso social
En cada viaje a Polonia, Juan Pablo II canoniza un santo de tiempos antiguos, como para recordar a los polacos sus raíces cristianas, y una nueva hornada de santos modernos. Esta vez elevó a los altares a Santa Kinga (Cunegunda), una princesa húngara del siglo XIII que se casó con un príncipe polaco, gastó todas sus riquezas en favor de los pobres y fue fundadora de un monasterio de clarisas. Y, convencido de que este siglo que se acaba ha sido un siglo de pecadores, pero también de santos, el Papa beatificó en Varsovia 108 mártires de la II Guerra Mundial, sacerdotes y laicos, hombres y mujeres -entre ellos, algunos que conoció personalmente-, «testigos de la presencia de Dios en el mundo, que forman parte de nuestra generación».
El ejemplo de Santa Kinga muestra que la santidad trae consigo importantes consecuencias en la vida social, que Juan Pablo II recordó a sus compatriotas, convocándoles a empeñarse personalmente en la construcción de una civilización basada en el amor. Un primer compromiso social es el matrimonio y la familia, camino de santidad. «En ninguna circunstancia se puede dudar del valor del matrimonio, esa unión indisoluble de dos personas (…) El matrimonio es un camino de santidad, incluso cuando se convierte en un via crucis», dijo durante la canonización. En Lowicz recordó a los padres su especial vocación de recibir y educar a los hijos que Dios les dé. Con fuerza reiteró la doctrina de la Iglesia sobre el aborto: «Nadie, en ninguna situación, puede apropiarse el derecho de destruir una vida humana inocente». Citando al cardenal Wyszynski, dijo: «Queremos ser una nación de vivos, y no de muertos».
El Papa se refirió otra vez a la familia en Sandomierz. Al comentar una bienaventuranza de los limpios de corazón, habló con gran claridad de la virtud de la pureza, especialmente a los jóvenes, y de la necesidad de cuidarla en la vida social. «¡No os dejéis esclavizar! ¡No os dejéis engañar por apariencias de felicidad que exigen pagar un precio demasiado alto!». Habló muy en concreto de la necesidad de que las familias se defiendan de la pornografía, que hoy penetra en la intimidad de sus hogares de muy variadas formas.
El mensaje a favor de la familia y la vida fue corroborado con un gesto en Gdansk. Allí, Juan Pablo II bendijo una imagen de la Virgen embarazada, que preside una casa para madres solteras, creada como regalo al Papa tras su peregrinación de 1987. Para esta ceremonia se congregaron 40.000 mujeres que han vivido y dado a luz a sus hijos en este centro. Iniciativas como esta se encuentran entre las causas de que en Polonia, en los últimos años, haya habido un fuerte descenso del número de abortos, que en la época comunista alcanzaba el medio millón anual.
La persona, por encima del mercado
El viaje tuvo también su mensaje social, y en varias ocasiones el Papa recordó que no se puede pisotear a las personas en aras del progreso económico y del mercado. «El hombre no puede ser tratado como un instrumento de producción -dijo en la ciudad minera de Sosnowiec-. Parece que, en nuestro país, en un tiempo de cambios económicos, se aprecian síntomas de esta amenaza. Se presentan allí donde en nombre de las leyes del mercado se olvidan los derechos humanos, como cuando se piensa que el beneficio económico justifica la pérdida del trabajo y quien pierde el trabajo pierde también cualquier perspectiva de mantenerse a sí mismo y a su familia. Esto sucede cuando, para aumentar la productividad, se niega al trabajador el derecho al descanso, al cuidado de su familia, a la libertad de programar la propia vida».
En Elk, región especialmente afectada por el paro, Juan Pablo II precisó que la «bienaventuranza de los ‘pobres de espíritu’ abraza también a los ricos en bienes materiales que se muestran prestos a ayudar a los necesitados y no están apegados a las riquezas, sino que comprenden su fin específico. Los bienes materiales son para servir a los otros, especialmente a los necesitados».
El «viaje de las emociones» se cerró con la promesa del Papa de volver de nuevo a Polonia y con un largo saludo desde las escalerillas del avión que tenía que devolverlo a Roma. Como si Juan Pablo II no quisiera marcharse, subía lentamente los peldaños, se detenía, se volvía a saludar a los miles de personas que le decían «¡quédate!», besaba a un niño hasta que por fin se decidía a abandonar su patria. Su último mensaje fue pedir a los polacos que le sostengan en su ministerio pastoral «mientras la Divina Providencia me permita llevarlo a cabo».
Empeño ecuménicoUno de los temas principales del viaje ha sido el ecumenismo. Juan Pablo II ha podido hablar ante miles de peregrinos venidos de Lituania (acudió el episcopado en pleno), Bielorrusia, Hungría, Ucrania y Rusia. El Papa, en diversas ocasiones, ha recordado que Europa debe respirar por sus dos pulmones (Occidente y Oriente), y que Polonia, por su historia y situación geográfica, tiene un papel importante en este empeño. En Siedlce puso el ejemplo de los treinta mártires grecocatólicos de Pratulin, que dieron su vida por defender la libertad de su conciencia. El Papa apeló a buscar lo que une a los católicos con otros cristianos, que es más que lo que los separa.
Un fruto palpable del encuentro ecuménico de Siedlce fueron las palabras del metropolita ortodoxo Sawa, cabeza de la iglesia ortodoxa polaca, quien -al contrario que en otras alocuciones suyas de los últimos tiempos- dijo que la variedad de ritos de los cristianos no debe ser fuente de divisiones y odios. «Hace falta una conversión ecuménica -manifestó-, abandonar estereotipos y dar un testimonio común». Resulta significativo que se refiriera al Patriarca ecuménico de Constantinopla y no al más cercano -y menos comprometido en el diálogo con los católicos- de Moscú. Al terminar ese encuentro, Juan Pablo II recordó emocionado los gritos unánimes de los rumanos durante su reciente estancia en aquel país: «¡Unitate, unitate, unitate!».
Un dato menor fue el incidente protagonizado por el principal rabino de Polonia, Menachem Pinchas Joskowicz. Durante su breve encuentro con el Papa, de forma inoportuna, le pidió que se retirase la única cruz que queda en las inmediaciones del campo de concentración de Auschwitz: la llamada cruz papal, porque ante ella Juan Pablo II celebró Misa en un viaje anterior. Las demás han sido retiradas por iniciativa de los obispos. Ese mismo día por la tarde, la agrupación de judíos polacos dijo que el rabino Joskowicz habló en nombre propio, no en el de la comunidad judía, y que el tono de su intervención fue áspero, por lo que dejará de ejercer como rabino principal de Polonia.
Miguel Castellví