Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y uno de los intelectuales españoles más activos: autor de una treintena de libros, portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados y colaborador habitual en El País y El Confidencial. A su tarea investigadora podríamos denominarla “sociología profunda” por cuanto intenta explicar filosóficamente lo que como sociedad nos está pasando, sin menospreciar, por supuesto, el análisis histórico y político, terrenos que Cruz tiene bien labrados. Sus investigaciones en este ámbito han merecido los galardones más importantes de nuestro país; así, ha obtenido el premio Anagrama de Ensayo (por Las malas pasadas del pasado, 2005), el Espasa (por Amo, luego existo, 2010), el Jovellanos (por Adiós, historia, adiós, 2012) y el Miguel de Unamuno de 2016 por la presente obra.
Estos títulos dejan claro el tema de Cruz: la historia en su articulación necesaria de pasado, presente y futuro. En cierto modo, toma el relevo de los pensadores posmodernos que proclamaron el “final de la historia”, especialmente Vattimo y Fukuyama, aunque no se limita, como ellos, a constatar que la historia se acaba, que no da más de sí, que ha llegado a su final, sino que se plantea su finalidad, su sentido, su posible racionalidad interna. Que la flecha de la historia no tenga un blanco no significa que nos hayamos quedado sin futuro, pero tampoco quiere decir que ese futuro sea fácil de percibir, pues nunca como en la actualidad hacerse con él ha resultado tarea tan ardua.
El libro comienza constatando, como premisa ineludible, el profundo estupor con que en la actualidad encaramos el porvenir y el autor traslada al lector la pregunta fundamental: ¿la flecha de la historia vuela por el tiempo sin rumbo alguno? A lo largo de las cinco partes que componen el texto, Manuel Cruz irá modulando desde diversas perspectivas la cuestión, pero sin decantarse ni por la solución “moderna”, que considera una versión racionalista y secularizada de la Providencia, ni por la “posmoderna”, que, como ya se ha dicho, rompió la flecha.
La solución no puede venir del pasado (primera parte), pues la memoria, al contrario de lo que se creía antaño, ni enseña, ni legitima, ni repara, ni cura, ni libera. Así, se trata tanto de reivindicar el derecho que tiene el presente de dar por clausurados determinados episodios del pasado, como de no utilizar ideológicamente la memoria como arma arrojadiza (segunda parte). Tampoco ayudan a la trasnochada conciencia histórica los avances tecnológicos tan inmersos en nuestras vidas, los cuales han difuminado la línea que separaba el presente del futuro (tercera parte) y han constatado nuestro doble estupor: ante el pasado y ante el futuro.
En fin, que las riendas de la historia ya no están en nuestras manos y vislumbramos el futuro como el territorio de la absoluta incertidumbre. Ya no es posible la utopía (cuarta parte), que ha adquirido una tonalidad nostálgico-melancólica, alojándose su contenido no en el futuro, sino en el pasado, como una Arcadia feliz irrecuperable (preterización de lo utópico, lo llama Cruz). Las únicas utopía existentes hoy son las pequeñas utopías de mercado en eslóganes publicitarios del tipo “atrévete a vivir de otra forma”, “eres libre para soñar”…, un horizonte utópico de baja intensidad. El mundo en su conjunto, por culpa del capitalismo, a juicio del autor, se ha endurecido de manera extraordinaria y, si queremos volver a ser dueños de nuestro destino, debemos hacer de la virtud necesidad (título del último capítulo de esta cuarta parte), porque la aspiración a valores que conformen una vida en común con unos mínimos de dignidad y justicia no es ya una aspiración meramente ética, sino una cuestión de supervivencia.
En la última parte de su ensayo, Cruz arremete contra la política como espectáculo, contra su teatralización, contra las democracias de audiencia y los políticos como productos de consumo. El debate político se ha convertido en un fin en sí mismo y la política en un insustancial formalismo procedimental que no decide nada, justamente porque decide sobre todo.
Manuel Cruz realiza un sutil y riguroso diagnóstico de la situación actual, pero no acaba de dar una respuesta al estupor descrito, quizá porque no la hay. El lector puede otear, sin embargo, algunas pistas que proceden, en diversas ocasiones a lo largo del ensayo, de los planteamientos ideológicos del autor. Dado el carácter del libro y habida cuenta de la profusión de notas a pie de página que contiene, se echa de menos un repertorio bibliográfico (¡insólito descuido!). Del mismo modo, el estilo un tanto complejo y el uso de frases largas con excesivas acotaciones, dificulta un seguimiento más fluido del valiosísimo y clarividente análisis que, como nos tiene acostumbrados, lleva a cabo el autor.