Daniel Innerarity escribe en Nuestro Tiempo (Pamplona, marzo 1997) sobre la autosuficiencia del laicismo, que puede desembocar en la intolerancia.
(…) Una de las actitudes que el laicismo acostumbra a tomar prestada de las formas menos razonables de religiosidad es el espíritu de combate contra un enemigo mal localizado.
Ya no estamos en la época en que discutían güelfos, gelasianos y gibelinos, pero a veces sobrevive el mismo espíritu de combate, al afán premonitorio y la condena que creíamos perdidos en tiempos afortunadamente pasados. Hay discursos edificantes y condenatorios que sólo tendrían sentido si estuviéramos a las puertas de una involución integrista, si no hubiéramos asegurado suficientemente la división de poderes, si la religión fuera una fábrica de fanáticos y tuviera además el monopolio de su distribución. Esa versión del laicismo no se detiene ante la tentación de estigmatizar lo que no entiende y utilizar fórmulas simples para problemas complejos, lo que había sido un recurso frecuente en la predicación clerical. La laicidad, surgida para combatir la superstición, deviene una mecánica adaptación a lo socialmente vigente, sirviendo así para llenar el vacío de pensamiento y la inseguridad.
(…) En muchos ambientes reina frente a la fe religiosa una suficiencia terrorista, una prepotencia marginadora que copia, con signo diverso, a la de tipo clerical. El laicismo vive un momento beato, en la absoluta persuasión de la propia inteligencia y la convicción de estar en la verdad. Si la perversión de lo religioso es el fanatismo, la del laico es el esnobismo, la creencia no ya de servir con humildad a una idea superior, sino la de pertenecer a un círculo de privilegiados que ha descubierto los errores de los demás, sus debilidades y torpezas, que desenmascara como el verdadero soporte de los alivios quiméricos.
(…) El espíritu laico está hoy amenazado por una autosuficiencia que puede transformarlo en su contrario, o sea, en la intolerancia, ausencia de crítica y agresividad. El laicismo, cuando procede de la presunción de quien cree haber suprimido las preguntas más inquietantes de la existencia humana, se convierte fácilmente en indiferencia, en olvido del sentido de lo sagrado y del respeto, en la renuncia a la elección personal y a la independencia de juicio. El consenso anónimo y tópico que resulta de la arrogancia satisfecha dista mucho de aquella sociedad que imaginaron los que combatían las diversas formas de intolerancia que se amparaban bajo la protección religiosa.
En oposición a la intolerancia de quien se consideraba poseedor e intérprete de la verdad, el espíritu laico significaba respeto a las ideas de los otros y a su libertad de expresarse. Pero significaba sobre todo una duda también respecto de las propias certezas, la capacidad de no sentirse jamás detentador de una iluminación definitiva y de desmitificar tal pretensión en cualquiera, principalmente en uno mismo. Gracias a esta actitud, el espíritu laico no estaba obsesionado en desmitificar, sino que aspiraba a crear un espacio en el que pudieran entenderse los que creen en Dios y los que creen en otra cosa. Laicidad no es tanto un contenido como un modo de pensamiento, una actitud de apasionarse con las propias ideas pero también de reírse de ellas y de uno mismo, de la caricatura que terminan asumiendo en las formas fatalmente imperfectas en que las profesamos. Esta imperfección no hace a aquellas ideas menos dignas de ser seguidas, pero nos obliga a preguntarnos en todo momento sobre sus límites y los nuestros. (…)