Malo es hijo de Jean, francés, y Leïla, de origen marroquí. La paternidad, lejos de consolidar su relación, sume a Jean en una crisis de inseguridad, y termina separándose de Leïla. Cuando Malo tiene seis años, ante la dificultad para atenderlo en el mes de agosto, deciden dejarlo con el padre de Jean, que vive alejado de la civilización junto al lago Lacanau.
El Viejo, o Yayo Paria, como quiere que le llame su nieto, es un cascarrabias, pero la convivencia con Malo, a quien en el fondo adora, termina por romper la coraza con la que se defiende de un mundo que casi le resulta irreconocible por los avances tecnológicos. Echa en falta una época en la que “todo era novelesco, quizá porque también lo era el arte, porque los cineastas, los escritores y los cantantes celebraban el amor, la vida y la aventura. En resumidas cuentas, me gustaba más antes, y en los trenes, como en todas partes, se podían abrir las ventanas y entraba el viento, olía a paisaje, al balasto y a los andenes de la estación por la noche, no sé, la vida era una fiesta a la que todo el mundo se sumaba, como uno se lanza al agua”.
La novela, a través de unos personajes algo planos, critica desde el sentido común la sociedad de consumo y el despilfarro, las redes sociales, la sobreprotección de los niños. Para D’Épenoux, el ideal es una vida en contacto con la naturaleza, en la que uno puede aprender “qué es un banco de arena, para qué sirve el carrizo, cómo se recoge la resina, de qué se alimenta un martín pescador, porqué el agua del lago es dulce y no salada, cómo se repara un neumático pinchado o la hora a la que salen los erizos”.
Los abuelos tienen una palabra importante que decir en la educación de los hijos y no podemos desperdiciar la sabiduría que se acumula en las tradiciones que unas generaciones transmiten a otras.
El despertar del corazón, que obtuvo en 2014 el premio Maison de la Presse, otorgado por los libreros franceses, es una novela agradable, sencilla de leer, con un mensaje positivo y unas gotas de nostalgia.