Mons. Johaanes Gijsen, obispo de Roermond, acaba de presentar su dimisión, a los 59 años, alegando motivos de salud. Su renuncia, aceptada por el Papa, ha sido muy comentada en Holanda, donde su gestión fue a menudo origen de polémicas.
Gijsen fue nombrado obispo de Roermond por Pablo VI en 1972, en un momento crucial. La Iglesia en Holanda estaba en plena fase de innovaciones, las parroquias iban perdiendo fieles y las vocaciones al sacerdocio eran prácticamente nulas. Desde Roma se intentaba dar un giro a la situación con los nuevos nombramientos episcopales.
Al tomar posesión de su cargo cambió a todos sus vicarios, pues había aprendido de la experiencia de otros obispos que difícilmente se podía trabajar sin contar con la solidaridad de sus colaboradores. Reabrió el seminario y eligió su propio profesorado, en lugar de seguir sirviéndose de los profesores de las Escuelas Superiores de Teología. En estos veinte años ha ordenado unos 150 sacerdotes en su diócesis.
Su firmeza de convicciones en unos ambientes eclesiásticos poco acostumbrados al ejercicio de la autoridad, dio origen a tensiones. Pero lo que para algunos eran medidas drásticas y polémicas, para otros eran signo de valentía y el único modo de hacer algo en un momento en que la Iglesia católica en Holanda se estaba viniendo abajo. Tampoco le faltaron dificultades en el círculo de personas de su confianza. En 1990 uno de los aspirantes al sacerdocio reveló en televisión la existencia de desórdenes de conducta sexual entre algunos seminaristas. El co-rector del seminario, implicado en el escándalo, fue alejado de su puesto. Entonces Mons. Gijsen, abatido, decidió no ordenar sacerdotes. Esta decisión duró un año. Su siguiente visita al Papa le hizo ver que su responsabilidad como obispo le exigía volver a ordenar sacerdotes.
A petición de Juan Pablo II, fundó el Instituto Superior para la Familia y el Matrimonio, similar a otros existentes en Roma y Washington. Este instituto pretende la formación de especialistas en este campo para cubrir las necesidades de los países del norte de Europa.
En cuanto a la enseñanza, a finales del año pasado elaboró unas directrices a las que deberían atenerse los colegios oficialmente católicos de su diócesis para mantener su confesionalidad. Ciento cincuenta escuelas perdieron así su calificativo de católicas y los subsidios a lo que esto daba derecho. En cambio, esta medida abrió la posibilidad de que otros padres católicos comenzaran un colegio cumpliendo las condiciones que exige la ley en cuanto al número de alumnos y contando con las subvenciones oficiales.
Durante estos veinte años, Mons. Gijsen ha tenido la imagen de obispo poco sociable, que cuenta poco con los demás y no delega. Bien es verdad que el sector mayoritario de la prensa nunca le ha visto con simpatía. Por lo que pueda haber de cierto en esta imagen, Mons. Gijsen ha pedido excusas en una carta de despedida en la que dice: «Sin duda en algún momento habré dicho o hecho cosas difíciles de entender, o que provocaron irritación o enfado. Quizá también decepción porque se había contado con otra decisión. Lo siento con toda mi alma y pido perdón especialmente si podía haberlo hecho de otro modo. Ojalá no quede duda de que lo hice por servir a la verdad y tenerla como norma de vida».
Por el momento la sede está vacante. Mons. Gijsen ha expresado su deseo de servir a la Iglesia en un puesto donde su salud le permita trabajar de un modo más llevadero que en el cargo que hasta ahora tenía.