Leer los clásicos de la literatura policiaca es siempre interesante para comprobar cómo ha ido evolucionando este género, pero también para valorar la coherencia, la lógica, la originalidad de aquellas primeras narraciones, que solían centrarse en la investigación de un delito de sangre. Este es el caso de Muerte de un aviador, de Christopher St. John Sprigg (1907-1937). No fue un autor muy prolífico en el género y solo escribió siete novelas policiacas, aunque su producción literaria es mucho más extensa, ya que fue poeta, intelectual y político, y escribió obras muy variadas en las que dejó la impronta de su conversión al marxismo (no así en las novelas policiacas).
Muerte de un aviador presenta un asesinato como un enigma que resolver. Sus circunstancias carecen de toda lógica, y para el lector, el caso se convierte en un juego en el que hay que despejar las sucesivas incógnitas. Los policías son dos, uno provinciano y otro de Scotland Yard. Los dos se tratan con mucho respeto y se valoran profesionalmente, a la vez que mantienen relaciones sumamente cordiales con otros policías extranjeros.
La acción transcurre en un club privado de aviación, en los años de entreguerras del siglo XX. Uno de los instructores, delante de muchos testigos, se estrella con su avión y pierde la vida. Un alumno, obispo en Australia, mientras vela el cadáver, descubre algo que le llama la atención. A partir de ahí se desencadena toda la investigación.
Nada es como parece, o mejor, casi nadie es lo que aparenta ser, y hay que recorrer un largo camino, embrollado muchas veces, para llegar a una resolución del caso muy ocurrente, pero lógica.
Bien escrita, entretenida, la novela presenta unos personajes suficientemente perfilados para que tengan personalidad y no parezcan nunca artificiales. Leída hoy, se aprecia el cambio tan radical que se ha dado en la sociedad, en el desarrollo técnico y en las costumbres.