Bajo estrictos controles

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Contrapunto

En plena polémica sobre la despenalización de la eutanasia, llegan nuevas y sombrías noticias sobre el caso del doctor británico Harold Shipman, un pionero en el arte de acelerar la entrada en el otro mundo de viejecitas achacosas. Se teme que Shipman, ya condenado a perpetuidad por la muerte de quince pacientes, haya liquidado a bastantes más. Las sospechas surgen porque el registro de sus certificados de defunción muestra un número desproporcionado de fallecimientos en comparación con el de otros médicos generalistas que operaban en circunstancias comparables en el mismo grupo de población.

Los policías que lo han interrogado lo describen como un hombre arrogante, que justifica sus actos por creerse un ser superior, capaz de decidir entre la vida y la muerte.

No es un caso único. Periódicamente salen a la luz casos semejantes, protagonizados por personal sanitario que se cree investido del derecho a sentenciar qué vidas valen la pena ser vividas. En 1991, cuatro enfermeras del hospital vienés de Lainz fueron condenadas por matar a más de 40 ancianos que «sufrían demasiado» o causaban fastidio. En 1997, un médico y una enfermera daneses fueron acusados de hacer lo mismo con 22 ancianos de un geriátrico. En 1998 una enfermera francesa fue condenada por aplicar la eutanasia, por propia iniciativa, a 30 pacientes. En 1999, en Río de Janeiro un enfermero fue acusado de causar la muerte de decenas de pacientes de su hospital; aunque él admitía solo cinco casos «por piedad», la policía sospechaba que cobraba comisiones de funerarias por comunicarles, antes que a nadie, los fallecimientos.

Cuando surgen estos casos, la opinión pública se rasga las vestiduras y considera a los protagonistas como psicópatas desalmados. Pero hay que preguntarse si las excepciones legales que se ha ido admitiendo al principio y al final de la vida -el aborto del hijo no deseado, la experimentación con embriones humanos, la eutanasia en enfermos terminales- contribuyen a crear un clima en que esos atropellos no parecen tan graves.

Ciertamente, la regulación legal de la eutanasia no equivale a dar carta blanca para liquidar sin su consentimiento a los ancianos. Más bien se presenta como la decisión autónoma de un enfermo, que, en situaciones dolorosas muy determinadas y «bajo estrictos controles», pide que se provoque su muerte, deseo que el médico se limitaría a cumplir. Y en ciertos casos puede que sea así. Pero no basta el deseo de establecer unos controles estrictos; hay que ver si, una vez abierta esa posibilidad, el proceso es controlable.

El Dr. Shipman y otros de su estilo no se preocupaban de saber la voluntad del enfermo. Y si esto ocurre cuando la eutanasia aún no está legalizada, hay motivos para inquietarse sobre lo que podría suceder cuando desapareciera la prohibición absoluta de provocar la muerte del enfermo.

En cuanto se admite que hay vidas humanas que no merecen ser vividas, es más fácil que algunos se atribuyan el derecho a establecer niveles de calidad. Y si la ley ofrece esta posibilidad rápida e indolora, ¿no habrá menos reparos para aplicarla a pacientes que no acaban de comprender que pueden «beneficiarse» de ella?

Pero el riesgo no se reduce a casos de homicidio encubierto. La propia experiencia de Holanda muestra que la eutanasia ahora legalizada empezó como una práctica tolerada para moribundos con sufrimientos insoportables, pasó a aplicarse también en situaciones de sufrimiento psíquico y ha llegado a incluir más de 1.000 casos anuales de eutanasia sin consentimiento explícito del enfermo, pues muchas veces no está en condiciones de darlo.

No estaría de más también aquí aplicar el «principio de precaución», tan invocado en asuntos ecológicos. Si no queremos transmitir el mensaje de que los viejos y enfermos son un fardo en el presupuesto público, y que estorban a la generación que produce, consume y dirige, no es prudente abrir una puerta legal a la jeringuilla fácil.

El derecho a la vida es como la cabina presurizada de los aviones. Abrir una ventanilla, por pequeña que sea, resulta fatal.

Ignacio Aréchaga

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