Sobre la dificultad
En la sociedad del interruptor, el mando a distancia, la lectura rápida, la comida inmediata, el culto a la rentabilidad, la velocidad institucionalizada, nos puede resultar cada vez más extraño el ritmo de maduración de las cosas, en el mundo natural y en el que hacemos los hombres. Pero el hombre no llega a ser lo que es sino a través de un aprendizaje que supone maduración y espera, una cierta repetición y un toque de novedad. Desde luego que virtud y dificultad no son en absoluto dos términos equivalentes, pero tampoco lo más auténtico es lo más fácil y espontáneo; con demasiada frecuencia coincide con los impulsos más rudimentarios y con automatismos inauténticos.
Y muchas veces lo primero que a uno se le ocurre es una solemne estupidez y la reacción espontánea, un exabrupto que no tardará en lamentar. Existe algo así como una arrogancia del interruptor, común al que vota en el parlamento, al que dispara sobre la televisión, al que mira desde la ventanilla al nuevo cliente con desprecio de especialista o al que enciende su vehículo a la primera. Quizás esto explique algunas manifestaciones de violencia física o expresiva, de esa incontinencia que no es más que prisa sin domesticar. La brutalidad de epítetos y afectos es una deserción frente a la dificultad. Para acertar con una expresión justa o para cultivar un afecto se requiere un cierto control sobre los impulsos espontáneos. También el de la antipatía se puede formar; incluso la enemistad adquiere sus dimensiones adecuadas con el tiempo. Toda educación sentimental es una formación para la temporalidad, un aprendizaje de la oportunidad, de la expresividad.
Es propio de una época de levedad y dispersión el éxtasis de la facilidad. La dificultad insoportable puede ser diferir un deseo, retrasar una respuesta, no precipitar las cosas, esperar un momento más propicio, no sucumbir ante la adversidad, rechazar la fascinación de la inmediatez, despreciar el éxito a cualquier precio. El veloz rudimentario se ha dejado seducir por el espejismo de la soberanía total, del conocimiento exacto que no soporta la ambigüedad, del control preciso para el que no hay nada imprevisto.
La fascinación de la facilidad
El mundo de la publicidad nos transmite una visión de las cosas con sonrisa fácil, amabilidad sonriente y regalo inmediato. Su correlato antropológico es un individuo que, acostumbrado a exigir más y a recibir más rápidamente, a esperar menos y a no soportar la descortesía, pueda llegar a creer que lo normal es la satisfacción inmediata de las necesidades, la simpatía una obligación y el tiempo un retraso injustificable. A un individuo así le resultará más difícil apreciar el valor de un regalo, valorar lo que cuesta una sonrisa arrancada en medio del malestar, perdonar la tardanza, saber cuándo es más prudente una demora o aguantarse a sí mismo en las situaciones de forzosa inactividad.
La conciencia correcta del tiempo se adquiere a base de negarse a creer que todo está ya hecho o figurarse que nada de lo hecho hasta ahora vale la pena. La apatía y el histerismo, el cinismo de la vejez y el fanatismo del adolescente son dos actitudes cuyo denominador común es el desprecio soberano del tiempo, el sueño de la facilidad total (alcanzada o inminente). Una especie de lo más peligrosa y que prolifera últimamente es la de los arregladores, los que afirman que están en condiciones de arreglar cualquier cosa -a veces, el mundo- en dos patadas (nunca mejor dicho). Otros se dedican a formular prédicas vacías o apelan al repertorio de las buenas intenciones. Son dos formas extremas de desconocimiento de la complejidad de lo real, de que las cosas no son fáciles.
Quisiera señalar tres tipos de dificultad que merecen nuestra atención porque hacen referencia a tres virtudes entrañablemente humanas: la virtud de la dificultad inevitable es la paciencia, la propia de la dificultad sostenida es la constancia, y la elegancia es algo así como una dificultad disimulada. Entre estas virtudes del tiempo se forma una trama en la que se cultiva el carácter con el ritmo adecuado a la lentitud humana.
La paciencia como dificultad inevitable
La paciencia es la actitud virtuosa ante una dificultad inevitable. Configura un tiempo tensado entre la atención y la espera. Se trata de un tiempo laborioso, al que el triunfo le queda demasiado lejos, una atención prolongada a la realidad para descubrir sus ritmos profundos y dejarse invadir por sus sorpresas. Saber esperar es una de las mayores conquistas humanas, aunque sólo sea debido al descubrimiento de que la impaciencia no consigue acelerar el ritmo de crecimiento de las cosas.
La paciencia nos enseña a vivir entre cosas inacabadas, a soportar la demora de su culminación. La paciencia contiene el secreto de una apreciación positiva de la pasividad. Sabe que hay situaciones en las que lo que debe hacerse es no hacer nada. No se trata de una renuncia definitiva a actuar, de una dimisión moral; es una suerte de disponibilidad hacia lo que viene. Es la virtud que regula el trato con las cosas que no dependen de nosotros, por consiguiente una virtud central en un mundo como el nuestro de creciente complejidad, es decir, en el que cada vez hay más cosas que no dependen de nosotros.
Si perdiéramos el sentido de la paciencia, eso significaría que no sabríamos ya vivir con el tiempo de los demás. No hay un tiempo soberano del poderoso al que todos los tiempos hayan de adaptarse, como tampoco un tiempo homogéneo y abstracto que discurra siempre a idéntica velocidad. Cada hombre vive el tiempo de una manera distinta y tan variada como los acontecimientos que le suceden. No tienen el mismo tiempo el funcionario y el yuppie, ni es idéntico el tiempo inmediatamente anterior a un parto que el de un moribundo. No son iguales el tiempo del culto que el de la información, ni cabe medir el de un filósofo perezoso con el de un agente de bolsa.
Lo que más distingue a los hombres es su velocidad; los tipos humanos, las profesiones y los caracteres no son otra cosa que ritmos y relaciones diversas con el tiempo. Se podría también hacer toda una tipología de las ideologías y sistemas políticos de acuerdo con las distintas concepciones que del tiempo tienen. Y entre los extremos hay una variedad tan amplia como irreductible.
El respeto de esa diversidad es esencial para construir una comunidad verdaderamente humana. Como el tiempo de uno no se ajusta totalmente al tiempo del otro, toda relación humana que no quiera transformarse en dominación exige la paciencia. El tiempo se vive en plural. Sólo la paciencia soporta esta pluralidad sin querer a todo precio reducirla autoritariamente a una norma común. En toda conducta autoritaria hay un motivo de impaciencia. La paciencia protege la diversidad y favorece secretamente a los más lentos. Como en aquella sinfonía de Mozart, en la que toda la orquesta parece detenerse para recoger a un violín rezagado. No deja de resultar curioso que una virtud de apariencia conservadora como la paciencia posea tantas virtualidades democráticas y de solidaridad con los más débiles (los más lentos) que, tratándose del valor tiempo, son los nuevos marginados de la sociedad veloz.
La constancia como dificultad sostenida
La constancia no es otra cosa que la dificultad sostenida. Sólo la duración acredita la intención. Tampoco aquí es posible sustraerse a las exigencias del tiempo. Es propio de la naturaleza humana que todo lo bueno se tenga que acreditar como tal con el paso del tiempo: desde las buenas intenciones hasta las buenas constituciones. Cualquiera conoce el heroísmo instantáneo, la comprensión inmediata, el propósito firme, el arrebato de generosidad y la decisión inquebrantable; pero también tiene la experiencia de su veloz evaporación y el retorno a la mediocridad habitual, el abandono, la oscuridad, la fragilidad y el cansancio.
A veces suele confundirse la constancia con la duración inercial, con la terca resistencia a cambiar. La flexibilidad exige un fondo de firmeza, del mismo modo que, por el contrario, la rigidez esconde muchas veces una mal disimulada inseguridad. En materia moral, la duración es una habituación, es decir, una facilitación que apenas tiene que ver con la resistencia o el enquistamiento. Estas virtudes ante las dificultades exteriores e interiores son en cierto modo mediocres, porque es propio de la virtud más elevada el realizarse con una mayor facilidad. A los que confundan la moral con el titanismo les puede sorprender esta independencia del valor frente a la dificultad, el hecho de que el valor se pueda incrementar a la vez que la facilidad de realizarlo. Pero es la clave del arco que sostiene el entramado de una ética del bien que no pivota sobre la obligación sino sobre las virtudes. La constancia no es un continuismo inercial; es una facilitación progresiva para ejercitar las virtudes. Con el progreso moral las cosas cuestan menos y valen más. Ante esta inesperada facilidad sucumben todos los rigorismos y las estrecheces, las exaltaciones del esfuerzo y la pesadez. Hace su aparición un nuevo género de levedad -la gracia, el estilo- que constituye a mi juicio el carácter de la elegancia.
La elegancia como dificultad disimulada
La elegancia es la dificultad convenientemente disimulada. El «más difícil todavía» de la dificultad es su ocultación bien calculada. Conviene dar un tono de levedad a los imperativos, al esfuerzo y a la tenacidad. Cualquier artista sabe disimular su disciplina creativa, hacer ostentación de facilidad, mostrar como un hallazgo fortuito lo que ha sido configurado entre padecimientos.
El arte es la imagen más apropiada para entender el ocultamiento de la dificultad en que consiste la virtud. Y especialmente la danza, tal como fue descrita por T. S. Eliot en sus Cuatro Cuartetos. La danza es la síntesis lograda de pesadez y ligereza; su elegancia está en el movimiento gracias a que existe un «punto fijo» variable que recoge el peso y distribuye el juego librando a los elementos exteriores de la fuerza de gravedad. Gracias a este punto -«y no lo llaméis fijeza», advierte el poeta- existe la danza. Otro tanto ocurre en el ejercicio de las virtudes. Las convicciones fundamentales no impiden el despliegue de la libertad, sino todo lo contrario; abren campos de acción, en la medida en que nos dispensan de la pesadez de tener que adoptar continuamente decisiones de principio. Su carencia o su pérdida sólo es vista como liberación en un primer momento, pero enseguida estropea el movimiento, deteniéndolo o acelerándolo.
La elegancia es una atención a la superficie de las cosas que puede permitirse quien ha asegurado convenientemente el fondo de las cosas. Ya no hay rigidez ni engaño; la seducción no es mentira si se presenta como tal. Un maquillaje no puede traslucir que ha sido hecho con excesiva rapidez, pero tampoco debe ser excesivamente opaco. Me parece inapropiado hablar de una verdad desnuda o pura; la verdad está siempre vestida y maquillada, y esta presentación es la que explica la infinita variedad de las posibilidades de ser comprendida y vivida, de discursos y estilos de vida.
La estructura interpretativa del deber
Entonces, ¿ser bueno es fácil o difícil? Pues yo diría que ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Es algo así como una dificultad fácil o, si se prefiere, una facilidad difícil. Lo que pasa es que esa amalgama de magnanimidad y torpeza que es el hombre tiene una asombrosa inclinación a desfigurar el rostro de la vida buena. Una de esas deformaciones consiste en presentar los deberes como carriles de vía estrecha, cómodos y seguros, diáfanos e inequívocos, es decir, como modos de proceder que nos eximen de hacer uso de la imaginación. Moralistas e inmoralistas coinciden: lo que hay que hacer es algo tan claro que no requiere ningún añadido personal. Se trata de aplicar mecánicamente una regla, lo que nos ahorra el esfuerzo de hacer intervenir la creatividad individual. En el fondo, hemos descubierto que los deberes así entendidos son ciertamente algo aburrido, pero más cómodos que la inventiva personal.
Esta manera de entender la conducta humana es injusta con lo que podríamos llamar la estructura interpretativa del deber. Ningún deber se nos impone sin venir acompañado de otras alternativas, determinando con aliviante precisión todos los medios que debemos poner. El bien es de una amplitud tal que nunca se nos presenta con ese género de exactitud. Tendemos a pensar lo contrario: las posibilidades del mal serían infinitas, mientras que el bien se impondría con una aplastante univocidad. Quien elige el bien renunciaría a la variedad a cambio de la seguridad del mimetismo.
Pero, bien vistas, las cosas se presentan de otra manera. La ética es un modo de superar la inmediatez del instinto repetitivo y tosco. Introducir la ponderación es establecer un tiempo donde, en caso contrario, no habría otra cosa que un mecanismo de respuesta inmediata. Es en ese momento anterior a la resolución cuando se presentan todas las posibilidades, variantes y concreciones que pasarían inadvertidas a una conducta precipitada. Evitar que se imponga la inmediatez es abrir un campo de juego a la imaginación, que acude allí donde hay variedad, imprevisión, inexactitud, novedad. Desde aquí se puede entender por qué Proust llamó al vicio «ciencia exacta». Y también, por qué Nietzsche afirmaba: «yo no estoy absolutamente obligado; las cosas no son para mí tan fáciles, tan leves». Lo que Nietzsche decía contra la moral en general sólo hace tambalear al moralismo puritano de su época, a las convenciones sin convicciones; en el fondo, es una razón más para la ética de las virtudes. Una obligación que no abriera posibilidades facilitaría enormemente la vida, nos protegería del riesgo y de la incertidumbre. Pero la condición humana contrasta con esa ligereza que supondría un deber sin interpretación. El bien sólo puede hacerse imaginativamente.
Daniel Innerarity