Contrapunto
Admiración, reconocimientos, ironías, críticas. De todo ha habido en las reacciones ante el audaz gesto de Juan Pablo II en la Jornada del Perdón. Era inevitable. El Papa pedía perdón a Dios, delante de los hombres; no pretendía el aplauso humano. Los que no perdonan que la Iglesia católica no les haga caso han aprovechado la oportunidad para sermonear al Papa.
El New York Times advierte que la Iglesia seguirá discriminando a la mujer mientras no cambie su oposición al aborto, al control de la natalidad y al sacerdocio femenino. Es lo que se llama una visión amplia de las aspiraciones femeninas. ¡Ah,… y el Papa no mencionó a los homosexuales!
Hans Küng reclama que la Iglesia pida perdón por los teólogos perseguidos durante el actual pontificado (o sea, que le pida perdón). Pues la Inquisición sigue viva; la diferencia está en que «a los condenados de hoy no se les quema físicamente, sino psicológicamente». Quizá sus quemaduras psicológicas impiden al profesor de Tubinga rectificar sus posturas. Pero tendría más credibilidad si alguna vez se le hubiera visto arrepentirse de un error propio.
En estas y otras reacciones similares se advierte el deseo de que la Iglesia se acomode a lo que los críticos entienden como las exigencias del mundo actual. Aunque sería más exacto decir de ese mundo occidental, tan poderoso en lo económico como cada vez más minoritario dentro de la población mundial.
Pero si algo nos enseña la historia es que cuando los cristianos han fallado a la fidelidad al Evangelio, ha sido más a menudo por no saber resistir a un sentimiento social mayoritario que por lo contrario. Por ser demasiado de su época, podríamos decir.
La Inquisición fue culpable de utilizar unos métodos intolerantes para defender la verdad; pero los métodos contra la herejía eran los que los poderes de la época aceptaban para combatir cualquier delito de lesa majestad sin respeto por la libertad de las conciencias. Enrique VIII no fue más tolerante que Torquemada. Las Cruzadas pusieron la espada al servicio de la fe y de algunos intereses humanos; pero no fueron una excepción en un mundo pacífico, sino que encauzaron a un fin la violencia rampante entre los señores medievales. Los cristianos de la primera mitad del siglo XX podían haber hecho más para combatir el antisemitismo; pero también es verdad que el antisemitismo estaba bien arraigado en la sociedad de la época, y que ante la persecución de los judíos por los nazis, los resistentes fueron minoría, dentro y fuera de la Iglesia.
Los cristianos de hoy pensamos que la Iglesia podía haber combatido mejor la discriminación de la mujer; pero esta minusvaloración se ha considerado normal durante siglos y sigue aún más arraigada en las civilizaciones no cristianas. Junto al mea culpa, habría que preguntarse qué otra institución ha hecho más en la historia por defender la dignidad de la mujer frente a las pretensiones de reducirla a instrumento de placer a disposición masculina; por reforzar su posición en el matrimonio y en la familia; por promover su acceso a la educación en países donde las demás instituciones apenas prestaban atención al desarrollo intelectual de las niñas.
Elevar el nivel
Sin duda, la Iglesia no ha estado siempre a la altura de sus propios ideales; pero cuando no lo ha estado, con frecuencia ha sido por quedarse al nivel de la sociedad de su tiempo. Y no pocas veces ha contribuido también a elevar el nivel.
No es que la Iglesia deba empeñarse en ir a contracorriente por sistema, pues en cada época hay también aspiraciones nobles. Pero lo que más necesita la sociedad que le recuerde la Iglesia es lo que, por conformismo o ceguera, prefiere ignorar.
No es una postura cómoda, ante esas voces que en cada época piden que la Iglesia se adecúe a la mentalidad dominante. Sin ir más lejos, en los años setenta se decía que la Iglesia debía aceptar el marxismo, si no quería perder el tren de la historia, postura defendida también por algunos teólogos «clarividentes». En el Occidente de hoy, lo que se le reprocha a la Iglesia es su resistencia a fenómenos que están consiguiendo sus cartas de legitimidad: el derecho al aborto, la utilización de embriones humanos como puro material biológico, la equiparación del matrimonio y de todo tipo de uniones, la admisión de desigualdades hirientes por la falta de regulación del libre juego del mercado…
Por eso, tras pedir perdón por los errores del pasado, parece necesario verificar nuestra actitud ante los males del presente, en los que sí está en juego la responsabilidad personal. Es lo que ha pedido Juan Pablo II al decir: «Confesamos, con mayor razón, nuestras responsabilidades de cristianos por los males de hoy. Ante el ateísmo, la indiferencia religiosa, el secularismo, el relativismo ético, las violaciones del derecho a la vida, el desinterés hacia la pobreza de muchos países, tenemos que preguntarnos cuáles son nuestras responsabilidades».
El riesgo hoy es estar afectados por esta atmósfera de relativismo e indiferencia religiosa, igual que los cristianos de siglos anteriores estaban afectados por el clima de intolerancia que predominaba entonces; la tentación es incurrir en silencios culpables ante las violaciones del derecho a la vida, limitándonos a decir que estamos personalmente en contra, igual que estaban personalmente en contra los que no tenían esclavos pero no combatieron la esclavitud; la indiferencia puede darse al ver la pobreza como un problema ajeno, así como muchos de nuestros predecesores se desentendieron de los problemas de los pueblos colonizados.
Sin esa interpelación personal, la «purificación de la memoria» no sería el camino para la conversión a la que nos invita el Papa en el comienzo del tercer milenio. Podría quedarse en la superficialidad que a menudo se advierte en peticiones de perdón de políticos actuales por errores de gobernantes de otras épocas: un modo solapado de creernos mejores que nuestros antecesores.
Ignacio Aréchaga