Estados Unidos inició hace treinta años la llamada «revolución sexual», y ahora cuenta las bajas. Se descubre un panorama de desintegración familiar que ha dado lugar a todo un Cuarto Mundo en el seno de la nación más rica de la Tierra. La situación de millones de niños -víctimas del divorcio, de la falta de padres responsables, de la violencia urbana- preocupa cada vez más. Aún con una cierta sensación de impotencia, la sociedad empieza a reaccionar.
En Estados Unidos existe una viva conciencia de que la familia atraviesa una grave crisis, cuyas primeras víctimas son los niños. Desde que la Comisión Nacional de la Infancia publicó su informe titulado Más allá de la retórica en 1991 (ver servicio 106/91), se han multiplicado las voces de alarma. Diversos estudios han dibujado el preocupante retrato de la infancia y juventud norteamericana actual (1):
* El 20,3% de los menores viven bajo el límite oficial de pobreza.
* El 22% están a cargo de uno solo de los padres y el 3% viven sin ninguno.
* Al ritmo actual, más de la mitad de los niños blancos y tres cuartas partes de los negros pasarán parte de su vida en familias de un solo padre.
* En 1990 hubo un récord de 407.000 niños bajo tutela pública (66% de incremento respecto a 1983).
* En una jornada escolar media, 2.200 alumnos de enseñanza obligatoria abandonan los estudios. Estos chicos presentan una probabilidad tres veces y media mayor que los demás de cometer delitos y seis veces mayor de tener hijos sin casarse.
* El 6,4% de los chicos de 12 a 17 años consumen marihuana; el 1,1%, cocaína.
* Anualmente, cerca de 350.000 adolescentes solteras tienen hijos.
* Entre los jóvenes blancos de 15 a 19 años, el homicidio es la segunda causa de muerte, después de los accidentes de automóvil y antes del suicidio; para los negros, el homicidio es la primera causa. En conjunto, los homicidios de jóvenes experimentaron un aumento del 48% entre 1984 y 1989.
Familias rotas y pobreza
Los norteamericanos se percatan de que muchos niños viven en hogares de atmósfera irrespirable, en barrios de ambiente violento y degradante. El diagnóstico unánime señala que la desintegración familiar priva a tantos niños de los resortes morales y materiales necesarios para su adecuado desarrollo. El principal origen de este deterioro de la familia se encuentra en la explosión del divorcio y de los nacimientos extramatrimoniales, formidables productores de single-parent families (familias de un solo padre), la anomalía que ha llegado a ocupar un lugar destacado en la sociología norteamericana.
Números cantan. En 1960, había un 15% de niños en situación de pobreza. Si no hubiera aumentado el número de familias de un solo padre, la tasa sería hoy del 13,8%, en vez del 20,3% que efectivamente se registra. Esas familias tienen menos de un tercio de la renta media de las normales; anualmente, la mitad caen bajo el límite oficial de pobreza, contra el 10% de las demás.
Pero la penuria material no es lo más grave. La circunstancia más común entre los delincuentes juveniles es pertenecer a una familia de un solo padre. Estos chicos, además, presentan con más frecuencia problemas como trastornos psíquicos, bajo rendimiento escolar, abandono de los estudios, etc.
Divorcio: salida falsa
En particular, los estudios recientes han descubierto los graves daños que el divorcio causa a los niños. Los resultados obtenidos desmienten la antigua idea optimista, según la cual el divorcio es una solución tanto para los padres como para los hijos, pues les libra del infierno de una convivencia familiar conflictiva.
Uno de los trabajos que más impresión han causado es el de la psicóloga Judith Wallerstein, titulado Second Chances: Men, Women and Children a Decade after Divorce. La autora compartía al principio la visión optimista; después de seguir durante quince años la evolución de 130 hijos de divorciados, cambió de opinión: descubrió que el divorcio deja secuelas serias y duraderas.
En primer lugar, el trauma inicial es más duro de lo que se pensaba. Según el National Center for Health Statistics (NCHS), los hijos de divorciados tienen de doble a triple probabilidad de sufrir trastornos emocionales o de comportamiento y un 50% más de posibilidades de fracaso escolar, y constituyen más del 80% de los adolescentes ingresados en hospitales por motivos psiquiátricos.
Con el paso de los años, no recuperan fácilmente la estabilidad emocional. Wallerstein señala que, ya adultos, los hijos de divorciados se declaran infelices en gran proporción. Y superan ampliamente la tasa media de divorcios, con un 35% los hombres y un 60% las mujeres.
Las heridas no restañan tampoco con el nuevo matrimonio del padre que obtiene la custodia de los niños después del divorcio (que es, casi siempre, la madre). Volver a vivir con dos padres restaura el bienestar material que los niños tenían antes; pero en todo lo demás, siguen tan mal como los hijos de familias single-parent. Las investigaciones del NCHS y otros estudios consignan que aquellos chicos presentan, al menos, tantos problemas escolares, emocionales y de conducta como éstos (2).
Iniciativas para fortalecer la familia
Un motivo de optimismo en medio de este panorama desolador es que está difundiéndose la convicción de que es preciso fortalecer la familia, volviendo a valores desacreditados por la «revolución sexual» y desalentando el individualismo. Los medios de comunicación, en numerosos reportajes y comentarios que dedican a este tema, empiezan a transmitir explícitamente este mensaje.
La persuasión general es que, para sanear las familias, los poderes públicos tienen una eficacia limitada. El deterioro familiar no se ha debido a falta de medidas legislativas y programas sociales, muy abundantes en las últimas décadas, con un costo muy elevado. Sin despreciar las acciones de este tipo, las iniciativas ciudadanas, aparentemente más modestas, dan mejores resultados. Y están surgiendo multitud de ellas, que prestan ayudas directas y concretas a las familias en peligro.
Dos ejemplos son Healthy Start, en Hawai, y Families First, en Michigan. La primera identifica en los hospitales, en el momento del parto, a los padres que presumiblemente podrían desatender o maltratar a su hijo, y les ofrece ayuda y consejo gratuitos por parte de un voluntario, que les prestará asistencia durante varios años. Entre más de mil familias así atendidas sólo se han dado nueve casos de negligencia paterna o malos tratos. Se está estudiando extender este programa a todo el Estado, lo que costaría unos 16 millones de dólares anuales, mucho menos de los 40 millones que Hawai gasta al año en atención a niños abandonados o maltratados.
De manera similar, Families First ayuda a familias conflictivas o en trance de separación. Más del 80% de los 2.400 matrimonios asistidos continúan unidos. Además, en los condados donde se ha puesto en práctica el programa ha descendido en un 10% el número de niños transferidos a tutela pública, frente a un aumento del 28% en los demás. Cada uno de estos niños supone para el Estado un gasto de 14.000 dólares anuales, mientras que Families First cuesta 4.500 por familia.
El éxito de estas iniciativas muestra que los males que aquejan a la familia y los correspondientes remedios están en un ámbito profundo. La experiencia es ya suficiente para comprender que las miserias de las naciones desarrolladas tienen su raíz en los valores y sólo se curan con un cambio de mentalidad y una movilización de la sociedad.
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(1) Fortune (10-VIII-92) recoge los resultados de algunas de estas investigaciones.
(2) Más detalles en servicio 46/93.
Una experiencia en el Bronx
El pasado verano, Mary Meaney, una universitaria de Princeton, enseñó literatura a chicas de 10 a 13 años en un programa del Rosedale Achievement Center, promovido por mujeres del Opus Dei en uno de los vecindarios más conflictivos del Bronx de Nueva York. En un artículo publicado en The Catholic World Report (IX-X, 1992) explica que para afrontar los problemas de los jóvenes en los barrios pobres de las grandes ciudades no basta el dinero: hay que dedicarles tiempo, una atención individualizada y proponer ideales estimulantes y exigentes.
Este verano, en el Bronx, yo enseñé literatura a chicas jóvenes en una escuela; ellas me enseñaron algunas de las realidades más duras de la vida. Situado en una pequeña casa de ladrillo en el número 174 de la calle East, el Centro de Estudios Rosedale pone en relación a alumnas de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos con chicas que estudian entre el 5º y el 9º curso del colegio y que provienen del sureste del Bronx. Las 35 estudiantes que participaban en nuestro curso de verano eran la «flor y nata» de lo que el Bronx puede ofrecer: éstas eran las afortunadas cuyos padres se preocupaban incluso de pagar los 60 dólares de inscripción y las subían cada mañana al autobús.
Yo llegaba de la torre de marfil de Princeton y traía conmigo un montón de prejuicios. Supongo que esperaba encontrarme con chicas en la más absoluta indigencia, que vivían en casas medio derruidas y que tenían poco más que la ropa que llevaban puesta. Para mi sorpresa me encontré que, con pocas excepciones, todas mis alumnas tenían sus aparatos personales de radio y televisión. Algunas disponían de su propio aparato de vídeo y de su propio teléfono. En bastantes aspectos, tenían más cosas que yo.
Cuando lo normal es la excepción
La relativa abundancia material de mis alumnas contrastaba poderosamente con la catastrófica ruptura de sus familias y con la violencia que constantemente las rodeaba y las amenazaba. Familias rotas, destrozadas: ésa es la norma en el Bronx; hogares en los que vivan los dos padres, la excepción. De mis 35 alumnas, sólo dos provenían de una familia «nuclear» con un padre, una madre, hermanos y hermanas. La gran mayoría no vivía con su padre; muchas, ni siquiera lo conocían. Cuando les preguntaba por sus hermanos y hermanas, sus respuestas sonaban a una letanía de este tipo: «Por parte de mi padre, tengo una medio hermana, un hermano y una hermanastra; pero, por parte de mi madre, tengo dos medio hermanas».
En el impreso para solicitar la admisión, DeeDee, una de las más brillantes de 7º curso, hizo una relación donde su padre figuraba como desconocido y su madre como fallecida. A través de la abuela de DeeDee supimos que su madre, aunque era adicta a la heroína, vivía. Cuando la directora de Rosedale se lo dijo a DeeDee, ella contestó: «Igual podría estar muerta. Es una vagabunda».
Junto a la trágica desintegración de la familia, me impresionó la omnipresente violencia del Bronx. Una de mis compañeras de Rosedale me dijo que al ir hacia el Centro veía hombres armados en los tejados de las escuelas por las que iba pasando. Todas las chicas tenían historias que contar sobre amigas que habían sido apuñaladas, que habían muerto de sobredosis, o sobre su «mejor amiga», que, con doce años, había tenido ya dos abortos y estaba embarazada por tercera vez. DeeDee me explicó que su primo había sido secuestrado hacía varios meses al salir de clase, y que no se había sabido nada de él desde entonces. A los 10 años, Natalie había visto a la mejor amiga de su madre con una puñalada en el vientre. Ada llegó un día llorando a mitad de la clase. A su primo le habían pegado cinco balazos esa mañana a la puerta de casa; murió en el acto.
El impacto de esta violencia sin sentido reaparecía continuamente. Cuando pedía ejemplos en mis clases de literatura, estas niñas de 10 a 13 años los sacaban de su vida diaria: «le pegaron un tiro», «sufrió una sobredosis», «quedó embarazada». Una niña cuyo padre había muerto hacía poco acababa un día su diario con dos frases: «Trato de no confiar en nadie. Trato de no preocuparme por nadie… pero esto se está poniendo duro».
La pobreza intelectual y moral
Un problema menos llamativo, pero más destructivo que la violencia, es la extrema pobreza intelectual y moral del Bronx. La mayoría de mis alumnas, por ejemplo, sabían la diferencia entre el SIDA, el herpes y la clamidia, pero no sabían los nombres de los tres últimos presidentes. Eruditas en lo referente a los últimos métodos de control de la natalidad e incapaces de escribir una frase completa y gramaticalmente correcta.
El primer día de clase les pregunté ingenuamente por sus aficiones, esperando oír de alguna de ellas que disfrutaba leyendo. Para horror mío, supe que la mayoría de ellas no habían leído nunca un libro, y todas se sorprendieron de que alguien considerara que leer podía ser un hobby. Encerradas en minúsculas habitaciones, sin nada que hacer, mis alumnas pasaban de 6 a 12 horas diarias vegetando delante de la televisión. Cuando les pregunté qué programas veían, una contestó: «Lo que echen».
Mis alumnas absorbían sin más los «valores» de los programas que ponían a las horas de máxima audiencia. Para muchas de ellas, «éxito» significaba poco más que la cantidad de dinero que tenía la gente en las películas, las casas en las que vivían, los coches que conducían y la ropa que usaban. «Éxito» no tenía nada que ver con proponerse metas realistas pero estimulantes, trabajar duro y conseguirlas. Los niños de nuestros barrios pobres están experimentando que la moralidad extraída de Dallas, Dinastía y Rosanna es una cosa temible. La mayoría de mis alumnas creían que el fin último de la vida es divertirse. No llegaban a entender por qué alguien podía hacer algo sin esperar una satisfacción inmediata. Cuando les hablé del incansable trabajo de la Madre Teresa en favor de los pobres, intentando presentarla como un modelo, quedaron estupefactas. Todas sentían pena de la Madre Teresa. Compadeciéndola, una de las niñas preguntó: «¿Quién la obliga a hacer todo eso?»
El problema de fondo
Si en el Bronx se puede aprender algo es que el gran problema de los ghettos urbanos no es la violencia, la prostitución o el abuso de las drogas y el alcohol. El problema más importante, que subyace en todos los demás, es el haber perdido la esperanza de alcanzar nada valioso a través del esfuerzo personal. Si los jóvenes de estos barrios pobres sacrifican su futuro a cambio de la inmediata satisfacción -sin esfuerzo- mediante las drogas, el alcohol, la televisión y el sexo, es porque carecen de ideales o incluso de metas a largo plazo. Ofrecerles un «éxito» ilusorio a base de rebajar el nivel, limitar las reglas, o inflar las notas, perpetúa los problemas que intenta resolver. Tal enfoque dice a los niños, en suma, que no creemos que tengan la capacidad o la fuerza de voluntad necesarias para alcanzar metas altas.
Lo que el programa de Rosedale les ofrece son siete exigentes clases de 40 minutos, sobre matemáticas, lengua, literatura, ciencias, religión, arte y música. Lo que disfrutaron, e incluso lo que se entusiasmaron con el programa, sorprendió tanto a ellas como a nosotras. Día tras día, el «problema» en Rosedale no era que faltaran las alumnas sino el número de chicas que se presentaban pidiendo apuntarse al programa. Lo difícil no era retener a las chicas en el Centro de 9.00 a 3.30, sino conseguir que se fueran al final del día.
Esta inesperada popularidad se debió en parte al hecho de que Rosedale era más divertido que las otras alternativas posibles: deambular por las calles o ver la televisión durante horas sin fin. Ciertamente, el éxito se debió también al hecho de que las profesoras de Rosedale eran todas estudiantes universitarias. Éramos lo suficientemente jóvenes como para que las niñas nos consideraran chicas de hoy y quisieran aprender de nosotras. Lo más importante, sin embargo, fue la atención individual que encontraban. Para muchas de ellas era la primera vez que recibían cariño y dedicación incondicionales. Ellas, a cambio, nos llenaban de abrazos y besos.
Antes de asegurar que nuestros barrios marginales son problemas insolubles, debemos mirar más despacio a programas como el de Rosedale. Debemos presentar a los jóvenes modelos que imitar e ideales por los que vivir. Debemos ver a los niños de estos barrios como individuos con talentos y dones, e incitarles a desarrollar esos dones y extraer todo su potencial. Hasta que no hagamos eso, nuestro país continuará perdiendo a esos niños y continuará afrontando problemas urbanos incontrolables, de los cuales ya vimos algún destello en Los Ángeles.