Daniel Callahan, del Hastings Center, institución dedicada a la investigación en bioética, sostiene en un artículo publicado en International Herald Tribune (6 abril 2000) -resumen del original aparecido en The New England Journal of Medicine (2 marzo 2000)- que ante el final de la vida, es más importante cuidar que intentar curar.
(…) Curar, no cuidar, se ha convertido en el objetivo principal de la investigación biomédica, empresa que se ha acelerado rápidamente durante la segunda mitad del siglo XX. Tras lograr erradicar la mayoría de las infecciones mortales, se declaró la guerra al cáncer, las cardiopatías y otras enfermedades mortíferas. El constante aumento del presupuesto de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos son testimonio del frenesí y la popularidad de esas guerras. (…)
En maravillosa expresión de William Haseltine, presidente de Human Genome Sciences [ver «Patentes de genes», en este servicio], «la muerte es una serie de enfermedades evitables».
Por supuesto, nadie dice en serio que la inmortalidad es el último objetivo de la medicina. Sonaría estrafalario. Pero los investigadores se han convertido en una especie de tiradores de precisión, que apuntan a eliminar las causas de muerte, una a una, en la idea de que no hay ninguna que esté fuera del alcance de la ciencia.
Del Proyecto Genoma Humano, dirigido a descifrar los componentes fundamentales de la vida humana, se espera que abra la puerta a la explicación definitiva de las enfermedades y, de ahí, finalmente, a su conquista. Si la muerte no es un accidente biológico, todo lo que la causa, sin duda, lo es.
Esta forma de entender la muerte tiene su raíz en la idea optimista del progreso indefinido. El problema es que es profundamente antitética a una premisa central de los cuidados paliativos -el alivio del dolor y del sufrimiento- al final de la vida. Esa premisa dice que la muerte es parte de la vida, que los médicos y pacientes han de aceptar esta realidad, y que facilitar una muerte serena ha de ser un objetivo médico tan importante como el de prolongar la vida.
(…) La comunidad científica debería ver su enemigo en la muerte prematura, no la muerte en sí. El objetivo no debe ser aumentar la longevidad indefinidamente, sino permitir una vida suficientemente larga, que abarque desde la infancia hasta la vejez. Después, la prioridad ha de ser cuidar, no curar.
En términos prácticos, esto significa concentrar los recursos para la investigación en las enfermedades que causan la muerte prematura de más personas, antes de los 65 años, o un poco más allá.
(…) Erradicar la muerte no es un objetivo médico sensato. Es más apropiado entender el progreso médico sobre la base de que la enfermedad crónica, las deficiencias físicas o mentales y la invalidez, no la muerte, son los grandes enemigos. El final de la vida -que antes o después, de una forma u otra, tendrá que terminar- no es tan terrible como sufrir una muerte lenta.