Pico Iyer escribe sobre la necesidad de retirarse de vez en cuando del ajetreo diario para buscar en el silencio una expansión espiritual (Time, 25-I-93).
Todos conocemos la sensación de retirarnos a un lugar alto y sentirnos tan elevados que apenas podemos imaginar las circunstancias de nuestra vida diaria o las cosas que nos inquietan.(…)
Pero el silencio no se consigue fácilmente. Y antes de lanzarnos a explorar en esas alturas, conviene que recordemos que el oro falso es mucho más común y que el oro hay que cribarlo, separarlo de otras sustancias. (…) El silencio vale tanto como lo que saquemos de él.
Tenemos, pues, que ganarnos el silencio, trabajar por conseguirlo: para hacer de él no una ausencia sino una presencia, no vacío sino plenitud. El silencio es más que una mera pausa; es ese lugar encantado donde el espacio está despejado y el tiempo se detiene y el horizonte mismo se expande. En el silencio, solemos decir, podemos oír cómo pensamos; pero es más cierto decir que en el silencio podemos oír cómo no pensamos, y así sumergirnos por debajo de nosotros mismos en un lugar mucho más profundo que el simple pensamiento. En el silencio, diríamos mejor, podemos oír pensar a algún otro.
(…) El silencio es escucha atenta, y en el silencio podemos oír algo que está detrás del clamor del mundo. «El que ama a Dios, necesariamente ama el silencio», escribió Thomas Merton, que, como trapense, era un buen conocedor, un cultivador de silencios. No es casualidad que los lugares de culto sean lugares de silencio: si la ociosidad es el terreno propio del demonio, tal vez el silencio sea el de los ángeles. (…)
A menudo da la impresión de que el mundo está haciéndose más ruidoso en nuestros días: en Japón, que quizá sea un modelo de nuestro futuro, los coches y los autobuses tienen voz, las puertas y los ascensores hablan. El contestador automático nos habla en algún lugar por encima del estruendo de la televisión; el walkman preserva un silencio exterior pero nos garantiza que nunca -ni en la bañera, ni en la cima de una montaña, ni siquiera en nuestro despacho- estaremos sin el estrépito del mundo. El ruido se convierte en el equivalente auditivo del alud de imágenes, del incesante chorro de fragmentos que agita cada vez más nuestras mentes. Como dice el joven novelista nigeriano Ben Okri, «cuando el caos es el dios de una era, la música ensordecedora es el principal instrumento de la divinidad».
Hay, por supuesto, un lugar para el ruido, como lo hay para la vida diaria. Hay un lugar para el fragor, para la explosión de gritos de un partido de béisbol, para los himnos y las oraciones en voz alta, para las orquestas y los chillidos de placer. El silencio, como todo lo bueno, se aprecia mejor en su ausencia: si el ruido es la melodía característica del mundo, el silencio es la música del otro mundo, lo más parecido que conocemos a la armonía de las esferas celestes. Pero el mayor encanto del ruido viene cuando cesa. En el silencio, de repente, parece como si todas las ventanas del mundo se abrieran de par en par y todo fuera tan claro como en una mañana después de la lluvia. (…)
Se podría decir, pues, que el silencio es el último reducto de la confianza: es el lugar donde confiamos estar solos; donde confiamos que otros entiendan las cosas que no decimos; donde confiamos que se establezca una armonía más alta. Todos sabemos cuán traicioneras son las palabras, y cuántas veces las usamos para envolver la turbación, o la vaciedad, o el miedo a los espacios más amplios que proporciona el silencio. Las «palabras, palabras, palabras» nos comprometen con afirmaciones que en realidad no mantenemos, con los imperativos del parloteo; de palabras están hechas las mentiras, las promesas falsas y el chismorreo. Parloteamos con los extraños; con los íntimos podemos estar callados. «Trabamos conversación» cuando no sabemos qué hacer; la destrabamos cuando estamos solos, o con aquellos tan cercanos a nosotros que podemos permitirnos estar a solas con ellos.