De una entrevista a Mons. Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, realizada por Patricia Mayorga y publicada en El Mercurio (Santiago de Chile, 21-I-96), entresacamos unas preguntas sobre el papel de la mujer.
– La Conferencia de Pekín sobre la Mujer ha sido, el año pasado, un tema dominante. ¿Cuál piensa usted que debe ser el papel de la mujer en la sociedad?
– La mujer está llamada a desempeñar en la sociedad y en la Iglesia un papel tan relevante como el del hombre. Y digo «está llamada» porque, por desgracia, todavía se suele reducir la presencia de la mujer al ámbito de lo privado, con escasa participación en tareas de responsabilidad pública.
Son pocas las mujeres que actúan en los mundos de la política, de la economía, de las relaciones internacionales; y siguen siendo los hombres los principales configuradores de nuestra sociedad. Pero los cambios en este terreno se están produciendo a gran velocidad, y en una medida sin precedentes en la historia.
El papel de la mujer está definido, en mi opinión, por dos elementos: su identidad y su autodeterminación. La mujer -como el hombre- tiene que estar en condiciones de orientar con autonomía su futuro, su proyecto vital. Para lograrlo ha de disponer de las mismas oportunidades que el varón. Y lo hará desde su identidad, siendo quien es, sin caer en la tentación del mimetismo, sin imitar las costumbres y ademanes del varón pensando que así se encontrará a sí misma.
La mujer está reclamando, a veces en silencio, no discursos, promesas, adulaciones, sino hechos que confirmen las tan cacareadas buenas intenciones. Es decir, está reclamando dejar de ser un «tema», un motivo de conferencias internacionales, un incómodo sector a quien se asigna -como una concesión- una cuota de poder. La mujer es, sencillamente, una persona más, destinada a construir junto con el hombre la sociedad que junto con el hombre forma, con iguales derechos y oportunidades.
Yo doy gracias a Dios con frecuencia al ver cómo trabajan las mujeres del Opus Dei, en todos los ámbitos de la sociedad; dirigen empresas, hospitales; trabajan en el campo y en las fábricas; enseñan en cátedras universitarias y en colegios; son jueces, políticas, periodistas, artistas; o se dedican exclusivamente al trabajo en el hogar, con la misma pasión e idéntica profesionalidad; cada una siguiendo su propio camino, todas conscientes de su dignidad, orgullosas de ser mujer y ganándose el respeto día tras día.
– En su opinión, ¿existe una disyuntiva entre el trabajo de la mujer fuera de casa y el trabajo en el hogar?
– En mi opinión, entre el trabajo en el hogar y el trabajo fuera de casa no existe disyuntiva, pero sí -cuando se da ese pluriempleo- una indudable tensión. Todas las mujeres que están en esas circunstancias notan cómo «tira» el hogar: atender a un hijo enfermo, llevar al día las mil tareas que genera la casa, por no hablar del embarazo o la maternidad. Otras veces «tira» el trabajo fuera, porque esos ingresos económicos son necesarios para sacar adelante la familia; porque las empresas, no siempre de forma razonable y flexible, quieren resultados; porque existe mucha competencia profesional y mucho desempleo, etc. De ese doble reclamo nace la tensión. Y para resolverla es preciso replantear ciertas formas de organización social y laboral que hoy se dan por descontadas.
(…) Habría que mencionar también la obligación que tiene el hombre de «entrar» en el hogar. El hombre ha de notar también personalmente esa «tensión» entre su trabajo en el hogar y su trabajo fuera. Sólo si comparte con la mujer esa experiencia, y la resuelve de acuerdo con ella, podrá el hombre adquirir esa sensibilidad -que es lucidez, abnegación y delicadeza- que la familia de nuestros días necesita. (…)
– En alguna oportunidad usted ha hecho mención a un feminismo auténtico. ¿Qué quiere decir?
– Juan Pablo II -en la Carta que dirigió a las mujeres en el mes de junio pasado- señalaba que el feminismo ha sido una realidad sustancialmente positiva. Es cierto que algunos excesos se han mostrado, a la postre, dañinos para la mujer. Pero podríamos decir que han sido los efectos secundarios. Lo importante es que se han conseguido muchas mejoras relativas a la condición de la mujer en el mundo.
Cuando he hablado de feminismo auténtico he querido referirme a todo aquello que supone servir a la causa de la mujer. Pienso que en el camino del feminismo se han atravesado otras reivindicaciones (la revolución sexual, el miedo demográfico) que han terminado por desviar el movimiento para la liberación de la mujer de sus verdaderos fines. Por eso, considero que el verdadero feminismo tiene todavía muchos objetivos que alcanzar.
Son aún frecuentes las situaciones degradantes para la mujer, que han de ser modificadas: violencia -en el ámbito social y el ámbito doméstico-, discriminación en el acceso a la educación y a la cultura, situaciones de dominación o de falta de respeto, etc. El núcleo del verdadero feminismo es, como resulta obvio, la progresiva toma de conciencia de la dignidad de la mujer. Muy distinto es, en cambio, el núcleo de otros feminismos -de ordinario, agresivos- que pretenden afirmar que el sexo es antropológicamente y socialmente irrelevante, limitándose su relevancia a lo puramente fisiológico.