Fundamentar la libertad en la verdad sobre el hombre

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Juan Pablo II en Estados Unidos y la ONU
Juan Pablo II ha vuelto a convocar multitudes -alguna vez, bajo la lluvia- en su último viaje, que le llevó a Nueva York, Brooklyn, Newark y Baltimore. Esta cuarta visita apostólica a Estados Unidos duró del 4 al 9 de octubre y tuvo su momento más solemne en el discurso que pronunció ante la asamblea general de las Naciones Unidas, que celebra el 50º aniversario de su fundación.

El viaje estuvo precedido de numerosas encuestas periodísticas que subrayaban el contraste entre la admiración que suscita el Papa en los norteamericanos y el disenso que provoca su magisterio, especialmente en temas morales. Durante la estancia del Papa en el país, sin embargo, los medios de comunicación coincidieron precisamente en resaltar la importancia de su mensaje moral para el futuro del país.

La presencia del Papa era muy esperada, pues el viaje estaba previsto para hace un año, pero se pospuso para facilitar su restablecimiento de la intervención quirúrgica de abril. Había también gran interés por escuchar su discurso en las Naciones Unidas, una institución que atraviesa notables dificultades para afrontar eficazmente los problemas internacionales.

Los nuevos desheredados

El sentido de la libertad, la solidaridad con los más necesitados, los fundamentos morales de la democracia y su especial apoyo en los jóvenes, fueron algunos de los temas de fondo que abordó en los quince discursos que pronunció en actos públicos. El Papa se entrevistó además con el presidente Clinton y con el secretario general de las Naciones Unidas, Butros Ghali. Mantuvo también encuentros con representantes de otras confesiones cristianas, del mundo islámico y de la comunidad hebrea.

Estados Unidos, dijo, debe abrirse a los más necesitados, pues tras la imagen de poder, prestigio y bienestar se «esconde con frecuencia mucho sufrimiento y mucha pobreza». Planteó como objetivo construir «una sociedad en la que nadie sea tan pobre que no tenga nada para dar a los demás, y nadie tan rico que no pueda recibir nada de los demás». Muchos interpretaron estas palabras como apoyo indirecto a las medidas de asistencia social y a la política de inmigración del presidente Clinton, que es contraria a las restricciones que quiere introducir la nueva mayoría republicana.

Sin embargo, las consideraciones del Papa fueron todavía más allá, pues en abierto contraste con la política de la actual Administración, incluyó en la categoría de «desheredados» al niño en el vientre materno. Y dijo que cuando se piensa que algunos seres humanos inocentes «son un peso incómodo, y por tanto no digno de tutela legal y social, se procura un grave daño a los fundamentos morales de la comunidad democrática».

Recordó, a este propósito, que «en gran parte, la historia de Estados Unidos ha sido la historia de largas y difíciles luchas para superar los prejuicios que excluían determinadas categorías de personas de una completa participación en la vida del país: primero, la lucha contra la intolerancia religiosa; después, contra la discriminación racial y a favor de los derechos civiles para todos. Tristemente, hoy es excluida una nueva clase de personas. Cuando se declara que el no nacido es un extranjero en el vientre materno y es excluido de la protección de la sociedad, no sólo las más profundas tradiciones norteamericanas son puestas en peligro, sino que se acarrea un daño moral a la sociedad».

El derecho de hacer lo que se debe

Para Juan Pablo II, el desafío al que debe enfrentarse hoy Norteamérica es encontrar «la plenitud de la libertad en la verdad», en «la verdad que está inscrita en el corazón humano y que puede ser conocida por la razón». «Es preciso que todas las generaciones de americanos sepan que la libertad no consiste en hacer lo que apetece, sino en tener el derecho de hacer lo que se debe».

El Papa citó la Declaración de Independencia («todos los hombres son creados iguales») y otros textos de los padres de la nación que revelan su clara inspiración cristiana. Y añadió: «¿Se puede excluir del debate público la sabiduría bíblica, que tuvo una función constitutiva en la misma fundación de vuestro país? Hacer así ¿no supondría que los documentos fundacionales de Estados Unidos no tendrían ya contenido definitorio, sino que serían un mero revestimiento formal de opiniones cambiantes? ¿No supondría eso que decenas de millones de norteamericanos ya no podrían aportar sus convicciones más hondas a la definición de las políticas?».

En su discurso de despedida insistió en que «la democracia resiste o cae según las verdades y los valores que encarna y promueve». «Si una actitud de escepticismo consiguiese poner en duda incluso los principios fundamentales de la ley moral, el mismo sistema democrático se tambalearía por su misma base».

En otro momento explicó que la tolerancia religiosa no es escepticismo sino que «se basa en la convicción de que Dios desea ser adorado por personas libres». Es preciso, advirtió, que crezca la comprensión de la importancia que la libertad religiosa tiene para la sociedad, y defender «esta libertad de cuantos quisieran excluir la religión de la esfera pública y establecer el secularismo como fe oficial de América».

Volver a las raíces

No podía faltar una referencia a la familia, cuya salud, dijo, no es sólo una preocupación del Papa. Citó a este propósito un informe de la Comisión Nacional de la Familia Urbana en América (1993), que señala la ruptura de la familia como la tendencia interna más peligrosa «para el bien de nuestros hijos y para nuestra seguridad nacional a largo plazo».

Animó a los padres a construir un hogar donde la virtud sea transmitida con las palabras y el ejemplo. «Todo esto no significa invocar el retorno a un cierto estilo de vida ya superado: significa más bien volver a las raíces del desarrollo y de la felicidad humanas». En otro momento recordó, con una frase del padre Patrick Peyton, que «la familia que reza unida, permanece unida».

Y hablando a los seminaristas les dijo que «si existe hoy un desafío que se presenta a la Iglesia y a sus sacerdotes es el de transmitir el mensaje cristiano en su totalidad, sin consentir que sea vaciado de su sustancia. No se puede reducir el Evangelio a mera sabiduría humana. La salvación no consiste en palabras ingeniosas o en esquemas humanos, sino en la Cruz y la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo».

La ONU, familia de nacionesJuan Pablo II se presentó ante los 2.200 delegados de 185 países «no como alguien que tiene poder temporal ni como un líder religioso que invoca especiales privilegios para su comunidad». Estoy aquí, dijo, «como un testigo: testigo de la dignidad del hombre, testigo de la esperanza». Ofrecemos una síntesis del discurso del Papa ante la asamblea general el 5 de octubre.

La búsqueda de la libertad es «una de las grandes dinámicas de la historia del hombre» y una característica que distingue nuestro tiempo, como se ha demostrado con las revoluciones no violentas de 1989, que han transformado la Europa central y oriental.

Una clave para comprender este movimiento mundial es su carácter planetario. Ese hecho confirma «que existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal».

Derechos humanos, derechos de todos

Lejos de ser afirmaciones abstractas, esos derechos nos recuerdan que «no vivimos en un mundo irracional y sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de ‘gramática’ que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo futuro».

Por eso, «es motivo de seria preocupación el hecho de que hoy algunos nieguen la universalidad de los derechos humanos, así como niegan que haya una naturaleza común a todos. Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar el legítimo pluralismo de ‘formas de libertad’, y otra negar el carácter universal o inteligible de la naturaleza del hombre o de la experiencia humana. Esta segunda perspectiva hace muy difícil, o incluso imposible, una política internacional de persuasión».

Los derechos de las naciones

«La búsqueda de la libertad en la segunda mitad del siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos sino también a las naciones. Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que predicaban la ‘inferioridad’ de algunas naciones y culturas». «La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente de los derechos de la persona, pero todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente».

El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un contexto de gran «movilidad», donde los mismos confines étnico-culturales parecen diluirse. Sin embargo, en ese horizonte de universalidad está surgiendo con fuerza la acción de los particularismos, casi como «una especie de contrapeso a las tendencia homologadoras». «Esta tensión entre particular y universal se puede considerar inmanente al ser humano», es «inevitable, pero fecunda si se vive con sereno equilibrio».

Los «derechos de las naciones» son los «derechos humanos» considerados al nivel de la vida comunitaria. «Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de ‘nación’, que no se identifica a priori y necesariamente con el Estado. Es, sin embargo, una reflexión improrrogable, si se quieren evitar los errores del pasado y tender a un orden mundial justo».

El primer derecho de una nación es su derecho a la existencia, que «no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de asociación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber circunstancias históricas en las que asociaciones distintas de la soberanía estatal sean incluso aconsejables, pero con la condición de que suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos».

A esas exigencias de «particularidad» de los pueblos hay que añadir, y no es menos importante, otras exigencias de «universalidad», «expresadas a través de los deberes que unas naciones tienen con otras y con la humanidad entera». El primero es el deber de «vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con otras naciones».

Convivir con la diversidad

«El mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en África central». «El miedo a la diferencia, alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del ‘otro’, con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie, ni siquiera los niños, se libra».

«Si nos esforzamos por valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y a los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas son en realidad modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal», «un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana».

Verdadero patriotismo

Se comprende así «lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido conculcar esos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al misterio del hombre».

Juan Pablo II subrayó «la diferencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor al propio país de origen. El verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. (…) Debemos empeñarnos en que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado fundamentalismo».

«Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La cuestión fundamental que hoy todos debemos afrontar es la del uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión personal como social».

La verdad, garantía de la libertad

«La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una ‘lógica’ interna que la cualifica y ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad degenera, en la vida individual, en libertinaje, y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre -verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno- es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad».

Desde esta perspectiva, se entiende la amenaza que supone el «utilitarismo», es decir, definir la moralidad en base a la ventaja que se consigue. El «utilitarismo» tiene consecuencias negativas en el campo político (inspira un nacionalismo agresivo) y económico (los países más fuertes condicionan y se aprovechan de los más débiles). Estas dos formas van a veces juntas y «es un fenómeno que ha caracterizado notoriamente las relaciones entre el ‘Norte’ y el ‘Sur’ del mundo». Es necesario «que en el panorama económico internacional se imponga una ética de la solidaridad» y que la cooperación internacional no se conciba exclusivamente como ayuda o asistencia.

El papel de la ONU ante estos desafíos es relevante, pero es preciso que «se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una familia de naciones». Esta vía maestra «debe ser recorrida hasta el fondo, incluso con oportunas modificaciones si fuera necesario, del modelo operativo de las Naciones Unidas».

«Que todo esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la hipoteca paralizante del cinismo».

«Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el periodo que llamamos la ‘modernidad’ con una segura afirmación de la propia ‘madurez’ y ‘autonomía’, se aproxima al final del siglo veinte con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro. En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear». «Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de confianza y esperanza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado».

Sin miedo al futuro

«Como cristiano, además, no puedo dejar de testimoniar que mi esperanza y mi confianza se fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los dos mil años al alba del nuevo milenio». «Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. La fe en Cristo no nos empuja a la intolerancia, al contrario, nos obliga a mantener con los demás hombres un diálogo respetuoso».

La respuesta al miedo al futuro «no es la coacción ni la represión o la imposición de un único modelo social al mundo entero», sino «el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el ‘alma’ de la civilización del amor es la cultura de la libertad».

«No debemos tener miedo al futuro. No podemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de Aquel que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos ha-cerlo! Y, haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano».

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