El implacable culto a la novedad en el arte

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Al recibir recientemente la medalla de honor literaria del National Arts Club de Nueva York, Alexander Solzhenitsyn escribió un discurso, publicado en castellano por el diario ABC (Madrid, 19-II-1993), del que recogemos algunos párrafos.

Se ha puesto de moda en Rusia ridiculizar, derribar y echar por la borda la gran literatura rusa, fundada como está en el amor y en la comprensión hacia todos los seres humanos y especialmente hacia los que sufren. Y a fin de facilitar esa operación de repudio, se anuncia que el exangüe y servil realismo socialista era, en realidad, una continuación orgánica de la vigorosa literatura rusa.

Así, somos testigos, a través de los diversos umbrales de la historia, de la recurrencia del mismo peligroso fenómeno cultural, con el rechazo y el desprecio de toda la tradición precedente, y con su obligatoria hostilidad hacia todo lo que es universalmente aceptado. Antes, estalló sobre nosotros con las fanfarrias y chillonas banderas del futurismo; hoy se aplica el término posmodernismo.

Para un posmodernista, el mundo no posee valores que tengan realidad. Incluso tiene una expresión para ello: «el mundo como texto», como algo secundario, como el texto de la obra de un autor, por lo que el objeto de interés primordial es el propio autor en relación con la obra, su propia introspección. La cultura, según esto, debe dirigirse hacia adentro, a sí misma (…); sólo ella es valiosa y real.

Por esta razón, el concepto de juego adquiere una importancia exagerada, no la juguetonería mozartiana de un universo que se derrama en alegría, sino un forzado juego sobre las cuerdas del vacío, donde un autor no tiene por qué tener responsabilidad hacia nadie. La negación de cualquier ideal y de todos ellos se considera valiente. Y en este voluntario autoengaño, el posmodernismo se ve a sí mismo como el logro supremo de toda cultura precedente, el eslabón final de su cadena. (…) Podríamos sentir simpatía hacia esta incesante búsqueda, pero sólo como la tenemos hacia los sufrimientos de un hombre enfermo. La búsqueda está condenada, por sus premisas teóricas, a seguir siendo siempre un ejercicio secundario o terciario, desprovisto de vida o de futuro.

Aunque el siglo XX ha visto que la carga más amarga y descorazonadora ha recaído sobre los pueblos bajo dominación comunista, nuestro mundo entero está viviendo un siglo de enfermedad espiritual, que no podía sino dar origen a una enfermedad semejante y ubicua en el arte. (…)

Mirando con atención, podemos ver que, tras esos ubicuos y al parecer inocentes experimentos de rechazo de la tradición anticuada, se encuentra una hostilidad profundamente implantada contra cualquier espiritualidad. Este implacable culto a la novedad, con su afirmación de que el arte no necesita ser bueno ni puro, con tal que sea nuevo, más nuevo, y siempre más nuevo, oculta un inflexible e ininterrumpido intento de socavar, ridiculizar y desarraigar todos los preceptos morales. No hay Dios, no hay verdad, el universo es caótico, todo es relativo, «el mundo como texto», texto que cualquier posmodernista está deseoso de componer. Cuán estruendoso es todo esto, pero también cuán impotente. (…)

Si los creadores de arte nos sometemos obedientemente a este deslizamiento hacia abajo, si dejamos de apreciar la gran tradición cultural de los siglos anteriores junto con los fundamentos espirituales de los que surgió, contribuiremos a la caída, sumamente peligrosa, del espíritu humano en la tierra, a una degeneración de la Humanidad hacia una especie de estado inferior, más cercano al mundo animal.

Y, sin embargo, es difícil creer que vayamos a permitir que ocurra esto. Incluso en Rusia, tan terriblemente enferma ahora, aguardamos y esperamos que después del coma y de un período de silencio, sentiremos el aliento de una reviviscente literatura rusa, y que seremos testigos de la llegada de nuevas fuerzas lozanas, las de nuestros hermanos más jóvenes.

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