Periódicamente se resucita el debate sobre la legalización de la droga. Los menguados frutos de la represión llevan a pensar si lo peor del problema de las drogas no será que están prohibidas, pues esto causa un comercio ilícito muy lucrativo con su cortejo de delincuencia en la calle. También se aduce el respeto a la libertad del individuo: el Estado no es quien para dictar a la gente lo que debe o no consumir. Si se examina con detenimiento la cuestión, se concluye que esa propuesta se enfrenta con dificultades insuperables en la práctica, y que la legalización sería un experimento demasiado peligroso. Finalmente, aun reconociendo que la prevención es más fundamental, se puede deducir que también la represión contribuye a contener la plaga.
La polémica se planteó con especial intensidad hace seis años en Estados Unidos (ver servicios 94/88 y 122/89). A favor de la legalización se empleaban argumentos pragmáticos (evitar el crimen que acompaña al tráfico ilícito) y de principio (no controlar la conducta individual): los mismos que se repiten en todas partes cuando reaparece la cuestión.
Los promotores de la propuesta son, a veces, políticos o juristas desencantados ante la aparente inutilidad de la represión. Así ocurrió el año pasado en Estados Unidos, cuando la máxima responsable de la sanidad nacional declaró que convendría revisar la prohibición vigente. También en España, hace poco, el delegado del Plan Nacional sobre Drogas ha querido abrir un debate público semejante.
Otras voces a favor de la legalización provienen de intelectuales de ideología liberal que, además de razones prácticas, esgrimen sobre todo las de tipo teórico. Entre ellos se encuentran los norteamericanos Ethan Nadelmann, profesor de Princeton, y Milton Friedman, premio Nobel de Economía; en España, un conjunto en el que destaca el filósofo Fernando Savater.
También hay organizaciones que hacen campaña por la permisividad. Por ejemplo, en Suiza un grupo llamado Droleg acaba de anunciar que ha conseguido el número suficiente de firmas para convocar un referéndum sobre la legalización.
Los inconvenientes de la represión
Aunque no siempre defienden un «derecho a las drogas», los partidarios de legalizarlas sostienen por lo menos que ésa es la manera más eficaz de controlarlas, y sin los inconvenientes de la represión. En suma, creen que esa medida arrebataría el negocio a los traficantes. Así, los estupefacientes serían baratos, ya no haría falta delinquir para obtenerlos y el comercio estaría regulado y vigilado. El dinero que cuesta la lucha contra la droga se podría emplear en programas de prevención y rehabilitación. Y no hay motivos para pensar, añaden, que la legalización llevaría a un aumento de la drogadicción, si se acompaña de medidas educativas y preventivas.
Este último argumento es poco verosímil y muy combatido. Los otros, en cambio, resultan más convincentes a primera vista, pues no se puede negar que la represión no logra vencer al narcotráfico, consume grandes recursos humanos y materiales, y tiene consecuencias indeseadas. Pero cuando se piensa despacio cómo podría llevarse a la práctica la legalización, surgen objeciones contundentes.
¿Despenalizar el consumo?
Hay tres sistemas posibles de regulación legal de la droga. Primero, la toxicomanía bajo control médico: los adictos a los opiáceos recibirían sus dosis de metadona por prescripción y gratuitamente. Las ventajas de esta medida, experimentada en algunos lugares de Holanda y Gran Bretaña, son: menor riesgo de SIDA; vigilancia de los drogodependientes, que ya no necesitan delinquir para conseguir droga; sustracción de clientes al narcotráfico. Pero así no se logra la rehabilitación, pues la metadona también crea dependencia. Tampoco se para la extensión del fenómeno: el sistema no hace más que acoger a una parte de los que previamente estaban «enganchados» en la ilegalidad. Lo más frecuente es proponer otro régimen legal: despenalizar el consumo, al menos de las drogas «blandas». Ventajas: se despejarían cárceles ahora atiborradas; en el caso del cannabis, la ley estaría más de acuerdo con la realidad.
Ahora bien, antes de dar ese paso habría que responder a varias preguntas difíciles. Una: ¿qué drogas se legalizarían: la marihuana y otras de semejante potencia, o todas? Si sólo las primeras, los inconvenientes de la represión quedan intactos respecto a las otras, mientras que aquéllas seguirían sirviendo -y con más facilidad que antes- de primer paso hacia otras aún más peligrosas. Sería más coherente admitir todas; pero, en cualquier caso, la despenalización se enfrenta a una dificultad de fondo: ¿cómo seguir reprimiendo el tráfico cuando el consumo es legal y, por tanto, considerado inocuo? Y también: ¿cómo liberalizar la droga a la vez que se intensifica la campaña contra el alcohol y el tabaco?
Sobre todo, despenalizar estimula el consumo. Es cierto que, en el caso de la marihuana y el hachís, ya existe una inevitable tolerancia de hecho, así que esas drogas son relativamente fáciles de obtener aunque estén prohibidas. Pero la penalización no tiene por objetivo principal mandar a la cárcel a los que fuman «porros» -cosa que no se hace-, sino disuadir a los que no los han probado. Y en esto tiene bastante eficacia: por ejemplo, en Estados Unidos el uso de drogas en las escuelas secundarias bajó del 40% al 25% de los alumnos después del endurecimiento de las leyes en 1986.
La reglamentación inevitable
En fin, la despenalización del consumo tiene efectos deseducativos y no elimina los inconvenientes de la represión del tráfico. Por eso algunos plantean la tercera posibilidad: la legalización. En este caso, las drogas estarían sometidas a un régimen de distribución pública, preferentemente mediante monopolio. Y con reglas estrictas: prohibición de la publicidad, de la venta a menores y de realizar determinadas actividades -como conducir vehículos- bajo los efectos de drogas; control de calidad, etc. De este modo, dicen, los narcotraficantes perderían sus inmensas ganancias.
En realidad, esta solución es impracticable. Necesariamente habría que hacer un catálogo de drogas legales; ¿o es que se admitiría cualquiera que apareciese en el mercado, por nociva que fuese? Y si se prohíben algunas, seguirá habiendo mercado clandestino. Lo mismo ocurriría con cualquier otra reglamentación: límite de edad para adquirir drogas, cantidad máxima que se pudiera comprar de una vez, establecimientos autorizados para venderlas, etc.
Contra lo que se cree, los grandes narcotraficantes saldrían beneficiados con la legalización. Empezarían por inundar el mercado con droga muy barata: pueden hacerlo, ya que funcionan con unos márgenes gigantescos. De ese modo conseguirían millones de nuevos adictos, y con esa expansión del mercado se resarcirían con creces de la reducción de precios. Los gobiernos tendrían que reaccionar con controles más severos, lo que llevaría a la subida de los precios y a un nuevo aumento del negocio ilegal.
Por otra parte, aunque disminuyeran los delitos motivados por la necesidad de obtener droga cara, ¿no aumentarían los cometidos bajo la influencia de los estupefacientes? Al crecer el consumo, aumentarían también los costes sociales: las drogas -sean legales o no- son adictivas, y provocan desintegración familiar, intoxicaciones, debilidades o malformaciones congénitas en los hijos…
Camino sin retorno
Además, no se puede legalizar la droga en un solo país: si no todos lo hacen, o si los criterios no son uniformes, el más permisivo recibiría una invasión de adictos extranjeros. Así ocurre ya en Holanda, desde que permitió la venta y consumo de cannabis en ciertos establecimientos. Y no hay garantías de que se pueda legalizar la droga y luego dar marcha atrás, si el experimento sale mal.
En suma, las drogas son sustancias peligrosas: por tolerante que se quiera ser, no se puede permitir su distribución sin restricciones y severos controles, como en el caso de muchos medicamentos. Y cada limitación legal es un motivo para que haya mercado negro. A la vez, las drogas esclavizan; por tanto, todo lo que facilite el acceso a ellas aumenta la clientela cautiva. Por eso el tráfico ilegal es imposible de erradicar mientras haya demanda. Así, la legalización no significa quitar el negocio a los criminales, sino poner al Estado a competir con ellos. Y en esta competencia, quien tiene la responsabilidad de la salud pública lleva siempre las de perder.
Aunque la represión, pues, no solucione por sí sola el problema, es imprescindible. Sin ella, las medidas educativas -que son las más básicas- perderían gran parte de su eficacia: ¿cómo legalizar las drogas y pretender luego convencer a la gente de que son dañinas? Precisamente, prohibirlas es una forma de educar.