España: crece el número de familias con hijo único
Tener hermanos y haber convivido con ellos forma parte de la experiencia vital de la mayoría de los españoles. Pero si desde los años 70 es la familia de dos hijos la predominante en las nuevas uniones conyugales, la posibilidad de tener un solo descendiente comienza a consolidarse tanto en el deseo como en la realidad a partir de los 80. Además de poner en peligro el necesario relevo generacional, la falta de hermanos priva a esos hijos únicos de una de las formas de convivencia más intensas y provechosas.
De los últimos estudios sociodemográficos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) (1), es posible deducir que el fenómeno del hijo único, aún incipiente, está ahí. En concreto, son especialmente significativas las conclusiones que se pueden obtener sobre el número de hermanos, el tamaño de los hogares y la descendencia que tienen los españoles en las últimas dos décadas.
Fenómeno creciente
La Encuesta Sociodemográfica 1991 realizada por el INE concluye que el 95% de los españoles tenían hermanos. Pero esta afirmación debe ser matizada. En primer lugar, se trataba sólo de los españoles mayores de 10 años en 1991. En segundo lugar, aunque el fenómeno del hijo único es perceptible ya en las generaciones nacidas entre 1971 y 1980 (como luego veremos), éstas sólo suponían la cuarta parte de la población que entonces era mayor de 10 años, por lo que no hacían variar significativamente el promedio de hermanos en el total de la población española.
En 1991, del total de 4,7 millones de hogares en los que había menores de 16 años, en 2,3 millones sólo había uno y, de éstos, en casi 700.000 se trataba de un solo niño entre los 6 y 15 años. De los 3,8 millones de hogares con jóvenes entre 16 y 24 años, en 1,2 millones sólo vivía un joven entre dichas edades sin ningún hermano menor de 25 años. Naturalmente, estos últimos hogares pueden ser resultado también de la reciente emancipación de un hermano o hermanos mayores o incluso menores.
Quizás, donde puede observarse con mayor fiabilidad el aumento de hijos únicos es en la descendencia de las uniones contraídas a partir de 1970 (y sobre todo de 1975 en adelante) o en la fecundidad de las mujeres nacidas en la década de los 50 (ver cuadro 1). Aunque en 1991 esta descendencia o fecundidad no pueda considerarse como final -ya que el periodo de fertilidad de las mujeres no se había cerrado-, hay que tener en cuenta otros factores.
Biología y estilo de vida
De los 2,5 millones de matrimonios contraídos en el periodo 1971-1980, un 15% (frente al 11% de los contraídos en la década anterior) tenían un solo hijo en 1991. Si atendemos a la edad nupcial media femenina de la década (en torno a los 24 años), estas mujeres se situarían entre los 35 y los 45 años en 1991, todavía muchas de ellas en la edad fértil. Sin embargo, en el momento en el que se realiza el estudio, dichas mujeres llevan ya entre 11 y 20 años casadas y en ese periodo sólo han tenido un hijo. Aunque en casos excepcionales su maternidad pueda ser reciente, la mayoría de esos niños tenían en 1991 entre 18 y 9 años.
Esto significa que en 1991, en la mayoría de esas familias constituidas en la década de los 70 y con un solo hijo, no se compraba un pañal desde hacía 15 ó 6 años, se dormía a pierna suelta desde hacía 17 a 7 años y… sobre todo, el «menor» desde 14 ó 5 años antes salía todas las mañanas rumbo al colegio para no volver hasta la tarde. Ese largo periodo con un solo hijo parece demostrar que muchas de esas familias no desean tener más descendencia (quizás en algunos casos existan algunas dificultades biológicas al respecto).
El alto porcentaje de hijos únicos de los matrimonios contraídos en el periodo 1981-1985 (un 35,8%) o en el periodo 1986-1991 (un 49,7%) es difícil de analizar, ya que dichas uniones eran en 1991 muy recientes. No obstante, algunos datos son bastante ilustrativos. La edad nupcial media avanza hacia los 26 años y, además, a lo largo de la década se instala la tendencia a posponer la llegada del primer hijo a 2 años después de la boda. Por poner un ejemplo, de las casadas en 1988, a los 2 años de su matrimonio sólo el 35% había tenido su primer hijo, a los 5 años sólo el 20% tenía el segundo. En 1991, el 25% de las mujeres casadas con edades entre los 30 y 39 años tenían un solo hijo.
¿Esperan a tiempos mejores?
Muchos demógrafos explican que las razones económicas han podido influir en todo este proceso. Es evidente que el paro, la inseguridad en el empleo o el problema de la vivienda influyen tanto en la nupcialidad como en la fecundidad. Hay que sumar a lo anterior la prolongación de estudios y el incremento de la actividad laboral de las mujeres. Así, muchos demógrafos concluyen que es posible que estas mujeres y sus parejas esperen tiempos mejores (económicos y profesionales) para tener un segundo hijo -algunos, el primero- y que asistamos a un boom de maternidad tardía. Sin embargo, varios indicios llevan a ponerlo en duda.
El primero es el ya citado del estilo de vida. Por mucho que atraiga la idea de un nuevo hijo, cuanto más tiempo pasa, más difícil es volver a adaptar la vida familiar o menos dispuesto se está a ello. Por otro lado, al desplazamiento de la edad de la primera maternidad le acompaña una concentración de la fecundidad (y por tanto una reducción de ésta) en torno a los 27-34 años, que no es seguida del proporcional alargamiento hacia edades superiores (ver cuadro 2). Además, hasta el momento, la mayoría de las mujeres que tienen hijos entre los 35-45 años no son primerizas, sino que generalmente ya han tenido dos o más hijos al llegar a los 35.
Quizás más tórtolos, pero pocas cigüeñas
A pesar de lo anterior, algunos demógrafos, como Ana Cabré (2), realizan previsiones optimistas tanto para la nupcialidad como para la fecundidad. Como es bien sabido, siempre nacen más niños que niñas, aunque la mortalidad infantil afecta más a los primeros que a las segundas. La reducción de la fecundidad y de la mortalidad infantil en los últimos años han acentuado el déficit femenino.
Es posible, como explica Cabré, que esta circunstancia pueda promover una nupcialidad más intensa y más temprana de las mujeres en el futuro y también es posible que esto suponga una revalorización del matrimonio frente a la cohabitación y de la estabilidad conyugal frente al divorcio. Si los varones tienen menos posibilidades de encontrar una mujer o de sustituirla, no cabe duda que se verán abocados a formalizar las relaciones (cuanto antes, mejor) o a mantenerlas (no vaya a ser que me quede solo).
Este razonamiento no deja de tener interés; pero, naturalmente, habría que considerar otros factores. En primer lugar, el deseo de las mujeres al respecto, ya que -a pesar de los tópicos populares- es posible que el matrimonio no dependa únicamente de captar la voluntad masculina. En segundo lugar, la amplia variedad de circunstancias económicas que afectan tanto a varones como a mujeres. Suponiendo que todos estos factores resultaran favorables, se puede esperar cierto remonte de la nupcialidad y de la natalidad en lo que queda de los 90 y en el 2000. Pero, en cualquier caso, esto depende también de otras circunstancias, entre otras, el número «ideal» de hijos que quieren tener las españolas.
Así, en 1991, el número medio de hijos que las mujeres entre 18 y 49 años tenían intención de tener era 2,2. Sin embargo, este número medio descendía hasta 1,88 para las mujeres que tenían 18-19 años y a 1,94 para las que contaban con 20-24 años. Entre los motivos que declaraban para desear tener ese número de hijos figuraban fundamentalmente los económicos y el pesimismo ante la situación futura.
Estos motivos de las mujeres jóvenes y aún no casadas reflejan factores coyunturales propios de una época de dificultades laborales, que podrían cambiar después. A juzgar por la experiencia de otros países donde la mujer se incorporó antes al trabajo fuera de casa, es posible que con el paso del tiempo los matrimonios adviertan que la carrera profesional no compensa una limitación tan drástica de la descendencia. Esta constatación puede estimular la maternidad tardía o quedarse en mero «ojalá». Pero, como observa el estudio del INE, «se ha comprobado que el número medio de hijos considerado como ideal es superior al esperado y éste, a su vez, mayor que el efectivamente alcanzado» (Panorámica Social de España, pág. 41).
Cuando el «otro» es el hermano
El aumento de hijos únicos puede responder a un fenómeno puntual, pero también puede configurarse como una extendida estrategia familiar de la que se derivan importantes consecuencias. Las más evidentes remiten a la demografía. Si la estrategia del hijo único se consolida, no sólo sería imposible garantizar el relevo generacional, sino que la sociedad reduciría sus efectivos en progresión geométrica hacia su virtual desaparición.
Sin embargo, ya que estas previsiones descansan sobre un futuro todavía incierto, quizás sea más interesante considerar el «mientras tanto» de una sociedad sin hermanos: ¿es la fraternidad un vínculo menor en la familia?, ¿tiene un sentido propio en dicho ámbito y fuera de él?
Ser hermanos remite primero al ámbito de la biología: configura una común procedencia -los mismos padres- y una común carga genética. Un ámbito dado porque de igual manera que no elegimos nacer, ni a nuestros padres, tampoco elegimos tener hermanos, ni a ese concreto hermano. Y si en torno a la cuna del recién nacido se acumulan parientes que tratan de afirmar el parecido del retoño con la madre o el padre (según se trate de parientes de uno u otro lado), ese niño -en su carga genética- con quien más comparte biología es con sus hermanos o hermanas.
Esta sangre común con nuestros hermanos es la que se esgrime continuamente como razón del amor que debemos tenernos. «Parece mentira que seáis hermanos… y estéis todo el día discutiendo», es una frase muy repetida por nuestros padres. De igual modo, la misma exclamación sirve para que amigos y familiares se sorprendan sobre la diversidad de quienes comparten la misma sangre, («¿cómo es posible que seáis hermanos y seáis tan diferentes?»). Ya se sabe que la diferencia puede ser considerada como misteriosa y divertida, aunque a veces también dé ocasión a comparaciones inoportunas o al enconado esfuerzo igualitarista.
La relación más simétrica
Un proverbio chino dice «la sabiduría comienza perdonando al prójimo el ser diferente». Naturalmente, la máxima es aplicable a toda la familia y sus relaciones (los prójimos más próximos), pero es en la fraternidad donde adquiere un sentido más amplio. Quizá porque la fraternidad es la relación más simétrica y consciente de la familia. Cada hermano constituye ese «otro» de forma muy distinta al «otro» que suponen padre, madre, hijo o cónyuge: no es el otro de la diferencia sexual, no es el otro al que he dado la vida, no es el otro a quien se la debo. Es el otro que simplemente existe frente a mí: tercamente semejante y tercamente diferente.
Al cabo de los años se acaba lo de compartir el cuarto de baño, el dormitorio, las vacaciones,… Pero, no sé si por la biología, por el esfuerzo de algunos padres o por alguna extraña razón, la relación con un hermano no se limita a una mejor o peor tolerancia. Su existencia se atreve a interrogarme sobre mi responsabilidad, algo ante lo que la primera reacción sería responder: «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?».
A esto se suma el hecho de que, frente al mayoritario interés de nuestros padres por nuestros proyectos y su (casi siempre) orgullo y satisfacción por nuestros éxitos (o lo que consideramos como tales), los hermanos aparecen como individuos que nos restan nuestro merecido protagonismo. No se trata de celos o envidias -aunque a veces existan-, sino de esa sucesión de momentos familiares en los que uno traspasa el umbral de casa con un sobresaliente cum laude, un ascenso profesional, un novio o, también, con el ánimo melancólico por las dificultades reinantes, y encuentra que la atención familiar se dispersa porque existen otros individuos descontrolados que tienen que contar otras cosas absolutamente menores. Quizás, como dice Chesterton, «es precisamente el hecho de que nuestro hermano Jorge no esté interesado en nuestras dificultades religiosas, sino en el restaurante Trocadero, lo que da a la familia algunas de las cualidades tonificantes de la República».
Una convivencia que deja poso
En este sentido, lo que me parece más interesante de la fraternidad no es únicamente la convivencia entre hermanos durante la infancia y parte de la juventud, sino el poso que ésta deja en nuestra visión del mundo, así como las relaciones fraternales una vez superada esta etapa.
Hoy, el pensamiento contractualista o el individualismo en su versión extrema reciben varapalos desde muy diversos ángulos (comunitaristas, neofeministas, etc.) y se pretende revitalizar toda esa red de vínculos y relaciones que no nacen del meditado cálculo o de la razón instrumental, entre ellos la familia.
Quizás, entre todas las relaciones familiares, sea la fraternidad la más conciliadora con los logros de la modernidad -muchos de los cuales no queremos rechazar-, precisamente por el sentido particular que la libertad, la igualdad y la responsabilidad toman en este espacio. Pero esto no parece nada nuevo y nos devuelve a algo tan olvidado como el cristianismo -amor fraterno- o a la mismísima Revolución francesa -libertad, igualdad, fraternidad-. No sé si la profusión del discurso solidario de hoy tiene algo que ver con un resurgimiento de esas dos fraternidades, aunque tengo ciertas sospechas de que pueda formar parte de una mística del tipo New Age. Me pregunto también si el actual modo de concebir esas «virtudes públicas» de las que tanto se habla -sobre todo, la solidaridad y la tolerancia-, no tiene mucho que ver precisamente con sujetos que carecen de hermanos o tienen pocos.
Porque quizás la defensa de la diversidad cultural de la tribu amázonica, la esporádica responsabilidad que sentimos ante el pobre del asilo o la tolerancia que se pretende mostrar ante los inmigrantes sean más fáciles y menos comprometidas que aceptar, querer y preocuparse de un hermano del que me separan ideas o modos de vivir o, simplemente, su exagerada afición al fútbol.
Estas «diferencias» a veces se pueden convertir en «indiferencia», un alejamiento a menudo defensivo, resultado del inestable equilibrio entre sentirse responsable sin sufrir o imponerse al otro. Es entonces cuando la fraternidad adquiere su verdadero sentido de libertad y, en consecuencia, de amor. Y es cuando, más allá de la sangre, de compartir o no techo familiar, la fraternidad muestra lo mejor de sí misma.
Aurora Pimentel______________________(1) Encuesta Sociodemográfica 1991. Tomo I. Principales resultados (Informe Básico). INE. Madrid (1995). Panorámica Social de España. INE. Madrid (1994).(2) Ana Cabré, «Volverán tórtolos y cigüeñas», en L. Garrido Medina y E. Gil Calvo, Estrategias familiares, Alianza, Madrid (1993).