Una revisión de «Scientific American»
¿Qué sabemos sobre la evolución del universo?La ciencia actual nos presenta un mundo que se ha formado en sucesivas etapas desde la Gran Explosión (Big Bang) inicial. Los científicos están de acuerdo en las grandes líneas, discrepan acerca de muchos problemas particulares, y se plantean, con desigual fortuna, los interrogantes filosóficos y teológicos sobre el mundo y el hombre. Así se advierte en un número monográfico que, con ocasión de su 150 cumpleaños, la revista Scientific American dedica a examinar los conocimientos actuales sobre la evolución del universo y las perspectivas para el futuro (1).
El modelo de la Gran Explosión goza de excelente salud. Los científicos admiten que el universo se formó a partir de un estado primitivo en el cual toda la materia y la energía estaban concentradas en un espacio pequeño, con una temperatura enorme. Las pruebas principales de este modelo son ya clásicas, y están bien comprobadas: la radiación de fondo que se midió por vez primera en 1964 y que es como un fósil de los sucesos que tuvieron lugar cuando el universo sólo tenía 300.000 años, la abundancia relativa de los elementos ligeros (hidrógeno, helio, etc.) en el universo, la edad de los componentes del universo.
¿Qué edad tiene?
Subsisten dudas sobre la edad del universo, que suele cifrarse entre 10.000 y 20.000 millones de años. Se nos dice ahora que, según unos cálculos, podría oscilar entre 12.000 y 16.000, y según otros, entre 8.000 y 11.000. Y se añade una nueva incertidumbre: los cúmulos globulares tienen una edad comprendida entre 12.000 y 18.000; ¡podrían ser, por tanto, más viejos que el universo!
Nada se sabe sobre lo que existía y sucedió en los primerísimos instantes. Sólo se dispone de conjeturas que no se pueden someter, por el momento, a pruebas experimentales. Quizá la Gran Explosión fue el resultado de una evolución anterior del universo. Es posible que la Gran Explosión no coincidiera con el origen absoluto del mundo, e incluso algunos dicen que pudo ser un acontecimiento que afectó solamente a una parte de un universo mayor.
Se afirma que en el universo primitivo existían sólo elementos ligeros, a partir de los cuales se formaron, por condensación gravitacional, las estrellas y galaxias. Los elementos más pesados, tales como el carbono, el hierro y tantos otros, se habrían formado en el interior de las estrellas, en las reacciones que allí tienen lugar a temperaturas enormes, y se dispersarían luego en la explosión de las supernovas. Aunque la formación del Sistema Solar sigue siendo una incógnita, se afirma que la Tierra se originó hace unos 4.500 millones de años.
El esquema general de esta evolución cósmica es generalmente admitido. Y la ciencia nada nos dice sobre la creación ni sobre el sentido del universo, que son problemas metafísicos y religiosos. Los cuatro autores del artículo sobre la evolución del universo, que son astrofísicos de primera línea, así lo reconocen, al afirmar que nuestro universo puede ser contemplado bajo diferentes perspectivas, tales como las del místico, el teólogo, el filósofo o el científico. Tienen razón. Esas perspectivas son diferentes y complementarias.
La evolución biológica
La evolución biológica goza también de gran aceptación. Existe una completa unanimidad entre los biólogos respecto al «hecho» de la evolución. Las discrepancias, nada pequeñas por cierto, se refieren a los «mecanismos» o explicaciones particulares de los procesos evolutivos.
Las discrepancias afectan, sobre todo, al origen de la vida en la Tierra. Sin embargo, en la actualidad va ganando terreno la hipótesis del «mundo del ARN», según la cual las moléculas de ARN o ácido ribonucleico son las precursoras de los vivientes que conocemos, porque podrían poseer la capacidad de catalizar su propia replicación (tarea actualmente encomendada a proteínas). Ésta es la opinión de Leslie E. Orgel, autor del correspondiente artículo, aunque señala las dificultades e incógnitas, nada despreciables, que encuentra esa hipótesis y cualquier otra que intente explicar científicamente el origen de la vida.
Pero también existen discrepancias cuando se trata de explicar la sucesiva evolución de los vivientes. En su artículo sobre este tema, Stephen Jay Gould sostiene que la selección natural darwinista debe ser completada: es insuficiente para explicar la evolución porque existen otros importantes factores (mutaciones genéticas neutrales, saltos evolutivos, extinciones en masa), y además porque la evolución, al ser un hecho histórico singular y muy complejo, incluye muchos elementos que no pueden ser resumidos en una teoría general. Ni siquiera sabemos cómo se originaron, en la explosión del período Cámbrico hace unos 530 millones de años, casi todos los planes fundamentales de los vivientes: Gould afirma que ese fenómeno fue el suceso más notable y misterioso en la historia de la vida.
Cuando llegamos al hombre, encontramos de nuevo múltiples incógnitas. En una entrevista incluida en el mismo número de Scientific American, Mary Leakey, que realizó tres descubrimientos centrales en la historia africana de los homínidos (en 1948, 1959 y 1978), llega a decir que las discusiones sobre este tema son un buen «ejercicio mental» que puede llegar al ridículo si se toma con demasiado acaloramiento.
William H. Calvin escribe sobre «la emergencia de la inteligencia», y se centra en los factores que hacen posible la existencia de nuestramente. Subraya, con razón, la importancia del lenguaje y de las capacidades lógicas que implica, y resume los conocimientos actuales sobre el cerebro, los experimentos con chimpancés, y las relaciones del lenguaje con nuestras habilidades motoras. Pero queda claro que la existencia de nuestras peculiares capacidades plantea numerosas incógnitas.
Es decir, subsisten muchos misterios cuya solución no es nada sencilla. Sin embargo, ello no impide que exista un consenso generalizado entre los biólogos acerca del esquema general de la evolución y de sus hitos fundamentales.
La vieja pretensión del naturalismo
En definitiva, encontramos la situación típica de las discusiones actuales: se tratan con muy buen nivel los problemas científicos centrales, se advierten las lógicas discrepancias que existen entre los científicos acerca de muchas cuestiones, y de vez en cuando, dependiendo de la idiosincrasia de los diferentes autores, tropezamos con problemas filosóficos o teológicos que se tratan con un éxito muy desigual.
La situación actual resulta paradójica. Por una parte, todo el mundo reconoce los límites de las ciencias y la legitimidad de otros accesos a la realidad. Pero, a la hora de la verdad, algunos científicos parecen suponer que todo es posible para la ciencia y que, por el contrario, nada es posible para otras perspectivas.
El «naturalismo» goza de cierta difusión, sobre todo en los medios intelectuales. Se trata de una vieja pretensión, que no quiere saber nada de causas «sobrenaturales». Por eso presenta el progreso científico como si significase la eliminación de cuanto se relaciona con Dios: la creación, el plan divino y su gobierno del mundo, la espiritualidad humana. A veces, simplemente se ignoran las dimensiones espirituales y los problemas metafísicos: así sucede, por ejemplo, cuando se habla de la «emergencia de la inteligencia» humana como si fuese un problema que se pudiera resolver por medios puramente científicos. Otras veces, asistimos a una verdadera confrontación con los problemas metafísicos, y no precisamente de un modo acertado. Veamos algunos ejemplos.
El puesto del hombre en el cosmos
Gould comienza su artículo sobre la evolución con un párrafo verdaderamente singular. Dice que algunos creadores anuncian sus intervenciones con gran aparato, como Dios, que dijo «Hágase la luz» y apareció el universo; en cambio, otros realizan grandes descubrimientos con modestia, como Darwin cuando definió el mecanismo de la evolución en 1859. Dejando de lado la posible irreverencia al comparar a Dios con Darwin, es claro que Gould opone, desde el principio, la creación divina y la evolución científica. A lo largo de su artículo, insiste una vez y otra en que el hombre es el resultado de un proceso muy complejo que incluye mucho azar y es impredecible: desea subrayar que somos un resultado accidental de la evolución, que posiblemente no se produciría si esa evolución se repitiera. Y afirma que esto implica una revolución conceptual que todavía no hemos asimilado. Luego, para rematar la faena, acaba con una cita bíblica, del libro de la Sabiduría.
El mensaje de Gould parece ser éste: como la ciencia no puede predecir los resultados de la evolución, somos un resultado imprevisible, accidental, y nuestra existencia no responde a ningún plan divino. Pero el razonamiento es muy débil desde el punto de vista de la filosofíay la teología. En efecto, un Dios que verdaderamente es la Causa Primera de todo, no necesita ecuaciones científicas ni nada parecido para que sus planes se realicen. Además, Dios no crea necesariamente: al afirmar la existencia de Dios hemos de afirmar también que la existencia humana es contingente, o sea, que podríamos no haber existido. Por fin, que el plan divino es compatible con la contingencia o accidentalidad, y que incluso de algún modo pareceexigirla, es una afirmación que, como las anteriores, se encuentra al menos en Tomás de Aquino, en el siglo XIII.
Desde luego, los filósofos y teólogos antiguos sabían poco de evolución, pero Gould parece saber mucho menos aún de filosofía y teología. Algo semejante le sucede a Steven Weinberg, quien, en su artículo introductorio, señala como de paso que no hay evidencia de que exista un plan en el origen y evolución de la vida. Weinberg es premio Nobel de física por sus trabajos sobre la teoría electrodébil, pero eso nada tiene que ver con su anterior afirmación. Como a Gould, más le valdría no meterse donde no le llaman. Es evidente que la ciencia nunca nos permitirá, por sí sola, afirmar que exista un plan divino, como tampoco nos permite negarlo. La ciencia proporciona, eso sí, mucho material para la reflexión filosófica sobre ese problema, pero para abordarlo seriamente es preciso adoptar una perspectiva filosófica y teológica: la ciencia no basta.
Galileo al revés
No me parece arriesgado afirmar que nos encontramos ahora con un nuevo caso Galileo, sólo que al revés. Los teólogos se equivocaron en el caso Galileo al meterse donde nadie les llamaba, queriendo solucionar problemas que eran de competencia de la ciencia. Ahora sucede algo semejante, pero al revés y a lo grande. Algunos científicos invaden tranquilamente el terreno de la filosofía y de la teología, pontificando sobre temas que la ciencia no puede resolver.
La analogía no es invención mía. La oí a un premio Nobel, quien decía que los científicos tienen hoy día el prestigio social que antes tenían los sacerdotes. En parte, es verdad. La comunidad científica tiene un peso social enorme, y dispone además de medios de comunicación que no existían hace siglos. Sus opiniones llegan a todos los ciudadanos, e impresionan bastante. Tendría que reflexionar seriamente sobre la actitud que toma acerca de cuestiones que no pueden resolverse sólo con la ciencia. En otro caso, podría provocar una contaminación intelectual y social que dejaría pequeña a la famosa Inquisición.
Mi vocación primera fue la ciencia. Siempre me ha encantado la ciencia, ahora también. Pienso que es uno de los principales logros de la humanidad. Precisamente por eso, siento repulsión cuando veo que la ciencia, su prestigio, sus logros, se utilizan como instrumento para invadir otros terrenos, sin respetar la legítima autonomía de cada perspectiva. Comprendo que Sagan, Gould, Weinberg y otros científicos viven en los Estados Unidos y allí encuentran algunos grupos fundamentalistas protestantes que, a veces, atacan a la ciencia, Biblia en mano. Pero deberían advertir que, en parte, se trata de una reacción frente a los excesos de algunos científicos.
En cualquier caso, es una lástima que, a estas alturas, cuando existe un acuerdo generalizado sobre las diferencias y complementariedad de la ciencia, la filosofía y la religión, todavía aparezcan, en publicaciones serias y con un prestigio indudable, gazapos que siembran confusión.
Inteligencia extraterrestre y robots
En la misma revista, Carl Sagan escribe un artículo sobre la búsqueda de vida extraterrestre, y Marvin Minsky otro en el que se pregunta: ¿heredarán la Tierra los robots?
Sagan recuerda que en 1992, con ocasión del quinto centenario del descubrimiento de América, la NASA se embarcó en un nuevo proyectode búsqueda de inteligencia extraterrestre, que fue cancelado un año más tarde por el Congresode los Estados Unidos y será resucitado ahora usando fondos privados. El tema es, sin duda, interesante, pero muy difícil:la señal más rápida enviada a la estrella más cercana tarda más de cuatro años en llegar allá.
Minsky, del M.I.T., se alinea con Hans Moravec, entusiasta defensor de los «hijos de nuestra mente», o sea, los robots que -según el autor- llegarán a superarnos y, finalmente, a sustituir. Y, de paso, insinúa que podremos conseguir una inmortalidad terrenal mediante la sustitución de las piezas gastadas de nuestro organismo. Pero reconoce que no es nada fácil y, además, que la gente con quien lo ha comentado no parece demasiado ilusionada con esa posibilidad.
Son dos artículos significativos porque muestran la tranquilidad con que se pueden decir cosas bastante fantasiosas en una revista científica seria. Personalmente, me llama la atención la enorme superficialidad de que hace gala en sus libros el materialista Sagan cuando aborda problemas filosóficos o religiosos, así como su entusiasmo, no muy científico, por la vida extraterrestre.
Mariano ArtigasMariano Artigas es Profesor Ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en la Universidad de Navarra._________________________(1) Se trata del número de octubre de 1994. En español, corresponde al número de diciembre de 1994 de Investigación y Ciencia. Se presenta acompañado de un vídeo y con ofertas especiales para la industria y la educación.