Juan Pablo II en Tierra Santa
Aunque será el tiempo el que lo diga, muchos lo han calificado ya como el viaje más importante de su pontificado. Los seis días de Juan Pablo II en Tierra Santa (del 20 al 26 de marzo) han sido ante todo una peregrinación personal. Pero se podría decir que pocas veces como ahora se ha entendido mejor que el carisma del Pontífice consiste en establecer puentes (pontifex), en este caso vías para un mejor entendimiento de la Iglesia católica con hebreos y musulmanes.
Antes del viaje, los expertos enumeraron las dificultades políticas, religiosas y ambientales que esperaban al Papa. El viaje tocaba muchas fibras sensibles. Las más notables eran las mil derivaciones del espinoso conflicto entre palestinos e israelíes y el resentimiento de los hebreos hacia la Iglesia católica. Pero había otros, como algunas fricciones recientes con los musulmanes del lugar (a propósito de la mezquita de Nazaret) e incluso los recelos nunca apagados de los cristianos ortodoxos hacia Roma.
Ante ese panorama, más de un observador vaticinó que, simplemente para no herir susceptibilidades, Juan Pablo II iba a necesitar toda la sabiduría de Salomón. Antes de empezar, el viaje había alcanzado ya un récord: el número de consejos, de las más variadas procedencias, sobre lo que el Papa tenía que hacer y lo que debía evitar, superaba con creces el de los 90 viajes anteriores.
Esos vaticinios venían espontáneamente a la cabeza al verlo abandonar el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv, la tarde del 26 de marzo, despedido con una cordialidad impensable solo algunos pocos días antes. Quedaba de manifiesto que el Papa no se había conquistado ese afecto con la astucia política. En realidad, venció con su sencillez y sentido sobrenatural, comportándose con la humildad de un peregrino que viaja a las fuentes de su fe. Visto desde esa perspectiva, posiblemente no haya sido una coincidencia que este viaje -deseado durante tanto tiempo- se haya podido realizar precisamente ahora, en esta fase del pontificado: en un momento en el que se diría que la fragilidad física de Juan Pablo II confiere, si cabe, una mayor credibilidad a su acción.
Con los ojos de Moisés
La peregrinación tuvo una primera etapa en Jordania. Desde el monte Nebo, el Papa pudo contemplar la tierra prometida «con los ojos de Moisés». Celebró también una misa en un estadio de la capital, Amman, a la que asistieron más de cuarenta mil personas y en la que dos mil niños recibieron la primera comunión. Los católicos en el país son 71.000, poco más del 1% de la población.
El Papa visitó también uno de los lugares donde se piensa que Jesús recibió el bautismo de Juan. El otro posible lugar, situado en la otra orilla del Jordán, se encuentra en territorio bajo control militar israelí: para evitar agravios, el Papa también lo visitó. No fue simplemente un detalle cortés: es preciso recordar que una de las mayores pugnas en la zona consiste en atraerse el turismo, concretamente los peregrinos cristianos, y un gesto del Papa bastaría para alterar los equilibrios. Jordania recibe anualmente un millón y medio de visitantes; los territorios bajo control de la Autoridad Palestina, en torno a un millón (el 95% son peregrinos que van a Belén). Israel, por su parte, acogió el año pasado dos millones y medio (la mitad, peregrinos cristianos), y para este año se espera un incremento del 20%.
El Papa, en sus discursos en Jordania, se refirió al otro conflicto, más tristemente famoso, e hizo un llamamiento por la paz en la región. Una paz que se debe basar -dijo- en la justicia y en una recíproca comprensión entre los pueblos que reconocen el «único y verdadero Dios» de las tres religiones monoteístas.
Jerusalén
La etapa de Israel se presentaba más difícil. El problema no era, desde luego, la falta de interés. Desde el primer momento, las autoridades israelíes consideraron esta visita como la más importante recibida nunca por el Estado desde su creación, hace 52 años. Así, en la escalerilla del avión le esperaba la plana mayor del Estado. Faltaron solo los dos rabinos jefes. Pero apenas llegó el Papa, salió a relucir uno de los principales puntos de conflicto: la cuestión de la soberanía de Jerusalén, nudo que todavía no ha sido abordado en las negociaciones del proceso de paz.
El presidente, Ezer Weizman, dijo al saludar al Papa que Israel la considera su capital eterna. Al día siguiente, Yasser Arafat afirmó que los palestinos la consideran su capital eterna, una frase que añadió al texto previsto, en clara respuesta a Weizman. Sin entrar en disputas políticas, la Santa Sede propone que Jerusalén se someta a un estatuto internacional que garantice su identidad de Ciudad Santa para hebreos, cristianos y musulmanes. Es una solución que rechazan tanto israelíes como palestinos: quizás sea este uno de sus pocos puntos de acuerdo.
La lucha dialéctica sobre Jerusalén ensombreció también el acto interreligioso celebrado días después en el Instituto Pontificio «Notre Dame», de Jerusalén. Se trataba de una reunión de las tres religiones que veneran a Abraham, que al Papa le hubiera gustado haber podido celebrar en el Sinaí. El rabino Israel Meir Lau agradeció al Papa el «reconocimiento del Vaticano de la soberanía israelí de Jerusalén»: reconocimiento que, naturalmente, nunca se produjo. En respuesta a lo que entendió como provocación, el representante musulmán, Taysir Tamimi, se lanzó a tumba abierta y acabó incluso marchándose antes de que concluyera el acto. En ese contexto, las palabras del Santo Padre fueron un llamamiento de gran autoridad: «Si es auténtica, la devoción a Dios implica necesariamente la atención hacia los demás seres humanos. ¡Religión y paz van juntas!».
La comprensión del Papa
Haciendo balance de los encuentros que ha mantenido con unos y otros, se puede afirmar que israelíes y palestinos se han sentido comprendidos, en sus heridas y amarguras, por el Papa. Y eso, a pesar de que Juan Pablo II no ha dicho «cosas nuevas» ni ha respondido a lo que algunos esperaban: por parte israelí, que condenara «los silencios del Vaticano» durante la II Guerra Mundial, concretamente la acción de Pío XII; y por parte palestina, que defendiera el derecho de los refugiados a volver a sus casas, que están en manos israelíes. Aun así, decepcionando a los más intransigentes de ambos lados, el Papa ha bendecido Israel, ha recordado el terror del Holocausto y ha reconocido -de hecho- el futuro Estado palestino. Lo que ha conferido una mayor fuerza a sus palabras es que las haya pronunciado en los lugares adecuados.
Sin duda, el lugar más impresionante, en este sentido, fue el Yad Vashem Holocaust Memorial, cuya arquitectura se inspira en el tabernáculo construido por Moisés en el desierto para custodiar el Arca de la Alianza. Allí el Papa rindió homenaje a las víctimas del exterminio nazi y pronunció un discurso que tocó las fibras más profundas (ver texto al final). Los cardenales Cassidy y Etchegaray depositaron una corona de margaritas blancas con la inscripción «El Papa Juan Pablo II».
Emoción
El escritor israelí David Grossman declaró que el dolor expresado por Juan Pablo II en sus palabras valía más que cualquier declaración oficial. El premio Nobel Elie Wiesel añadió que personalmente había cambiado de opinión: «Creo que es imposible no conmoverse al ver a este hombre anciano y carismático confrontarse hasta la conmoción con toda la tragedia del pueblo hebreo». El escritor Amos Oz también rectificó un juicio emitido al inicio del viaje: «Hay generaciones y generaciones de hebreos que habrían pagado no sé qué por haber visto lo que hemos visto en Jerusalén». El violinista Jacques Souza, superviviente de Auschwitz, también expresó su emoción.
Además de la fuerte impresión de ese momento, los israelíes habían sido conquistados por los relatos -difundidos durante toda la semana por la radio y la televisión del país- de algunos episodios de la vida del Papa en favor de personas hebreas. En el Yad Vashem, el Santo Padre pudo saludar a veinte supervivientes del Holocausto, entre ellos Yosef Bienenstock, un amigo de la infancia al que no veía desde la guerra, y Edith Tzirer, una mujer que afirma que fue salvada por el joven seminarista Karol Wojtyla.
Antes de su regreso a Roma, el Papa visitó el muro de las lamentaciones, donde, siguiendo la tradición, quiso dejar un mensaje autógrafo. En él glosaba una de las ideas más fuertes de su discurso en el Memorial del Holocausto: una plegaria dirigida a Dios en la que muestra el dolor por las persecuciones que los hebreos han sufrido a lo largo de la historia a manos de cristianos. También visitó en su sede a los dos rabinos jefe de Jerusalén, y lo mismo hizo con las autoridades religiosas musulmanas.
Malestar palestino
Los palestinos habían recibido ya la solidaridad explícita del Papa. Durante su encuentro con Arafat en Belén (el décimo en absoluto, con lo que el líder palestino se convierte, probablemente, en el político musulmán que más veces se haya entrevistado con un Papa), Juan Pablo II dijo que «nadie puede ignorar lo que el pueblo palestino ha tenido que sufrir en las últimas décadas. Vuestro tormento está ante los ojos del mundo y ha proseguido durante demasiado tiempo». El Papa reafirmó su apoyo al derecho del pueblo palestino a una tierra.
Juan Pablo II visitó el campo de refugiados de Deheisha, donde están instalados 9.600 prófugos. Algunos viven en esas condiciones desde que en 1948 fueron expulsados de Jerusalén: unos pocos conservan todavía las llaves de sus casas, que ya no existen. Deheisha es uno de los 60 campos que acogen a un total de millón y medio de refugiados. El malestar es patente. Entre los propios palestinos hay quien piensa que están siendo usados como arma política, razón por la cual no mejoran sus condiciones de vida. Una media hora después de que hubiera concluido la visita del Papa al campo, tuvo lugar un enfrentamiento de algunos residentes con la policía palestina, que se saldó con varios heridos. Fue el único momento de tensión, aunque para los del lugar era más bien cosa de ordinaria administración.
Un pequeño milagro
El viaje del Papa tuvo también la finalidad de confortar a la minoría católica de la zona, particularmente presente en Nazaret y Belén, donde celebró sendas misas. El acto de mayor afluencia de fieles fue la misa al aire libre que celebró en Corazín, el monte de las bienaventuranzas, a la que asistieron cien mil personas, en su mayoría jóvenes, procedentes de numerosos países. La ceremonia fue transmitida por la televisión israelí y supuso para muchos israelíes un descubrimiento de lo que es el cristianismo, según afirmó la prensa. El Papa alentó a los asistentes a seguir la vía de los Mandamientos y las Bienaventuranzas, que «marcan el camino para seguir a Cristo y el sendero real hacia la madurez y la libertad espirituales».
Son otras muchas las imágenes del Papa que resumen estos seis días. Sin duda, las más significativas para comprender el espíritu con el que ha llevado a cabo esta peregrinación son sus largas pausas de oración en los lugares santos: Belén, Nazaret, el Cenáculo (pudo celebrar la misa en el lugar auténtico, cerrado al culto desde el siglo XVI), o el Santo Sepulcro, donde quiso volver antes de abandonar Jerusalén, rompiendo el programa previsto.
Se necesitará tiempo para comprender cuáles podrán ser las repercusiones de la peregrinación de Juan Pablo II a Tierra Santa, pero una cosa es cierta: son muchos los cristianos, hebreos y musulmanes que comparten la certeza de que algo ha cambiado. Si no fuera así, no se entenderían declaraciones como las del escritor Grossman, que había hecho el propósito de no interesarse por el viaje: «En seis días, el Pontífice ha conquistado el corazón de todos, hebreos, musulmanes, cristianos. En particular, ha conquistado a los israelitas como ningún líder extranjero lo había hecho nunca. Durante una semana, hemos sentido el aliento de un espíritu distinto, un espíritu de reconciliación. Por este pequeño gran milagro, yo, hebreo y laico, le digo: gracias, Juan Pablo II».
Diego ContrerasPalabras del Papa en el Memorial del HolocaustoReproducimos el texto completo de la intervención del Papa en el «Yad Vashem Holocaust Memorial», de Jerusalén.
En este lugar de la memoria, la mente, el corazón y el alma sienten una gran necesidad de silencio. Silencio en el cual recordar. Silencio en el cual buscar dar un sentido a los recuerdos que vuelven impetuosos. Silencio porque no hay palabras suficientemente fuertes para deplorar la terrible tragedia de la Shoah. Yo mismo tengo recuerdos personales de lo que ocurrió cuando los nazis ocuparon Polonia durante la guerra. Recuerdo mis amigos y vecinos hebreos, algunos de los cuales murieron y otros sobrevivieron.
He venido a Yad Vashem para rendir homenaje a los millones de hebreos que, privados de todo, y en particular de su dignidad humana, fueron asesinados en el Holocausto. Ha pasado más de medio siglo, pero los recuerdos permanecen.
Aquí, como en Auschwitz y en muchos otros lugares de Europa, nos oprime el eco de los lamentos desgarrados de tantas personas. Hombres, mujeres y niños nos gritan desde los abismos del horror que han conocido. ¿Cómo no vamos a prestar atención a su grito? Nadie puede olvidar o ignorar lo que ocurrió. Nadie puede disminuir su dimensión.
Queremos recordar. Queremos recordar, sin embargo, por un motivo: para asegurar que nunca más prevalecerá el mal, como sucedió para millones de víctimas inocentes del nazismo. ¿Cómo pudo el hombre sentir tal desprecio por el hombre? Porque se había llegado al punto de despreciar a Dios. Solo una ideología sin Dios podía programar y llevar a cabo el exterminio de un pueblo entero.
El honor rendido por el Estado de Israel a los «justos gentiles» en Yad Vashem por haberse comportado heroicamente para salvar hebreos, a veces hasta la entrega de la propia vida, es una demostración de que ni tan siquiera en la hora más oscura se apagan todas las luces. Por eso, los Salmos, y la Biblia entera, a pesar de ser conscientes de la capacidad humana para el mal, proclaman que no será el mal el que tendrá la última palabra. De las profundidades del sufrimiento y del dolor, el corazón del creyente grita: «Confío en Ti, Señor; digo: ‘eres mi Dios'» (Sal 31, 14).
Hebreos y cristianos comparten un inmenso patrimonio espiritual, que surge de la autorrevelación de Dios. Nuestras enseñanzas religiosas y nuestras experiencias espirituales exigen de nosotros que derrotemos el mal con el bien. Recordamos, pero sin ningún deseo de venganza ni como incentivo al odio. Para nosotros, recordar significa rezar por la paz y la justicia y empeñarnos por su causa. Solo un mundo en paz, con justicia para todos, podrá evitar que se repitan los errores y los terribles crímenes del pasado.
Como obispo de Roma y sucesor del apóstol Pedro, aseguro al pueblo hebreo que la Iglesia católica, movida por la ley evangélica de la verdad y el amor y no por consideraciones políticas, está profundamente compungida por el odio, los actos de persecución y las manifestaciones de antisemitismo dirigidas contra hebreos por cristianos en cualquier lugar y tiempo. La Iglesia rechaza toda forma de racismo como negación de la imagen del Creador intrínseca a todo ser humano.
En este lugar de solemne memoria, rezo fervientemente para que nuestro dolor por la tragedia sufrida por el pueblo hebreo en el siglo XX lleve a una nueva relación entre hebreos y cristianos. Construyamos un futuro nuevo en el que no existan sentimientos antihebreos entre los cristianos o anticristianos entre los hebreos, sino el respeto recíproco que se pide a cuantos adoran a un único Creador y Señor y miran a Abraham como el padre común en la fe.
El mundo debe prestar atención a la advertencia que proviene de las víctimas del Holocausto y del testimonio de los supervivientes. Aquí en Yad Vashem la memoria está viva y arde en nuestro ánimo. Ella nos hace gritar: «Si oigo la calumnia de muchos, el terror me circunda; confío en Ti Señor; digo: Túeres mi Dios» (Sal 31, 13-15).»