Contrapunto
George Orwell nos auguró la figura del Gran Hermano, cuya mirada te vigilaría donde quiera que fueses. Afortunadamente no ha sido así. En su lugar tenemos unas Grandes Hermanas, cuya imagen se nos impone con poses distintas desde todos los medios y a cualquier propósito. Es la mujer-maniquí, vulgo top model. Si alguien tiene el don de la ubicuidad son las Naomi, Claudia, Cindy y compañía. No seré yo quien se queje del cambio. Pero hasta las bellezas más llamativas pueden provocar una sensación de déjà vu si su presencia se impone por saturación. Desfilan altivas por las pasarelas, monopolizan las portadas de revistas, están en el objetivo de todas las cámaras y hasta hay muñecas que imitan sus rasgos… No sólo venden su imagen, sino también los productos asociados a ella: dictan a las mujeres el aerobic que hay que practicar, la moda que hay que vestir, la dieta que hay que seguir… con la engañosa sugestión del «seréis como yo».
Siempre hace falta algún arquetipo de belleza y estilo femenino. De la mano del cine, durante unas décadas las estrellas de la pantalla dictaron la ley; hoy, en cambio, las protagonistas de la pasarela ocupan el primer plano y los medios de comunicación rinden pleitesía al model system. Es dudoso que este relevo en la admiración popular traiga ventajas. Con Ava Gardner, Marilyn Monroe o Audrey Hepburn, el espectador podía no sólo admirar su belleza sino también reír, sufrir, emocionarse al compás de sus vicisitudes en la pantalla. Serían mejores o peores actrices. Pero las que duraban tenían que dejar constancia de un registro de recursos dramáticos que no se limitaba a su fotogenia y a sus encantos. Y, sin ser unas bellezas, hay actrices que hacen vibrar al espectador -ahí está la última Susan Sarandon- por su fuerza interpretativa.
En cambio, con las top models el medio es el mensaje. Ante ellas sólo cabe una admiración fría. Por mucho que varíen sus poses, es siempre la misma imagen de la mujer imperturbable, que se basta a sí misma, recién salida del gimnasio y del tocador como maquinaria bien engrasada, sin falta y sin misterio, pasto para los ojos y figura de pedestal. Quizá alguien que conozca los intríngulis de ese mundo nos explicará algún día que las modelos también lloran. Pero el público sólo ve que cambian sus vestidos, no sus emociones.
Ciertamente, las modelos cumplen un papel en el mundo de la moda. Y aunque no sean top, seguro que no faltan las que lo hacen con garbo y dignidad. Lo paradójico es que acaparen el primer plano y se conviertan en figuras que imitar por las quinceañeras precisamente en una época que insiste en que se valore a la mujer por algo más importante que su físico. El varón recibe así señales contradictorias. De una parte, el discurso «correcto» nos exige valorar a una mujer por su inteligencia y por su trabajo, por su buen juicio y su sensibilidad. De otra, el tipo de mujer entronizado en la atención pública es el que rinde culto a la apariencia más que al ser, una mujer cuyo curriculum vitae se reduce muchas veces a su propio cuerpo. Y no hace falta mucha intuición femenina para advertir qué mensaje captamos más fácilmente los hombres. Aunque también basta leer las revistas del corazón para advertir que con ese único reclamo no se consigue «fidelizar al cliente».
Nadie negará que belleza e inteligencia pueden ir de la mano. Pero las modelos más conocidas, si bien demuestran talento comercial, no suelen revelar mucho «seso explícito» en sus declaraciones o en sus incursiones en otros campos.
Tal vez el medio en que se mueven no lo favorezca. Así lo da a entender Sophia Hamilton, una de las más conocidas modelos británicas, hija del duque de Abercorn, que a los 22 años ha abandonado la pasarela para dedicarse a enseñar teatro a los niños. «Los niños, explica, son mucho más receptivos que las modelos». Ella parece bastante aburrida de su experiencia: en el negocio de la moda, afirma, «lo primero a que tienes que renunciar es a pensar».
Quizá haya algo de desdén aristocrático en su actitud, pues tampoco en esto son válidas las generalizaciones. En cualquier caso, también aquí sería deseable que la imagen pública de la mujer estuviera más de acuerdo con la realidad. Es comprensible que las modelos se lleven la parte del león en las ilustraciones. Pero habría que reservar una cuota más amplia de la atención pública para mujeres que den la talla, reúnan o no las medidas canónicas del 90-60-90.
Nadie añora el feminismo feísta y desaliñado de los años setenta, que para castigar a los hombres parecía prohibir que las mujeres fueran atractivas. Y hay que agradecer a las modelos que hayan rehabilitado el «ponte guapa». Pero entre la buscada desidia y la obsesión por la apariencia física hay espacio para un nuevo equilibrio. No tendría sentido que la mujer hubiera salido huyendo de una «casa de muñecas» para entrar en otra.
Ignacio Aréchaga