Danielle Crittenden, directora de Women’s Quarterly (Washington), escribe en The Daily Telegraph (Londres, 21-V-96) sobre el significado de las estadísticas que muestran desigualdades entre hombres y mujeres.
(…) La costumbre de confundir la paridad estadística con la verdadera igualdad parece arraigada (…). El feminismo moderno está impulsado por la convicción de que mientras hombres y mujeres no se comporten estadísticamente igual en todos los terrenos, no pueden ser iguales en cuanto ciudadanos. Además, las feministas dan por supuesto que la única explicación posible de los desequilibrios estadísticos persistentes tiene que ser la discriminación machista.
Esta es una forma absurda de ver el mundo y la igualdad. Al fin y al cabo, empleando otras estadísticas se podría alegar, con parecido fundamento, que en Estados Unidos los hombres son víctimas de galopante sexismo. En los últimos veinte años, el salario medio de los trabajadores masculinos ha caído un 11%, mientras que los salarios de las mujeres han subido un 6% (un 16% en el caso de las directivas). (…)
Con esto no quiero decir que no exista discriminación ni que los hombres no puedan ser unos brutos sexistas. Pero en conjunto, las diferencias estadísticas entre los sexos no se pueden interpretar como «desigualdades».
Consideremos las estadísticas de ingresos. El análisis más completo que se ha hecho de las diferencias salariales entre hombres y mujeres en Estados Unidos se debe a la economista June O’Neill, en la actualidad presidenta de la Oficina de Presupuestos del Congreso. O’Neill descubrió que las mujeres ya han alcanzado la mágica paridad estadística con los hombres… hasta que son madres. «En el caso de hombres y mujeres de 27 a 33 años sin hijos -explica-, las ganancias de las mujeres son casi el 98% de las de los hombres». Según O’Neill, una vez que las mujeres tienen hijos, intervienen muchos factores que hacen bajar sus ingresos: las mujeres toman periodos de excedencia o dejan de trabajar, se cambian a puestos menos exigentes y por tanto peor pagados, pasan a empleos de dedicación parcial. Quien crea que esto es un problema social, no una decisión económica racional de las madres, que eche la culpa a nuestros hijos, no al «machismo» de los empresarios.
Algún ingenuo podría pensar que las organizaciones feministas acogen con satisfacción estudios como el de O’Neill, viendo en ellos una prueba del éxito femenino. De tales investigaciones se podría concluir que por fin podemos olvidarnos de problemas estadísticos para ocuparnos de los reales, como el de ayudar a las mujeres a compaginar familia y profesión. Pero esos grupos no tienen interés alguno en reconocer éxitos, pues eso supondría reconocer que las limitaciones económicas que encuentran las mujeres son consecuencias inevitables de su ferviente deseo de ser madres. Reconocer el éxito supondría abandonar el dogma feministas de la brutalidad masculina.
Las mujeres que no quieren ver sus éxitos siempre podrán encontrar estadísticas favorables a su postura, sobre todo si uno no se molesta en analizarlas.
Una de mis estadísticas feministas favoritas es la que salió el año pasado en la Conferencia de Pekín. Un día, los organizadores proclamaron complacidos cuál era el país que presenta la diferencia de salarios más pequeña entre hombres y mujeres: Sri Lanka. Es gracioso, pero esto no provocó una oleada de mujeres occidentales deseosas de emigrar a ese paraíso de la igualdad femenina.
Esta misma primavera, una organización llamada Mujeres, Hombres y Medios de Comunicación -cuya directora ejecutiva es la escritora feminista Betty Friedan-, con sede en Washington, ha publicado un informe con datos indignantes, según el grupo. «Por segundo año consecutivo han bajado las menciones a mujeres en las primeras páginas de los diarios, que han sido sólo el 15% del total de menciones».