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Destructor de los dioses. El cristianismo en el mundo antiguo

EDITORIAL

TÍTULO ORIGINALDestroyer of the gods. Early Christian Distinctiveness in the Roman World

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNSalamanca (2017)

Nº PÁGINAS288 págs.

PRECIO PAPEL20 €

GÉNERO,

Aunque algunos pretenden negarlo para reivindicar el pluralismo religioso, la concepción de la religión en Occidente está marcada por el cristianismo, e incluso cuando tratamos de comprar diferentes creencias, lo hacemos bajo una óptica cultural mediada por la fe cristiana. Y no es solo nuestra moral la que revela su impronta: gracias al cristianismo, aceptamos que la fe exige compromiso; que la religión combina rituales, creencias y normas morales; que tiene que ver con lo sobrenatural y trascendente, y que no hay que confundir lo secular con lo sagrado.

Pero esta familiaridad entre nuestra cultura y nuestra herencia religiosa puede hacernos olvidar la novedad que supuso el cristianismo en los primeros siglos de nuestra era; fue su singularidad, su excepcionalidad como religión, lo que explica la antipatía social, política e intelectual que concitó y la persecución que padecieron quienes, con valentía, no rehusaron confesar su fe. El cristianismo conmocionó, como señala Larry W. Hurtado, las bases culturales y sociales del paganismo y transformó la comprensión de la religión de un modo revolucionario.

A Hurtado, experto en la historia del cristianismo primitivo, no le interesa la difusión posterior del cristianismo ni el proceso mediante el cual una religión nacida en Palestina se convirtió en fermento de una nueva civilización. Esto lo han estudiado autores como Rodney Stark. Lo que Hurtado investiga, desde un punto de vista histórico, es la originalidad de la nueva fe y su discordancia con el contexto religioso del paganismo. Aunque el ensayo no tiene pretensiones apologéticas, nada impide que el lector creyente vislumbre la ruptura que supuso el Evangelio para quienes entendían la religión como un fenómeno indisociable del poder y un instrumento para asegurar la estabilidad social. Más tarde, San Agustín pudo, partiendo de esta experiencia, hablar de las dos ciudades: la de los hombres y la de Dios.

El cristianismo dotaba a los fieles de una nueva identidad, más importante que la política y superpuesta a ella. A diferencia de la religión pagana, que estaba llena de dioses y no exigía una nueva forma de vida, quienes seguían a Cristo veían su existencia transformaba y asumían una alta responsabilidad moral, reconociendo obligaciones que contrastaban con las costumbres dominantes.

Para los gentiles, los cristianos eran “ateos”, “destructores de sus dioses” porque, aunque no eran contestatarios políticamente, rechazaban rendir culto a las divinidades paganas. Además, condenaban el aborto y el abandono de niños, denunciaban las aberraciones sexuales, dotaban a sus ritos de un sentido sobrenatural; sus enseñanzas eran universales y derribaban las diferencias entre hombre y mujer, libres y esclavos. Por si no fuera suficiente, la fe propuesta era también exclusiva. Fue este hecho el que impidió, ya más tarde, bajo Constantino, legitimar la autoridad política sobre los fundamentos de la nueva religión.

Aunque Hurtado ha escrito una obra histórica y académica, en la que abundan las referencias especializadas y las fuentes originales, no desconoce el impacto que su investigación puede tener en el campo de la teología, especialmente para contrarrestar una tendencia que, aunque nacida y rebatida hace ya mucho tiempo, vuelve a aparecer periódicamente: es aquella interpretación “histórica” que pretende subestimar el acontecimiento cristiano, descubriendo en sus rasgos herencias extrañas y supersticiones, de origen oriental, pero negando su innovaciones.

Tampoco ignora el autor la relevancia que puede tener hoy el redescubrimiento de la originalidad del cristianismo. Somos, como indicaba Kierkegaard, tan cristianos que casi hemos dejado de serlo y, habituados a nuestra fe, nos mostramos incapaces de valorar su riqueza y aprovechar sus tesoros. Libros como el de Hurtado ayudan a estimar el cristianismo como “buena nueva” y a combatir con firmeza y compromiso las tentaciones postseculares que deciden sacrificar su espíritu y liquidar la radicalidad existencial a la que se siente llamado el creyente.

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