La escasez de órganos de cadáveres impulsa a recurrir a voluntarios vivos, pero ¿está justificado el riesgo que corre el donante? Esto es lo que plantea un reportaje de Denise Grady en The New York Times (24 junio 2001).
Como señala la periodista, son muchos los enfermos que pueden salvar la vida gracias a los trasplantes de órganos. El progreso de la técnica médica permite recurrir al trasplante en cada vez más casos, de modo que aumenta la demanda de órganos. En cambio, las donaciones post mortem no crecen al mismo paso, y así se alargan las lista de espera. La escasez de órganos, sobre todo si el enfermo necesita el trasplante con urgencia, está llevando a fomentar el recurso a donantes vivos.
Una persona viva puede donar un riñón, medio pulmón o parte del hígado. El caso del riñón no presenta grandes problemas, pues la técnica está muy depurada: la tasa de éxitos para los pacientes es alta, mientras que la probabilidad de que muera el donante a consecuencia de la extracción es de 3 por 10.000. En Estados Unidos, cerca de la mitad de los riñones trasplantados proceden de donantes vivos.
Pero la donación de pulmón y, sobre todo, de hígado, es más peligrosa. En este último caso, la probabilidad de muerte para el donante se estima entre 10 y 20 por 10.000. En Estados Unidos ha muerto un donante de hígado, y varios en Europa; otros han sufrido complicaciones graves. Sin embargo, los trasplantes de hígado de donantes vivos -aunque aún son pocos- han aumentado drásticamente: en Estados Unidos, de 86 en 1998 a 347 el año pasado. En el Estado de Nueva York, un tercio de los hígados trasplantados en 2000 fueron donados por personas vivas. El trasplante de pulmones de vivos también ha crecido, aunque menos, pese a que cada enfermo necesita dos donantes. En total, el año pasado se realizaron en Estados Unidos unos 5.500 trasplantes de órganos de vivos, lo que supone un aumento del 16% con respecto a 1999, el mayor incremento anual registrado hasta ahora.
«No hay duda -dice Grady- de que los donantes vivos pueden salvar a enfermos que languidecen en las listas de espera para recibir órganos». Pero «desde los puntos de vista ético, emocional y médico, este es un territorio inexplorado». Está claro que el recurso a donantes vivos crece porque se estimula. «Es cada vez más frecuente que los cirujanos digan a las personas necesitadas de trasplantes que los familiares o amigos son donantes potenciales de órganos». Esto coloca al enfermo en una difícil tesitura: ¿puede pedir a un pariente o amigo que pase por el dolor y el peligro que implica una operación seria para salvarle? Además, existe el temor fundado de que se ejerza una cierta coacción moral sobre los posibles donantes. De modo que «la existencia de esta técnica quirúrgica ha creado en los enfermos y en las personas de su entorno una presión que antes no existía». Algunos implicados dicen que habrían preferido no saber que había esa posibilidad. Varios hospitales norteamericanos han organizado equipos de apoyo psicológico a los potenciales donantes y receptores de órganos.
El caso ético es complejo. En principio, someter a una persona sana a una operación que no necesita contraviene la ley más fundamental de la deontología médica: ante todo, no hacer daño. Solo si el perjuicio y el peligro para el donante son relativamente pequeños se puede justificar dar órganos en vida. Aunque Grady no lo menciona, se puede añadir lo que al respecto dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2.296): «El trasplante de órganos es conforme a la ley moral si los daños y los riesgos físicos y psíquicos que padece el donante son proporcionados al bien que se busca para el destinatario». Esto exige grandes dosis de prudencia para evaluar en cada caso esos riesgos y asegurar que el donante actúa con entera libertad.