El pasado 1 de enero entró en vigor en Suecia la polémica ley que castiga «la compra de servicios sexuales» con penas de hasta seis meses de prisión o de una multa. Las prostitutas podrán seguir ofreciendo sus servicios sin incurrir en delito, pero quien intente hacer tratos con una profesional en la calle, en un club privado o en una casa de citas, se expone a tener problemas con la policía.
Han sido sobre todo los colectivos feministas los que han abogado por esta ley, que nadie se habría atrevido a proponer en nombre de las «buenas costumbres». Pero, hoy en Suecia, las buenas costumbres exigen perseguir todo lo que suponga una desigualdad para la mujer. En este caso, la ley se inscribe en un marco jurídico más amplio de lucha contra la violencia y la explotación de la mujer, con la idea de que la prostitución es denigrante para ella, y que no se puede permitir que el cliente alquile impunemente un cuerpo. Los adversarios han dicho que la penalización llevará a que la prostitución sea más difícil de controlar, pues adoptará formas más sórdidas en la clandestinidad. Pero este argumento, al que los colectivos feministas suelen ser sensibles en el caso del aborto, no les convence ahora: la ley tendrá al menos un carácter disuasorio, dicen, y transmitirá el mensaje de que la compra de servicios sexuales atenta contra la dignidad humana. El gobierno sueco quiere «mostrar que la sociedad mantiene una posición crítica, sin ambigüedades, frente a quienes explotan a la mujer».
El debate sobre el tratamiento legal de la prostitución es tan viejo como el oficio. Todavía hoy se discute si es mejor el prohibicionismo, que considera la prostitución como un delito; la reglamentación, que la tolera como un mal inevitable que es preciso canalizar y controlar; o la postura abolicionista, contraria a toda reglamentación, y que sólo prohíbe el proxenetismo. En lo que todo el mundo está de acuerdo es que la prostitución ha ido cada vez a más, y lo que antes eran actividades artesanales se ha transformado en una industria del sexo.
Una transformación verdaderamente paradójica en una época que esperaba que la liberación sexual haría por fin del sexo algo natural, sin tabúes ni comercio. Los hombres jóvenes ya no tendrían que recurrir a prostitutas para lograr su primera experiencia sexual, que ahora podrían tener en una relación sentimental. La prostitución sería cada vez más marginal. Pero aquí se ha producido eso que Octavio Paz llamaba uno de los «tiros por la culata de la modernidad». Como escribía el poeta mexicano en su obra La llama doble, aunque el comercio sexual siempre ha existido, la novedad estriba en las proporciones del fenómeno y en el cambio de naturaleza que ha experimentado: «Se suponía que la libertad sexual acabaría por suprimir tanto el comercio de los cuerpos como el de las imágenes eróticas. La verdad es que ha ocurrido exactamente lo contrario. La sociedad capitalista democrática ha aplicado las leyes impersonales del mercado y la técnica de la producción en masa a la vida erótica. Así la ha degradado, aunque el negocio ha sido inmenso».
El negocio es bien visible, también en su oferta publicitaria. Sin ir más lejos, los anuncios relacionados con la prostitución suponen hoy entre la cuarta parte y la mitad de los anuncios clasificados de los tres principales diarios madrileños. Si una sección publicitaria de dietas de adelgazamiento ocupara una extensión semejante a la de «relax», pensaríamos que la sociedad está obsesionada con los kilos y que existe una epidemia de anorexia. Pero parece que las «trabajadoras/es del sexo» han adquirido esa carta de normalidad laboral que es la oferta publicitaria.
Para los periódicos es también una buena fuente de ingresos, aunque sea al precio de la incoherencia. Así, en la página editorial clamarán contra cualquier actitud que discrimine o lesione la imagen de la mujer, sin preguntarse qué idea de la mujer trasmiten sus páginas publicitarias con los anuncios que ofrecen «hazme lo que quieras» por 10.000 pesetas. La licencia sexual, como escribía Octavio Paz, «ha resecado las sensibilidades y ha hecho de la libertad sexual la máscara de la esclavitud de los cuerpos».
Hoy empiezan a verse los costes sociales del descarnado laissez-faire de la industria del sexo. Y el siglo que enarboló la bandera de la libertad erótica termina con monsergas machaconas sobre el sexo seguro y leyes que intentan poner freno a la prostitución, al turismo sexual y al abuso contra menores. Pero es improbable que el Código Penal pueda poner trabas a este fenómeno, si la familia, la educación, la cultura y los medios de comunicación no transmiten una idea más elevada de la sexualidad. Y ese cambio aún está por hacer.