La actitud fundamentalista y la relativista, que suelen presentarse como extremos contrarios, coinciden al ignorar los exigencias naturales del Derecho, según opina Andrés Ollero en Diario 16 (25-XI-95).
(…) Con frecuencia un «ismo» nos pone en guardia contra la exageración patológica de un aspecto de la realidad. Frente a los que, interesadamente, sitúan el peligro en que algo pueda ser considerado «fundamental», la patología del fundamentalismo radica en su obsesión porque todo lo religioso sea tratado como fundamental, a la hora de diseñar el ámbito de lo público. Niega con ello un aspecto fundamental del derecho: el establecimiento de una obligada distinción entre sus exigencias -que aspiran a fijar unos mínimos éticos capaces de garantizar, en el fuero externo, una pacífica convivencia social- y otras que nos exhortan a alcanzar, en el fuero interno, dosis máximas de felicidad o perfección personales.
El fundamentalismo se convierte en tal por ignorar, con tan elemental distingo, la autonomía de lo temporal; no por su mayor o menor vinculación a lo religioso. Tanto entre los mínimos -garantizables por el derecho- como entre los máximos éticos -propios de las doctrinas morales- podrá haber elementos religiosos y profanos. Lo que empuja al fundamentalismo no es proponer la presencia de los primeros, también en el ámbito de lo público, sino introducir indebidamente entre los mínimos reguladores del fuero externo aspectos totalmente ajenos a la frontera natural de lo jurídico. Por otra parte, también el arbitrario intento del laicismo -discriminar a quien formule propuestas de regulación de lo público a las que quepa vincular con alguna «denominación de origen» de signo religioso- condena a poner en marcha pesquisas inquisitoriales de envidiable raigambre fundamentalista.
(…) El fundamentalista acabará creyendo que el «no matarás» sería verdad, porque ha sido revelado por Dios; en vez de admitir que Dios lo ha revelado porque es verdad; y verdad tan básica como para no ahorrar medios a la hora de evitar que acabe siendo ignorada. El fundamentalista, convencido de que sólo una arbitraria voluntad divina -sin referente natural alguno- prohíbe matar, acabará matando si piensa que con ello hace respetar la divina legalidad. Emerge así violentamente ese fundamentalismo que no es sino un legalismo religioso arbitrario, incapaz de hacer suyas las exigencias naturales del Derecho.
Lo llamativo es comprobar en qué medida coinciden en este núcleo central la actitud fundamentalista y la de aquellos que consideran que la democracia es inseparable del relativismo valorativo. Su miedo a quienes admiten que existe la verdad, pretenden hablar de ella con fundamento y se toman en serio su posible proyección sobre lo público, se convierte en alergia a lo religioso, al considerarlo la síntesis suprema de lo verdadero, lo fundado y lo serio.
El resultado será una vez más negar toda frontera natural de lo jurídico. No discutirán si el conocimiento y determinación práctica de dicha frontera es más o menos problemático o complejo; el mero planteamiento de su existencia les parece agresión rechazable. En consecuencia, también para ellos, la frontera de lo jurídicamente regulable sólo podrá derivar de un acto de voluntad de quienes pueden oficiar como sacerdotes o ministros de ella, aunque atropelle derechos naturales (¿hablamos de nuevo de los GAL?). El laicismo acaba siendo un fundamentalismo secularizado, no más respetuoso con el derecho que el religioso; como él, suscribe un legalismo positivista sin derecho natural.